Textos más populares esta semana de Eduardo Acevedo Díaz publicados por Edu Robsy disponibles | pág. 2

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autor: Eduardo Acevedo Díaz editor: Edu Robsy textos disponibles


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Grito de Gloria

Eduardo Acevedo Díaz


Novela


Capítulo 1

Las campañas antes tan hermosas, rebosantes de vida, estaban ahora mustias, llenas de desolación profunda. Creeríase que un ciclón inmenso las hubiese devastado de norte a sur y del este al occidente, sepultando hasta el último rebaño bajo las ruinas del desastre.

Soplaba como un viento asolador sobre los campos; la grande propiedad parecía aniquilada. No se veían ya numerosos los ganados agrupados en los valles o en las faldas de las sierras.

En su mayor parte las viviendas estaban sin moradores, saqueadas, en escombros, y en estas «taperas» crecía la yerba salvaje hasta ocultar los picachos del lodo seco. ¿Para qué hombres y perros pastores? En la tierra conquistada había concluido, la labor libre y muerto toda industria. Sus hijos, ya exánimes los unos, los otros errantes, habían agotado en lucha tenaz, todo el caudal de su esfuerzo bravío.

El desaliento cundía a modo de vaho asfixiante de uno a otro confín; no se elevaban cabezas altivas, ni brazos poderosos, ni gritos terribles de combate, allí donde durante nueve años se habían chocado múltiples ejércitos y consagrádose a hierro y fuego la aspiración constante de libertad.

Los nuevos dueños del país allanaban las propiedades y se repartían los frutos. Acompañábales la sed insaciable de riquezas que se apodera de los fuertes en pos de fáciles victorias y extendían la garra con la brutalidad de la bestia cebada. Ninguna barrera podía detenerlos. Dineros, bienes, honras, vidas, todo era barrido por la ola de la conquista.

En los primeros días, a través de las cuchillas, a lo largo de los caminos, en lo hondo de los valles, un ruido pavoroso, cada vez en aumento, un mugido extenso, continuó, siniestro, formado por infinitos ecos, llenaba de aflicción los pagos.


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301 págs. / 8 horas, 48 minutos / 196 visitas.

Publicado el 17 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Noche Toledana

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Junto a la puerta de los leones, y cuando ya había cesado el órgano la envelada, que en la diestra traía un pequeño álbum para enseñarme los sitios en que el drama se desarrolló y tuvo su fin, dio comienzo su relato de un modo vivaz y lleno de colorido, que yo condenso casi en la forma en que lo escribiera más de un cronista, excepción hecha del episodio más novelesco.

El hijo de Yusuf, Amrrú, tenía celos y envidia del noble Adhelar, vencedor en justas y en lides de amor. La bella Elmira era su pasión africada; pero Elmira adoraba a Adhelar, para quien sus manos tejían lauros en su carmen, vecinos a los encantados palacios de Galiana.

El joven adalid recorría por las tardes el camino empinado que lleva al barrio de Montichel, donde los judíos moraban, y era su deleite detener el paso de su caballo negro frente al ajimez de la torre en que asomaba la doncella su cabeza fascinante.

¡Cuántas veces escaló el muro y llegó hasta ella para renovar sus juramentos y oír sus promesas de nunca serle infiel! Pero el tirano vigilaba lleno de lascivia y de odio. La amenaza contra padre y hermanos, y contra su dicha tan fervorosamente acariciada, pendía en forma de yatagán fatídico.

Mas cuando Edelmira tenía delante de sus ojos a Adhelar gallardo y brioso, daba suelta a las esperanzas y ensueños tan grandes y queridos que escondía en el fondo de su corazón. Aquellos momentos tan dulces de contemplaciones hechiceras, compensaban bien sus horas de reclusión y soledad. Lo veía, le expresaba con el brillo de sus luceros lo que por él sentía, y sólo con él soñaba que él era su dueño y señor, y Amrrú, un verdugo con cetro, perverso y vengativo.

Ha más de once siglos que esto ocurría.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 38 visitas.

Publicado el 9 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

El Grito de Asencio

Eduardo Acevedo Díaz


Crónica


Lucían las últimas estrellas en un cielo límpido y tranquilo, y comenzaba el alba a tender sus blanquecinos velos en el horizonte con sus orlas de rosas pálidas, cuando un movimiento acompañado de confusos rumores se operó alrededor de las «casas».

Los hombres montaban a caballo, entre chasquidos de rebenques, fragor de armas, escarceos de piafadores redomones y choques de ginetes que buscaban entrar en las filas en orden de marcha, a un flanco de la enramada.

La voz de Pedro José Viera retumbaba atronadora a la cabeza de la columna hablando de libertad o independencia. y un grito formidable lanzado por cien bocas respondía a su corta y viril arenga, entre los brincos y bufidos de los potros alborotados por la espuela y el vocerío

Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y viejas, oprimiéndose entre sí, estrujándose y haciendo al fin compacto pelotón en torno del Ombú, arrebujadas apenas algunas de ellas y todas con las cabelleras sueltas desencajadas, temblorosas, escudriñando los detalles del cuadro que se ofrecía a su vista.

