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Algún cambio difícil
de precisar en el aspecto de la señora Lethbury provocó que la mirada
conyugal de su esposo, habitualmente indiferente, se demorara aquella
noche sobre ella, por encima de la mesa dispuesta para la cena.
—¡Qué atractiva te encuentro hoy! ¿Es nuevo ese vestido?
Ella le correspondió con una mirada vagamente resentida, como
ofendida por que él la juzgase capaz de incurrir en la extravagancia de
despilfarrar en un vestido sólo para él y, justo entonces, su marido
cayó en la cuenta de que el cambio que había detectado iba más allá de
la anécdota indumentaria. Un rubor sutil y amedrentado le demostró que
su esposa era, a su vez, consciente de tal cambio. Una de las ventajas
del infantilismo crónico de la señora Lethbury era que todavía se
sonrojaba con la candidez de los dieciocho años. También su cuerpo había
sido bendecido para no exceder a su mente, por lo que el uno y la otra,
pensaba Lethbury, estaban destinados a surcar juntos una eterna
adolescencia.
—No sé a qué te refieres —repuso ella.
Nunca parecía saberlo, y a su esposo no dejaba de asombrarle que
semejante respuesta sonase invariablemente igual que una renovada
crítica hacia su persona. Sin embargo, como su asombro carecía de
resentimiento, le respondió de buen talante:
—Es que estás tan deslumbrante que pensé que te habías puesto tus diamantes.
Ella suspiró y se ruborizó aún más.
—Debe de ser —continuó él— que has estado en la inauguración del taller de alguna modista. Irradias el placer de lo prohibido.
Ella volvió a mirarle perpleja, esta vez confundida por el
adjetivo. Los adjetivos de su esposo, que se le antojaban ininteligibles
y llenos de resonancias impúdicas, siempre lograban desconcertarla.
—En resumen —concluyó el señor Lethbury—, que has estado haciendo algo de lo que te avergüenzas profundamente.
Información texto 'La Misión de Jane'