‘Ενδονσιν δ’ ορεων κορνφαι τε και φαράγγες
Πρώονές τε και χάραδραι.
Las crestas montañosas duermen; los valles, los riscos
y las grutas están en silencio.
—Alcmán
Escúchame
—dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza—. La región de que
hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no
hay ni calma ni silencio.
Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y
no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo
purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo
de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un
pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa
soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras
inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto
se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran
entre sí.
Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible,
majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se
agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos
árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente
resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y
en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores
venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes
grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre
las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y
en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.
Información texto 'Silencio'