I
—Sí; hay uno, por supuesto; pero no sabréis que lo es.
La aseveración, lanzada alegremente seis meses antes en un radiante
jardín de junio, volvió a Mary Boyne con una nueva dimensión de su
significado, en la oscuridad de diciembre, mientras esperaba a que
trajesen las lámparas a la biblioteca.
Estas palabras las había pronunciado su amiga Alida Stair, cuando
tomaba el té en su jardín de Pangbourne, refiriéndose a la misma casa
cuyo «elemento» principal era la biblioteca en cuestión. A su llegada a
Inglaterra, Mary Boyne y su marido, buscando un rincón apartado en uno
de los condados del sur o el sureste, habían confiado esta misión a
Alida Stair, quien lo había resuelto perfectamente; aunque no sin que
antes hubiesen rechazado, casi caprichosamente, varias sugerencias
prácticas y prudentes que les brindó: «Bueno, está Lyng, en Dorsetshire.
Pertenece a los primos de Hugo, y podéis conseguirla por un precio de
ganga».
Las razones que dio por las que podían comprarla tan barata —estar
lejos de la estación, no tener luz eléctrica ni instalación de agua
caliente y demás necesidades vulgares—, eran exactamente las que
concurrían a favor para una pareja de románticos americanos que buscaban
perversamente aquellas gangas que se asociaban, en su tradición, con la
inusitada gracia arquitectónica.
—Jamás creeré que vivo en una casa vieja, a menos que sea
completamente incómoda —había insistido en broma Ned Boyne, el más
extravagante de los dos—; el más pequeño indicio de comodidad me haría
pensar que la había comprado en una exposición, con las piezas numeradas
y vueltas a montar.
Información texto 'Después'