Textos más vistos de Edgar Wallace publicados por Edu Robsy

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autor: Edgar Wallace editor: Edu Robsy


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El Círculo Carmesí

Edgar Wallace


Novela


Prologo: El clavo

Resulta admirable el hecho de que, de no haber sido un cierto 29 de septiembre el aniversario del nacimiento de monsieur Victor Pallion, no hubiera existido el misterio del Círculo Carmesí; una docena de hombres, ahora muertos, con toda probabilidad seguirían vivos y, ciertamente, Thalia Drummond nunca habría sido descrita por un comisario de policía ecuánime como «una ladrona y cómplice de ladrones».

Monsieur Pallion invitó a cenar a sus tres ayudantes en el Coq d’Or, en Toulouse, y la velada transcurrió con alegría y afabilidad. A las tres de la madrugada monsieur Pallion cayó en la cuenta de que el motivo de su visita a Toulouse era la ejecución de un malhechor inglés llamado Lightman.

—Hijos míos —dijo con gravedad, aunque vacilante—, son las tres y la «dama roja» aún no se ha montado.

De modo que se trasladaron al lugar frente a la prisión en donde una vagoneta que contenía las partes esenciales de una guillotina había estado esperando desde medianoche; y con la destreza que surge de la práctica, montaron el horripilante aparato y encajaron la cuchilla en las ranuras correspondientes.

Pero ni siquiera la pericia mecánica era suficiente protección contra los embriagadores vinos del sur de Francia y, cuando probaron la cuchilla, ésta no se deslizaba como debía.

—Yo lo arreglaré —dijo monsieur Pallion, e introdujo un clavo en la estructura, exactamente en un lugar donde no se deben introducir clavos.

Lo había hecho con verdadera precipitación, ya que los soldados habían invadido el lugar…

Cuatro horas después (había luz suficiente para que un fotógrafo innovador pudiera inmortalizar al reo desde muy cerca), obligaban a un hombre a marchar desde la prisión…

—¡Valor! —murmuró Pallion.


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214 págs. / 6 horas, 15 minutos / 651 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Los Cuatro Hombres Justos

Edgar Wallace


Novela


Prologo. El oficio de Terrí

Si, partiendo de la Plaza de Mina, bajáis la estrecha calle donde, de diez a cuatro, pende indolentemente la gran bandera del consulado de los Estados Unidos; cruzáis la plaza donde se alza el Hotel de Francia, rodeáis la iglesia de Nuestra Señora y proseguís a lo largo de la pulcra y estrecha vía pública que es la arteria principal de Cádiz, llegaréis al Café de las Naciones.

A las cinco suele haber pocos clientes en el amplio local sostenido por columnas, y generalmente las redondas mesitas que obstruyen la acera frente a sus puertas permanecen desocupadas.

El verano pasado (en el año del hambre) cuatro hombres sentados en torno a una de las mesas hablaban de negocios.

León González era uno, Poiccart otro, George Manfred era un notable tercero, y Terrí, o Saimont, era el cuarto.

De este cuarteto, únicamente Terrí no requiere ser presentado al estudioso de historia contemporánea. Su historial se encuentra archivado en el Departamento de Asuntos Públicos. Allí está registrado como Terrí, alias Saimont.

Podéis, si sois inquisitivos y obtenéis el permiso necesario, examinar fotografías que lo presentan en dieciocho posturas: con los brazos cruzados sobre el ancho pecho, de frente, con barba de tres días, de perfil, con…, pero ¿para qué enumerarlas todas?

Hay también fotografías de sus orejas (de fealdad repelente, parecidas a las de los murciélagos) y una larga y bien documentada historia de su vida.

El señor Paolo Mantegazza, director del Museo Nacional de Antropología de Florencia, ha hecho a Terrí el honor de incluirlo en su admirable obra (véase el capítulo sobre «Valor intelectual de un rostro»); de aquí que considere que, para todos los estudiantes de criminología y fisiognomía, Terrí no necesita presentación.


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126 págs. / 3 horas, 41 minutos / 479 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Rostro de la Noche

Edgar Wallace


Novela


I. El hombre del sur

La niebla, que más tarde había de descender sobre Londres borrando todos los contornos, era todavía una gris y sombría amenaza. La luz se había extinguido en el cielo, y los faroles del alumbrado público proyectaban una mancha oscura cuando el hombre del Sur llegó a Portman Square. A pesar de la crudeza del frío, no usaba abrigo ninguno; su camisa era de cuello abierto. Pasó a lo largo, mirando sobre las puertas, y, de pronto, se detuvo frente al núm. 551, examinando las ventanas. La comisura de su espantosa boca se animó con una sardónica sonrisa.

