Textos más antiguos de Edgar Wallace | pág. 2

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autor: Edgar Wallace


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El Misterio de la Vela Doblada

Edgar Wallace


Novela


I

Un descarrilamiento había detenido en Three Bridges al tren que sale de la estación Victoria a las cuatro y quince para Lewes. Aunque Juan Lexman tuvo la suerte de empalmar con el de Beston Tracey, por venir éste retrasado, se había ido ya la camioneta que constituía la única comunicación entre la aldea y el mundo exterior.

—Si puede usted esperar media hora —le dijo el jefe de la estación—, telefonearé al pueblo y haré que Briggs venga a buscarle.

Juan Lexman contempló el húmedo paisaje y se encogió de hombros.

—Iré andando —contestó lacónicamente.

Dejó la maleta al cuidado del jefe de estación, se abotonó el impermeable, subiéndose el cuello hasta la barbilla, y se lanzó resueltamente a la lluvia para recorrer las dos millas que separaban la minúscula estación férrea de la aldea de Little Beston.

La lluvia era incesante y amenazaba continuar toda la noche. Los altos setos que bordeaban el estrecho camino eran otras tantas cascadas frondosas, y el camino mismo estaba a trechos cubierto de un barro en que el viajero se hundía hasta los tobillos. Lexman se detuvo, cobijado bajo un árbol corpulento, para llenar y encender la pipa, y con su hornillo vuelto hacia abajo continuó la marcha. A no haber sido por el agua, que buscaba todas las grietas y encontraba todos los desconchados de su impermeable coraza, habría obtenido un gran placer de aquel paseo.


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Dominio público
170 págs. / 4 horas, 59 minutos / 516 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

El Secreto del Alfiler

Edgar Wallace


Novela


1

El restaurante de Yeh Ling se encontraba justo entre el silencio de la Reed Street y la luminosa calle donde hay los teatros. Pasaba gradualmente desde aquellas casas honradas, aunque lóbregas, donde innumerables modistas y dentistas tenían sus placas en la puerta y sus obradores y consultorios en los diversos pisos, hasta el salvaje bullicio de Bennet Street, calificación que, aplicada por lo común con tanta ligereza, estaba plenamente justificada en este caso, puesto que en Bennet Street se gritaba a todas horas del día y se gritaba durante la noche en tono aún más agudo. La calzada era un patio de recreo para la grey infantil de aquel prolífico vecindario, y un ring en el que se ventilaban a pecho descubierto toda clase de disputas entre hombres, mientras en torno a ellos chillaban mujeres desmelenadas que alentaban a los combatientes o expresaban su propia zozobra.

El restaurante de Yeh Ling había tenido sus inicios en la parte menestral de la calle, especializándose en extraños platos chinos. Gradualmente, se había ido acercando a «Las Luces», al adquirir su fundador, aquel oriental de apariencia triste, uno tras otro, los edificios que mediaban, hasta que de pronto llegó a la calle principal, y su fachada adquirió entonces un aspecto de opulenta seriedad. Mejoró el servicio con un chef francés y un cuerpo de camareros italianos, bajo las órdenes del popular Signor Maciduino, el más amable de los maîtres d’hôtel.

Por sus brillantes tejas, al edificio se le llamó «Golden Roof». Bajo aquellas tejas se instaló un artesonado de palisandro, con suaves luces. Había un ascensor dorado para subir al primero y segundo piso, donde había los comedores reservados, con cristales esmerilados y diáfanos cortinajes. Yeh Ling pensaba que todo aquello resultaba demasiado respetable, pero el jefe se mantenía en su criterio.


