El Diamante Número Setenta y Cuatro
Edgar Wallace
Cuento
El inspector de Scotland Yard, con su aspecto de ave fría, miraba la flaca figura del rajá de Tikiligi con un regocijo que a duras penas lograba ocultar. El rajá era joven, y en su elegante atuendo occidental de etiqueta parecía aún más ligero. El oscuro color oliváceo de su tez estaba enfatizado por un sedoso bigotito negro, y su bien engominado cabello, negro como ala de cuervo, estaba atusado hacia atrás desde la frente.
—Espero que a Su Alteza no le importe verme —dijo el inspector.
—No, no; no me importa —dijo Su Alteza sacudiendo la cabeza vigorosamente—. Me alegro de verle. Hablo inglés muy bien, pero no soy súbdito británico. Soy súbdito holandés.
Al principio el inspector no supo cómo expresar su misión con palabras.
—Hemos sabido en Scotland Yard —comenzó— que Su Alteza ha traído a este país una gran colección de piedras preciosas.
Su Alteza asintió enérgicamente con la cabeza.
—Sí, sí —dijo ansiosamente—. Fenomenales joyas, fenomenales piedras preciosas, grandes como huevos de pato. ¡Tengo veinte!
Habló a un ayudante de piel oscura en un idioma que el inspector no entendió, y el hombre extrajo un estuche del cajón de un escritorio, lo abrió y mostró una brillante colección de piedras que relucían y destellaban a la luz de la estancia.
El inspector quedó impresionado, no tanto por el valor o la belleza de las piedras como por el considerable peligro que corría su dueño.
—Por esto es por lo que he sido enviado aquí —explicó—. Tengo que advertirle, de parte del comisario de policía, que justamente ahora hay en Londres dos ladrones que son de temer en especial.
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Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.