El alcohol exalta todas las pasiones. Transforma el hombre más débil de sus semejantes en un agrio reñidor. Pero en el hombre que alberga un hondo agravio produce la roja neblina que exalta el homicidio. Y Laker tenía ambas cosas: el agravio y el motivo de exaltación.

Ya enseñaría él a este viejo diablo que no podía robar a los hombres impunemente. El sórdido avaro que vivía con el riesgo de que sus ganancias fueran secuestradas. Aquí estaba Laker, casi sin blanca, después de un largo y penoso viaje y con el recuerdo de la visita secreta que sufrió en la Ciudad del Cabo, cuando su vivienda fue registrada por la policía. Una vida de perro era su vida actual. ¿Por qué el viejo Malpas, que no tenía antes medios de existencia, había de vivir en el lujo, mientras su mejor agente vivía duramente? Laker pensaba así cuando estaba borracho.

Éste era el personaje que podía verse paseando frente a la puerta del número 551 de Portman Square. Su largo rostro afeitado, la cicatriz de una cuchillada que cruzaba su mejilla hasta el extremo del mentón, la frente, pequeña, cubierta por unas greñas lacias, y su deplorable indumento, daban la impresión de una abyecta pobreza.


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Dominio público
298 págs. / 8 horas, 42 minutos / 385 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Hombre del Antifaz Blanco

Edgar Wallace


Novela


Capitulo I

Miguel Quigley poseía conocimientos profesionales de mucho valor acerca del mundo del hampa, por sus relaciones con topistas, timadores, profesionales de la falsificación, artistas de la estafa, cuenteros del tío, manipuladores del sobre, descuideros y carteristas. Sin embargo, Máscara Blanca era para él una incógnita. No era de extrañar, porque nadie le conocía, de modo que Miguel se reservaba para más adelante el placer de trabar relación con él. Pronto o tarde cometería alguna equivocación y daría pábulo a las actividades del reportero.

Miguel se trataba con casi todo el mundo en Scotland Yard, tuteándose con los principales comisarios. Había realizado excursiones dominicales con Dumont, el verdugo, cuidándole durante sus ataques de delírium tremens. La habitación de Miguel estaba decorada con fotografías que ostentaban firmas de expríncipes, campeones de pesos pesados y damas destacadas en la vida de sociedad. Podía anticipar como se conduciría una persona normal o un individuo desordenado en cualquier circunstancia concreta. Pero su experiencia personal le había fallado lastimosamente en el caso de Janice Harman. Aunque podía citar algunos precedentes.

El que una joven con tres mil libras de renta anual y sin ninguna clase de compromisos de familia (puesto que era huérfana) aspirase a desempeñar alguna actividad útil en la vida, decidiéndose por el cargo de enfermera en una clínica de un barrio del este de Londres, le resultaba perfectamente comprensible; no era la primera joven que había emprendido ese camino, llevada de sus sentimientos humanitarios, y la única diferencia que observaba en Janice era que no se había cansado, como casi todas, de su filantropía.


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228 págs. / 6 horas, 39 minutos / 321 visitas.

Publicado el 19 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Criminal Perfecto

Edgar Wallace


Cuento


El señor Felix O'Hara Golbeater sabía algo de investigación criminal, pues, habiendo ejercido como solicitor durante dieciocho años, había mantenido asiduo contacto con las clases delincuentes, y su ingenio y agudas facultades de observación le habían permitido obtener sentencias condenatorias en casos en los que los métodos ordinarios de la policía habían fracasado.

Hombre escaso de carnes, avecinado en la cincuentena, se distinguía por una barba cerrada y mocha y unas cejas cargadas, siendo objeto una y otra de desvelados y pacientes cuidados.

No es habitual, ni siquiera entre las gentes de toga, tan dadas a costumbres singulares, extremarse en el cuidado de las cejas, pero O'Hara Golbeater era hombre precavido y preveía el día en que la gente interesada en ello buscaría sus cejas cuando su retrato figurase en los tablones de anuncios de las delegaciones de policía; pues el señor Felix O'Hara Golbeater, que no pecaba de iluso, se daba perfecta cuenta del hecho primordial de que no se puede engañar a todo el mundo indefinidamente. En consecuencia, vivía eternamente alerta a causa de la misteriosa persona que, tarde o temprano, acabaría por entrar en escena y sabría ver a través de la máscara de Golbeater el abogado, de Golbeater el fideicomisario, de Golbeater el mecenas deportivo y de (última y mayor de sus distinciones) Golbeater el aviador, cuyos vuelos habían causado cierta sensación en el pueblecito de Buckingham donde tenía su «sede campesina».

Una noche de abril estaba sentado en su despacho. Sus amanuenses se habían ido a casa hacía ya mucho tiempo, y la encargada de la limpieza también se había marchado.

