Durante una excursión a pie, que realicé el pasado verano a través de
uno o dos de los condados ribereños de Nueva York, me encontré, al caer
el día, un tanto desorientado acerca del camino que debía seguir. La
tierra se ondulaba de un modo considerable y durante la última hora mi
senda había dado vueltas y más vueltas de aquí para allá, tan
confusamente en su esfuerzo por mantenerse dentro de los valles, que no
tardé mucho en ignorar en qué dirección quedaba la bonita aldea de B...,
donde había decidido pernoctar. El sol casi no había brillado durante
el día — en el más estricto sentido de la palabra —, a pesar de lo cual
había estado desagradablemente caluroso. Una niebla humeante, parecida a
la del verano indio, envolvía todas las cosas y, desde luego,
contribuía a mi incertidumbre. No es que me preocupara mucho por eso.
Si. no llegaba a la aldea antes de la puesta del sol o aun antes de que
oscureciese, sería más que posible que surgiera por allí una pequeña
granja holandesa o algo por el estilo, aunque, de hecho, los alrededores
estaban escasamente habitados, debido, quizá, a ser estos parajes más
pintorescos que fértiles. De todos modos, con mi mochila por almohada y
mi perro de centinela, vivaquear al aire libre era en realidad algo que
debería divertirme. Seguí, por tanto, caminando a mis anchas, haciéndose
Ponto cargo de mi escopeta, hasta que, finalmente, en el momento que yo
había empezado a considerar si los pequeños senderos que se abrían aquí
y allí eran auténticos senderos, uno de ellos, que parecía el más
prometedor, me condujo a un verdadero camino de carros. No podía haber
equivocación.
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