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Dominio público
208 págs. / 6 horas, 4 minutos / 431 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Escudo de Armas

Edgar Wallace


Novela


Capítulo 1

A los feos y enormes barracones que se alzaban en lo alto de la colina de Sketchley los llamaban oficialmente la Institución Sketchley de Indigentes. Para los habitantes de la comarca era el Manicomio. Solamente los más viejos recordaban la furiosa polémica que acompañó a su erección. Todos los agricultores propietarios en un radio de muchas millas protestaron contra el atropello; hubo reclamaciones, interpelaciones en el Parlamento, mítines al aire libre, recursos con los que se quiso detener la mano profanadora del Gobierno; pero al final se construyeron los barracones. Y al argumento de que era un monstruoso acto del vandalismo levantar un manicomio en el paraje más encantador de Surrey, contestaron los altos funcionarios interesados, bastante razonablemente, que hasta los locos tenían derecho a disfrutar de un panorama agradable.

Hacía de esto muchos años, cuando el viejo era todavía un niño que hacía novillos por los helechales y planeaba raras y espantables hazañas. La autoridad cayó sobre él cuando aún era joven, antes que pudiera realizar ninguno de sus sueños fantásticos. Tres médicos le asaetearon a preguntas impertinentes (así le parecieron); llamaron a la casa de salud y se lo llevaron a un coche, respondiéndole cortésmente cuando preguntó si sabía la reina Victoria el mal paso en que se encontraba su hermano menor.

En aquel edificio pasó muchos años. Murieron reyes y reinas y hubo guerras. En la blanca cinta de la carretera de Guilford, los ligeros tílburis y cochecillos fueron sustituidos por carruajes de marcha rápida, que se movían sin caballos. Sobre esto se discutió abundantemente en la Institución Sketchley. Individuos recién llegados afirmaban que lo entendían todo; pero el anciano y sus viejos amigos sabían que las personas que explicaban el milagro estaban locas.


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Dominio público
195 págs. / 5 horas, 41 minutos / 351 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Jeroglífico

Edgar Wallace


Novela


I. LA CASA DE LOMBARD STREET

El señor William Spedding de la razón social "Spedding, Mortimer y Larach, Notarios", adquirió el terreno en la forma habitual. La propiedad fue puesta en venta a la muerte de una vieja dama que vivía en Market Harborough (que nada tiene que ver con este relato) y subastóse de una manera completamente normal.

El señor William Spedding adquirió la casa por ciento seis mil libras esterlinas, suma lo bastante elevada para despertar el interés de todos los periódicos de la noche y un gran número de los diarios de la mañana siguiente.

A fin de ser todo lo meticuloso que el caso requiere, añadiré qué los planos para la erección de un nuevo edificio en aquel lugar fueron presentados a la oficina investigadora de la city. El arquitecto que los examinó mostróse un poco sorprendido por la disposición interior del nuevo edificio pero como se hallaba conforme con todas las disposiciones que regían la. Erección de casas en la city de Londres, y ninguna falta podía encontrarse en su aspecto exterior (su fachada había sido tan artísticamente trazada que uno hubiera podido pasar doce veces en un día ante ella sin observar nada extraordinario en aquella construcción), ni en su sistema de entrada de aire y luz, el hombre se encogió de hombros y dio el visto bueno.

Lo que no comprendo, señor Spedding, —dijo apoyando un dedo sobre el plano, —es cómo su cliente piensa conservar el debido aislamiento. Hay un vestíbulo y un gran hall. ¿Dónde están las oficinas privadas, qué significa esa enorme caja de caudales en medio del hall y dónde se sentaran los empleados? Porque supongo que tendrá empleados, ¿no? ¡Pero si no van a tener ni un minuto de paz!

El señor Spedding sonrió comprensivamente.

— ¿Y los sótanos? Creo que para esto hacen falta sótanos.


