Sin Lápida...
Eduardo Acevedo Díaz
Cuento
En lo alto de la loma, estaba el cementerio de piedra, con partes de su muro derruidas. Varias cruces de hierro y de madera rústica sobresalían de los escombros, rodeadas de cardos y cicutas. Dos o tres túmulos en forma de templetes, con sus puertas ya sin verjas, alzándose entre esos símbolos y esas hierbas, enseñaban a trozos desnudo el ladrillo, y en las grietas, ramajes de gramilla y musgo. Un féretro viejo, con míseros despojos, sin tapa, se veía casi volcado junto a la entrada. Más allá, en húmedo rincón, el ataúd de una criatura, forrado en coco azul. Tenía encima una mata de claveles del aire muy blancos y apenas abiertos. En derredor, clavados en tierra, había hasta una docena de cabos de bujías, que ardieron sin duda toda la noche.
Era muy honda allí la soledad. En aquel vivero de ofidios, se respiraba aire extraño de osamenta y pasto verde. El sol derramaba intensa su claridad sobre tanta miseria, calentando por igual tierra, huesos y reptiles.
El campo estaba desierto y silencioso; sólo a lo lejos, en medio de secos cardizales, algunas gamas dispersas asomaban sus finas cabezas dominando los penachos violáceos, como atentas a una banda de ñandúes que giraban encelados con el alón tendido.
Cuando el pobre convoy llegó al sitio, serían las dos de la tarde. Se componía de cinco hombres y dos mujeres. El cajón era de pino blanco, con una cruz de lienzo del mismo color en la cabecera.
Había salido de los ranchos negros, que desde allí aparecían como hundidos en el fondo del valle, a modo de enormes hormigueros circuidos de saúcos.
Pusieron el ataúd en el suelo los conductores, y respiraron con fuerza, enjugándose los rostros con los pañuelos que traían anudados al pescuezo.
Las mujeres, una ya anciana, la otra niña todavía, se sentaron llorando en las piedras desprendidas del muro.
—Ya estamos, —dijo la primera—. ¡Cuánto cuesta llegar aquí!...
Dominio público
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Publicado el 8 de agosto de 2024 por Edu Robsy.