Hace muchos años, cierto muchacho genovés de trece años, hijo de un obrero, fué de Génova a América sólo para buscar a su madre.
Su madre había ido dos años antes a Buenos Aires, capital de la
República Argentina, para ponerse al servicio de alguna casa rica y
ganar así, en poco tiempo, algo con que levantar a la familia, la cual,
por efecto de varias desgracias, había caído en la pobreza y tenía
muchas deudas. No son pocas las mujeres animosas que hacen tan largo
viaje con aquel objeto, gracias a los buenos salarios que allí encuentra
la gente que se dedica a servir, y las cuales vuelven a su patria, al
cabo de algunos años, con algunos miles de liras. La pobre madre había
llorado lágrimas de sangre al separarse de sus hijos, uno de dieciocho
años y otro de once; pero marchó muy animada y con el corazón lleno de
esperanzas. El viaje fué feliz; apenas llegó a Buenos Aires, encontró en
seguida, por medio de un comerciante genovés, primo de su marido,
establecido allí desde hacía mucho tiempo, una excelente familia del
país, que le daba un buen salario y la trataba bien. Por algún tiempo
mantuvo con los suyos una correspondencia regular, como habían convenido
entre sí, el marido dirigía las cartas al primo, que se las entregaba a
la mujer, y ésta le daba las contestaciones para que las mandase a
Génova, escribiendo él por su parte, algunos renglones. Ganando ochenta
pesos al mes y no gastando nada en ella, mandaba a su casa cada tres
meses una buena suma, con la cual el marido, que era muy hombre de bien,
iba pagando poco a poco las deudas más urgentes y adquiriendo así buena
reputación. Entretanto trabajaba y estaba contento de lo que hacía y
lisonjeado con la esperanza de que la mujer volvería dentro de poco,
porque la casa parecía que estaba sin sombra con su falta, y el hijo
menor, principalmente, que quería mucho a su madre, se entristecía y no
podía resignarse a su ausencia.
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