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Dominio público
133 págs. / 3 horas, 53 minutos / 436 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Vagabundo del Norte

Edgar Wallace


Novela


Capítulo I

El vagabundo aquel parecía menos inofensivo de lo que todos suelen ser, y más peligroso, porque estaba jugando con una impresionante pistola automática, tirándola con una mano y cogiéndola con la otra, balanceándola con el gatillo sostenido en el índice, mientras la miraba inclinarse a un lado y a otro, o dejándola, deslizarse entre las manos hasta que el cañón apuntaba al suelo. La pistola era como un juguete; no podía apartar de ella sus ojos ni sus manos, y cuando cansado de la diversión, se la metió en un bolsillo de sus destrozados pantalones, la desaparición fue momentánea. De nuevo la sacó para agitarla y darle vueltas.

—¡Esto no puede ser! —dijo en voz alta, no sólo una vez, sino varias, mientras se entretenía.

Indudablemente era inglés, y lo que un vagabundo inglés hacia en los arrabales de Littleburg, en el estado de Nueva York, es cosa que requiere una explicación, que de momento no se da.

No era una persona atrayente, aun del modo que los vagabundos suelen serlo. Tenía la cara arañada y sucia, llevaba barba de una semana y en un ojo se notaban las huellas de un puñetazo propinado por un compañero, a quien había despertado en momento inoportuno. Podía explicar la hinchazón del rostro por una intoxicación; pero nadie tenía interés en preguntárselo. Su camisa, sin cuello, estaba manchada; lo que quería ser una chaqueta tenía por bolsillos hendiduras sin fondo; y echado para atrás, mientras manejaba la pistola, sostenía en la cabeza un sombrero viejo, deformado y con la cinta comida por las ratas.

—¡Esto no puede ser!—dijo el vagabundo, que se llamaba Robin. La pistola se le fue de las manos y cayó a sus pies. Exclamó: «¡Uf!», y se frotó el dedo que asomaba por debajo del zapato.

Alguien cruzaba el bosquecillo. Se metió la pistola en el bolsillo y acercándose sigilosamente a unos arbustos, se echó a tierra.


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168 págs. / 4 horas, 55 minutos / 76 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Día de la Concordia

Edgar Wallace


Novela


Prólogo

En pie, ante una larga mesa de acero, un joven trabajaba afanosamente, armado de unas pinzas y un punzón. El objeto de su atención era un molde o plancha de imprenta, y aunque le temblaba la mano y por razones de conveniencia propia, trabajaba con solo una de las doscientas bombillas que iluminaban el inmenso taller de la imprenta de Ponters, no cometía ningún error. En una ocasión, alzó la cabeza y escuchó. No había más ruido que el repiqueteo de una linotipia en el piso de abajo, donde el turno de noche estaba componiendo una revista dominical; y sirviendo de fondo a este martilleo, el ruido sordo y prolongado de las prensas en el sótano.

El hombre que trabajaba se limpió el sudor de la frente; e inclinándose de nuevo sobre la forma prosiguió su labor con increíble rapidez.

Era un hombre de veintitrés a veinticuatro años. Tenía la cara redonda y los ojos apagados. Tom Elmers era aficionado a la bebida algo más de lo prudente; y desde el día en que Delia Sennett le había dicho, en su tono tranquilo y reposado, que tenía otros planes muy distintos de los que él le exponía con tal vehemencia, no había intentado reprimir sus inclinaciones.

De nuevo levantó la cabeza y escuchó, llevando la mano a la llave de la luz, dispuesto a apagarla; pero no oyó ningún ruido de pasos en el pasillo de piedra; y continuó su trabajo.

Tan embargado estaba que, cuando llegó realmente la interrupción, no se dio cuenta de la presencia de otra persona en el taller; y, sin embargo, debería haber recordado que cuando Joe Sennett estaba de servicio nocturno, invariablemente llevaba zapatillas; también debería haber sabido que la puerta giratoria se abría sin producir ruido.

El viejo Joe Sennett, regente de la imprenta Ponters Limited, quedó en pie, recostado en la puerta y mirando con asombro al solitario obrero. Luego se acercó suavemente y se detuvo a la altura de este.