No era costumbre de Felix O'Hara Golbeater quedarse en la oficina hasta las once de la noche, pero las circunstancias eran excepcionales y justificaban la desusada conducta.


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Protegido por copyright
13 págs. / 23 minutos / 212 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Día de la Concordia

Edgar Wallace


Novela


Prólogo

En pie, ante una larga mesa de acero, un joven trabajaba afanosamente, armado de unas pinzas y un punzón. El objeto de su atención era un molde o plancha de imprenta, y aunque le temblaba la mano y por razones de conveniencia propia, trabajaba con solo una de las doscientas bombillas que iluminaban el inmenso taller de la imprenta de Ponters, no cometía ningún error. En una ocasión, alzó la cabeza y escuchó. No había más ruido que el repiqueteo de una linotipia en el piso de abajo, donde el turno de noche estaba componiendo una revista dominical; y sirviendo de fondo a este martilleo, el ruido sordo y prolongado de las prensas en el sótano.

El hombre que trabajaba se limpió el sudor de la frente; e inclinándose de nuevo sobre la forma prosiguió su labor con increíble rapidez.

Era un hombre de veintitrés a veinticuatro años. Tenía la cara redonda y los ojos apagados. Tom Elmers era aficionado a la bebida algo más de lo prudente; y desde el día en que Delia Sennett le había dicho, en su tono tranquilo y reposado, que tenía otros planes muy distintos de los que él le exponía con tal vehemencia, no había intentado reprimir sus inclinaciones.

De nuevo levantó la cabeza y escuchó, llevando la mano a la llave de la luz, dispuesto a apagarla; pero no oyó ningún ruido de pasos en el pasillo de piedra; y continuó su trabajo.

Tan embargado estaba que, cuando llegó realmente la interrupción, no se dio cuenta de la presencia de otra persona en el taller; y, sin embargo, debería haber recordado que cuando Joe Sennett estaba de servicio nocturno, invariablemente llevaba zapatillas; también debería haber sabido que la puerta giratoria se abría sin producir ruido.

El viejo Joe Sennett, regente de la imprenta Ponters Limited, quedó en pie, recostado en la puerta y mirando con asombro al solitario obrero. Luego se acercó suavemente y se detuvo a la altura de este.


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143 págs. / 4 horas, 10 minutos / 125 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Escudo de Armas

Edgar Wallace


Novela


Capítulo 1

A los feos y enormes barracones que se alzaban en lo alto de la colina de Sketchley los llamaban oficialmente la Institución Sketchley de Indigentes. Para los habitantes de la comarca era el Manicomio. Solamente los más viejos recordaban la furiosa polémica que acompañó a su erección. Todos los agricultores propietarios en un radio de muchas millas protestaron contra el atropello; hubo reclamaciones, interpelaciones en el Parlamento, mítines al aire libre, recursos con los que se quiso detener la mano profanadora del Gobierno; pero al final se construyeron los barracones. Y al argumento de que era un monstruoso acto del vandalismo levantar un manicomio en el paraje más encantador de Surrey, contestaron los altos funcionarios interesados, bastante razonablemente, que hasta los locos tenían derecho a disfrutar de un panorama agradable.

Hacía de esto muchos años, cuando el viejo era todavía un niño que hacía novillos por los helechales y planeaba raras y espantables hazañas. La autoridad cayó sobre él cuando aún era joven, antes que pudiera realizar ninguno de sus sueños fantásticos. Tres médicos le asaetearon a preguntas impertinentes (así le parecieron); llamaron a la casa de salud y se lo llevaron a un coche, respondiéndole cortésmente cuando preguntó si sabía la reina Victoria el mal paso en que se encontraba su hermano menor.

En aquel edificio pasó muchos años. Murieron reyes y reinas y hubo guerras. En la blanca cinta de la carretera de Guilford, los ligeros tílburis y cochecillos fueron sustituidos por carruajes de marcha rápida, que se movían sin caballos. Sobre esto se discutió abundantemente en la Institución Sketchley. Individuos recién llegados afirmaban que lo entendían todo; pero el anciano y sus viejos amigos sabían que las personas que explicaban el milagro estaban locas.


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195 págs. / 5 horas, 41 minutos / 357 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Fantasma de John Holling

Edgar Wallace


Cuento


En el mar hay cosas que nunca cambian. Durante el último viaje tuve en una de mis suites a un caballero escritor que decía esto, y cuando la gente de pluma dice algo original merece la pena anotarlo. No sucede con frecuencia.

—Félix —me dijo—, el mar tiene un misterio que nunca podrá ser descubierto… una magia que nunca ha sido y que nunca será no—sé—qué para los análisis de la ciencia (estoy seguro de que dijo «análisis de la ciencia», aunque la otra palabra se me ha caído por la borda).

