Dentro de los muros de Sevilla, y en medio de uno de sus barrios,
tres anchas, largas y paralelas calles de árboles gigantescos y
antiguos, delante de los cuales corre por un lado y otro un asiento de
piedra, forman el antiguo, magnífico y casi olvidado paseo que se llama
la Alameda Vieja. Seis fuentes de mármol, pequeñas, pero de gracioso y
sencillo gusto, brindan en ella con el agua más deliciosa de la ciudad, y
le sirve de entrada un monumento de la antigua Hispalis y de la romana
dominación. Fórmanlo dos gigantescas columnas antiquísimas, llamadas
vulgarmente los Hércules, compuestas de dos cañas o afustes,
de un solo pedazo de granito cada una, que, estribando en bases áticas,
también antiguas, sobre pedestales modernos de muy buena proporción, se
ven coronados con sendos capiteles de mármol blanco, mutilados por el
curso de los siglos, de orden corintio, y de gran mérito, sobre los que
se alzan: en uno, la estatua de Hércules; en otro, la de Julio César. La
altura y gallardía de estas columnas, a quien el tiempo ha robado parte
de su robustez, descarnando con desigualdad su superficie y dándoles
más delgadez y esbelteza; la majestad con que descuellan sobre el
gigantesco arbolado y sobre los edificios de la redonda; la gracia y
novedad con que dibujan su parte inferior sobre masas de verdura y
ramaje, y la superior, sobre el azul puro del cielo de Andalucía; lo
vago de sus contornos, y el color indeciso y misterioso de la edad, les
da una apariencia fantástica e indefinible, que causa sensación profunda
en los ojos y en el corazón de quien las mira y contempla. Por cierto,
no tienen tal virtud las dos hermanas raquíticas que quiso darles el
siglo pasado en las ridículas columnillas, de ocho pedazos cada una, que
en la parte opuesta de la Alameda, como si dijéramos a su salida, se
colocaron. ¡Qué diferencia!... Aquéllas son las canillas de un Titán;
éstas, un juguetillo de alcorza.
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