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143 págs. / 4 horas, 10 minutos / 123 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Caída de Mr. Reader

Edgar Wallace


Cuento


«El Orador» era un hombre de gustos sencillos y poco aficionado a las novedades. Si tenía un aparato de radio era porque se lo había regalado un admirador suyo, pues de no ser así jamás se le habría ocurrido comprar uno. Lo tuvo en el salón de su casa sin utilizarlo ni una sola vez, durante seis meses, y cuando, por fin, se decidió, se dio cuenta de que no funcionaban las baterías, dejando pasar otros seis meses hasta mandarlo arreglar.

Evitaba los programas musicales, sobre todo los clásicos, y prefería las conferencias y charlas, tal vez porque encontraba agradable oír hablar sin tener que dar una respuesta. No obstante, a veces, escuchaba a las orquestas de baile, recreándose en atrapar al vuelo los distintos trozos de conversación que llegaban desde las parejas hasta el micrófono.

En una ocasión pudo oír la voz de un hombre, algo cansado, mencionando algo relativo a sus negocios, con tanta claridad como si el que hablaba se hallase ante él.

—…opino que las cuentas atrasadas nunca deben cancelarse. Yo sé que nos escribió a Glasgow…

Después sintió algo confuso, al mismo tiempo que se oía una risa femenina.

—…precisamente hoy me di de cara con él en la calle y le dije: «¡Oiga! ¡Todavía nos debe usted aquello!…» Es formidable la memoria que tengo; no lo había visto más que una vez… No, únicamente facilitamos el arsénico a los agentes de ventas…

«El Orador» creía ciegamente en la ley de las coincidencias, y por ello no quedó muy sorprendido al leer la palabra «arsénico», la mañana siguiente, en el primer informe redactado por el Jefe de Policía de Wessex, referente al caso «Fainer».

Este informe fue recibido en Scotland Yard con bastante retraso, cuando Mrs. Fainer estaba ya en la cárcel esperando la vista de la causa. «El Orador» leyó la carta con su tranquilidad habitual.


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14 págs. / 25 minutos / 162 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Brigada Móvil

Edgar Wallace


Novela


I

Lady’s Stairs era una desvencijada casa de madera que, suspendida sobre la caleta entre el río y el canal, miraba a aquél, dominándolo. Se la veía desde la esclusa, que indicaba el sitio donde terminaba el canal y comenzaba el ancho y barroso estuario.

Era una especie de hórreo ruinoso, soportado por gruesos pilotes de madera, cuya sucia fachada alguna vez, en lejano tiempo, habría sido pintada, pero que no volvió a serlo. Había adquirido un extraño y sombrío colorido, que le hubiese tornado invisible, a no ser por estar empotrado entre un gran almacén y la cúpula de una fundición. Por debajo de los cuartos principales corría la caleta, cuyas aguas, en épocas de crecida, subían hasta pocos pies del salón de Li Yoseph.

Lady’s Stairs, de donde tomaba su nombre, había desaparecido. En algún tiempo este oscuro y sucio desierto fue un agradable remanso del Támesis, y aún había señales de su pasado carácter bucólico. Stock Gardens era un barrio pobre situado paralelamente al canal. Lavender Lane y Lordhouse Road no eran menos desagradables, y donde las casas de vecindad levantaban sus feos tejados y los gritos de los niños que jugaban sonaban día y noche, aún se seguía llamando The Meadows (La Pradera).

Li Yoseph tenía costumbre de sentarse en su saloncito, observar los barcos carboneros amarrar, en marea alta, en Brands Wharf y contemplar las gabarras, remolcadas despacio hacia la esclusa. Encontraba motivo de satisfacción en que, alargando el cuello fuera de la ventana, podía ver también los grandes barcos holandeses que bajaban del río hacia el mar.

La Policía no tenía nada contra Li Yoseph. Le conocía por ser comprador de objetos robados y contrabandista, pero sin pruebas de ello, y no esperaba encontrarlas en esta necesaria visita suya de ahora, como tampoco las había encontrado en las anteriores.