«Magia», ésa era la palabra. Algo que no comprendemos, como el espejo de la suite nupcial del Canothic. Dos hombres se suicidaron degollándose delante de aquel espejo. Uno de ellos murió en el acto, y el otro vivió lo suficiente para decir al camarero que lo encontró que había visto una especie de cara mirándole por encima del hombro y que había oído una voz diciéndole que la muerte no era más que otro nombre del sueño.

El último en morir fue Holling, el ladrón de camarotes más flemático que haya atravesado jamás el Atlántico. Y lo que Holling nos hizo cuando estaba vivo no es nada comparado con lo que ha hecho desde entonces, según ciertas historias que he oído.

Spooky me dijo que cuando quitaron el espejo del barco y lo llevaron a un almacén de Liverpool aparecieron muertos en la tienda, primero el almacenero y luego un empleado de la oficina. Después de aquello lo llevaron al mar y lo arrojaron donde el agua cubría sus buenas cincuenta brazas. Pero ni así consiguieron librarse del fantasma de Holling.


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Protegido por copyright
14 págs. / 25 minutos / 71 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Misterio de la Vela Doblada

Edgar Wallace


Novela


I

Un descarrilamiento había detenido en Three Bridges al tren que sale de la estación Victoria a las cuatro y quince para Lewes. Aunque Juan Lexman tuvo la suerte de empalmar con el de Beston Tracey, por venir éste retrasado, se había ido ya la camioneta que constituía la única comunicación entre la aldea y el mundo exterior.

—Si puede usted esperar media hora —le dijo el jefe de la estación—, telefonearé al pueblo y haré que Briggs venga a buscarle.

Juan Lexman contempló el húmedo paisaje y se encogió de hombros.

—Iré andando —contestó lacónicamente.

Dejó la maleta al cuidado del jefe de estación, se abotonó el impermeable, subiéndose el cuello hasta la barbilla, y se lanzó resueltamente a la lluvia para recorrer las dos millas que separaban la minúscula estación férrea de la aldea de Little Beston.

La lluvia era incesante y amenazaba continuar toda la noche. Los altos setos que bordeaban el estrecho camino eran otras tantas cascadas frondosas, y el camino mismo estaba a trechos cubierto de un barro en que el viajero se hundía hasta los tobillos. Lexman se detuvo, cobijado bajo un árbol corpulento, para llenar y encender la pipa, y con su hornillo vuelto hacia abajo continuó la marcha. A no haber sido por el agua, que buscaba todas las grietas y encontraba todos los desconchados de su impermeable coraza, habría obtenido un gran placer de aquel paseo.


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170 págs. / 4 horas, 59 minutos / 519 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Secreto del Alfiler

Edgar Wallace


Novela


1

El restaurante de Yeh Ling se encontraba justo entre el silencio de la Reed Street y la luminosa calle donde hay los teatros. Pasaba gradualmente desde aquellas casas honradas, aunque lóbregas, donde innumerables modistas y dentistas tenían sus placas en la puerta y sus obradores y consultorios en los diversos pisos, hasta el salvaje bullicio de Bennet Street, calificación que, aplicada por lo común con tanta ligereza, estaba plenamente justificada en este caso, puesto que en Bennet Street se gritaba a todas horas del día y se gritaba durante la noche en tono aún más agudo. La calzada era un patio de recreo para la grey infantil de aquel prolífico vecindario, y un ring en el que se ventilaban a pecho descubierto toda clase de disputas entre hombres, mientras en torno a ellos chillaban mujeres desmelenadas que alentaban a los combatientes o expresaban su propia zozobra.

El restaurante de Yeh Ling había tenido sus inicios en la parte menestral de la calle, especializándose en extraños platos chinos. Gradualmente, se había ido acercando a «Las Luces», al adquirir su fundador, aquel oriental de apariencia triste, uno tras otro, los edificios que mediaban, hasta que de pronto llegó a la calle principal, y su fachada adquirió entonces un aspecto de opulenta seriedad. Mejoró el servicio con un chef francés y un cuerpo de camareros italianos, bajo las órdenes del popular Signor Maciduino, el más amable de los maîtres d’hôtel.

Por sus brillantes tejas, al edificio se le llamó «Golden Roof». Bajo aquellas tejas se instaló un artesonado de palisandro, con suaves luces. Había un ascensor dorado para subir al primero y segundo piso, donde había los comedores reservados, con cristales esmerilados y diáfanos cortinajes. Yeh Ling pensaba que todo aquello resultaba demasiado respetable, pero el jefe se mantenía en su criterio.


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Dominio público
208 págs. / 6 horas, 4 minutos / 436 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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