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Había estado recostada
durante horas, sumida en un plácido sopor no muy diferente de la dulce
molicie que nos embarga en la quietud de un mediodía estival, cuando el
calor parece haber acallado incluso a los pájaros y a los insectos.
Mullidamente tumbada sobre flecos de hierba, dirige la mirada hacia lo
alto, por encima de la uniforme techumbre que conforman las hojas de los
arces, hacia el vasto cielo, despejado e impávido.
De cuando en cuando, a intervalos progresivamente crecientes, la
atravesaba una punzada de dolor, como un fucilazo surcando ese mismo
cielo de verano. Resultaba, sin embargo, demasiado fugaz para conseguir
sacarla de su estupor, ese estupor delicioso y abisal en el que iba
cayendo cada vez más profundamente sin oponer el menor conato de
resistencia, el más mínimo esfuerzo por aferrarse a los recesivos bordes
de la consciencia.
La resistencia y el esfuerzo tuvieron sus momentos de plenitud,
pero ahora habían cesado por completo. Su mente, hostigada desde hacía
tiempo por imágenes grotescas, por fragmentarias visiones de la vida que
llevaba últimamente, por aflictivos versos, por recurrentes
representaciones de cuadros contemplados alguna vez, por las difusas
impresiones que en ella habían dejado ríos, torres y cúpulas en el
transcurso de viajes casi olvidados… Su mente apenas reaccionaba ya a
unas escasas y primarias sensaciones de incoloro bienestar, de vaga
satisfacción al recordar que le había dado el trago definitivo a aquella
medicina fatal… y que no volvería a escuchar el chasquido de las botas
de su marido (aquellas horrendas botas), que nadie la molestaría más con
cuestiones relativas a la cena del día siguiente o a los encargos
pendientes en la tienda de ultramarinos.
Información texto 'La Plenitud de la Vida'