¡Parecia soplar un viento de tormenta!

Las medias tintas crespusculares cedían su puesto a los resplandores de la aurora, que esparcía por campos y bosques su luz suave y tibia.

La columna negra no se había aún movido: las lanzas en alto se agitaban nerviosas en pintoresca confusión de moharras, medias-lunas, tijeras, clavos y banderolas; los trabucos enmohecidos, las tercerolas inservibles, las pistolas sin baquetas, los sables viejos, las dagas de canales, las bolas retobadas con piel de

lagarto de los zambos, las plas toscas de los «tapes», todo se movía y levantaba con los brazos robustos para jurar la guerra al opresor.

Los instintos guerreros bramaban iracundos en aquella gran manada de pumas.


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Dominio público
1 pág. / 2 minutos / 28 visitas.

Publicado el 11 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Aurora Sin Luz

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Siempre andaba entre los arbustos de arazá, con su cabellera negra al descuido y sus grandes ojos tristes, que al fijarse detenían al transeúnte, como dos luces misteriosas. Era la asidua compañera de la libélula y del tordo, en la zona del despoblado y hierbas duras. Todos cuantos pasaban contemplando con lástima a la pobre Aurora, porque ella miraba, pero no veía. La conducía siempre de la mano Joaquín, su hermano pequeño. En sus hermosos ojos reinaba una noche profunda, la que existe en el boquerón austral del firmamento. ¡Y cuánta ternura en el fondo de aquellos dos abismos formados con la gota serena! Nerviosa y pálida, llena de esos reflejos que da al rostro la temprana juventud, aunque el pesar lacere el seno, había ganado en el sentido del tacto mucho de lo perdido en el otro; y ya en el campo solía desprenderse de su hermanito y caminar a solas, tanteando el suelo con una varilla de junco.

Yo conocí aquella linda Dea silvestre, de cuerpo gentil, pie menudo, manos delgadas y boca encendida, ornada con un bocito semejante a la pelusilla de una fruta deliciosa.

Cuando inclinaba sus ojos al suelo y quedaba como embebida en una cavilación, recordaba a esas vírgenes de los cuadros maestros en actitud de orar, con el cabello en bandas y los labios entreabiertos, lo bastante para dar salida a los soplos íntimos del alma.

Tenía la voz dulce, a modo de ruego. Parecía adivinar en los pasos, en los murmullos, en los rumores más lejanos, quien se aproximaba, hablaba o reía. Escuchaba con unción el canto de los pájaros, especialmente el del zorzal o la calandria. Y así que terminaban sus seductores himnos al abrir de la mañana o al fulgor de las estrellas, permitíase modular a su vez algún aire sencillo, de aquellos que le había enseñado al son de la guitarra su amado Plácido, el gallardo mancebo, antes de irse a la guerra.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 20 visitas.

Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Date Lilia...

Eduardo Acevedo Díaz


Cuento


Faltaban el chambergo con pluma de águila, la espada de temple fino y gavilanes, el espolín del caballero; y también la fila de casas austeras y silenciosas, la lamparilla frente a una imagen, y la cabeza encantadora y romántica de una heroína en la ojiva del torreón.

No era la escena en una calle de Toledo.

El teatro era distinto.

En cambio, dibujábanse algunas ruinas en lo más alto de la loma, parecidas a gigantes en cuclillas al pálido fulgor de las estrellas; alzábase de la soledad agreste ese vaho de tierra que el rocío genera en las profundas noches estivales, a modo de tenue gasa blanca que encubriese los misterios del campo; y de allá, del fondo de los bosques, salían confusas notas y plañidos, ecos tal vez de odios y de amores.

En un albergue de totoras, que un ombú amparaba con su ramaje espeso, distante algunos metros de las ruinas, se velaba a una niña moribunda.

La madre junto al mísero lecho, atenta al penoso sueño, mostraba su faz rugosa y el párpado duro a la luz de una bujía de cera ordinaria. No gemía; pero en su mismo silencio se notaba la intensa opresión de ese dolor que en la edad madura se manifiesta más cruel, después de haberse anegado juventud y esperanzas en un millón de lágrimas.

¡El dolor que hace muecas en la piel curtida, y estruja a ratos el corazón cansado!

La bujía alumbraba las facciones casi lívidas de la pequeña consumida por la fiebre, a la vez que una tosca lámina coloreada de una santa pegada a la negra pared del fondo. También contemplaba a intervalos esta imagen la pobre mujer, con una expresión de fervor y de humildad infinita.

Acaso aguardaba el ayuda extra-humano, de que habla el tierno cantar español:


Cuando estaba en la agonía, bajó la virgen del Carmen y me dijo: no la yores que yo también soy su mare!


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 19 visitas.

Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

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