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249 págs. / 7 horas, 16 minutos / 67 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

La Gente Terrible

Edgar Wallace


Novela


I

Henry el Lancero entró en el cuartelillo de policía de la calle Burton para presentar sus credenciales, pues había salido de Dartmoor el pasado lunes, después de siete años de reclusión.

Avanzó, cabizbajo, y, con expresión ceñuda en su cara amarilla, surcada de costurones, entregó su documento al sargento del puesto.

—Henry Beneford, licenciado. Vengo a presentarme…

Y entonces vio al inspector Long, el Apostador, como le llamaban; y sus ojos chispearon. Era una verdadera contrariedad que el Apostador estuviera presente. Resultó que había acudido a identificar a un ratero muy conocido.

—Muy buenas, inspector. ¿Aún vive usted, según veo?

—Vivo y muerdo —contestó jovialmente el inspector Arnold Long.

Henry el Lancero alargó su feo labio.

—Me extraña que su conciencia le deje dormir por las noches. ¡Por la astucia y la mentira, me ha hecho usted pasar siete años a la sombra!

—Y espero conseguirte en breve otros siete —repuso el Apostador, con animación—. Si de mí dependiera, Lancero, te mandaría a la cámara de la muerte, donde se lleva a otros perros locos como tú; y algo saldría ganando el mundo.

El prolongado labio superior del ex presidiario empezó a crisparse espasmódicamente. Los que le conocían sabían que ante advertencia tan ominosa lo más prudente era escapar; pero, aunque Arnold Long conocía perfectamente al Lancero, no se sintió alarmado en absoluto.

El hombre había sido, efectivamente, Lancero por espacio de dieciocho meses en el Ejército inglés; pero su carrera militar quedó cortada, a consecuencia de una paliza que propinó a un cabo, al que dejó sin conocimiento. Era un matón, un hombre sin escrúpulos y muy peligroso. Pero también el Apostador era hombre peligroso.


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223 págs. / 6 horas, 31 minutos / 72 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

El Terror

Edgar Wallace


Novela corta


Capítulo I

O’Shea estaba más trastornado que nunca, llevando así toda la noche. Zanqueaba arriba y abajo de la herbosa pendiente, murmurando entre dientes, dirigiéndose con las manos a algún invisible auditorio, celebrando con cacareos sus propias y misteriosas ocurrencias…; y de madrugada se había echado sobre el pequeño Lipski, que se había atrevido a encender un cigarrillo con desprecio de las instrucciones, y le había golpeado con salvaje brutalidad, sin que los otros dos hombres hubieran osado intervenir.

Joe Connor estaba tumbado en el suelo, masticando una brizna do hierba y observando con ojos sombríos la inquieta figura. Marks, que estaba junto a él con las piernas cruzadas, observaba también, pero había una torcida sonrisa de desprecio en sus delgados labios.

—Loco como una cabra —comentó Joe Connor en voz baja—. Si despacha esta faena sin hacernos ir a la cárcel para el resto de nuestras vidas, estaremos de suerte.

Soapy Marks se lamió los secos labios.

—Es más listo cuando está loco. —Hablaba con el refinado deje que da la cultura. Algunos decían que Soapy había estudiado para cura antes que el deseo de un modo de vivir más fácil e ilícito hiciera de él uno de los más hábiles (y posiblemente el más peligroso) delincuentes de Inglaterra—. La locura, mi querido compañero, no implica estupidez. ¿No puedes hacer que el tipo ese deje de gimotear?

Joe Connor no se levantó. Volvió los ojos en la dirección de la postrada figura de Lipski, que se quejaba y maldecía entre sollozos.

—Se le pasará —dijo con indiferencia—. Cuanto más le zurra O'Shea, más lo respeta.

Reptando, se acercó algo más a su confederado.


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85 págs. / 2 horas, 29 minutos / 113 visitas.

Publicado el 5 de noviembre de 2017 por Edu Robsy.

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