En lo alto de la loma, estaba el cementerio de piedra, con partes de
su muro derruidas. Varias cruces de hierro y de madera rústica
sobresalían de los escombros, rodeadas de cardos y cicutas. Dos o tres
túmulos en forma de templetes, con sus puertas ya sin verjas, alzándose
entre esos símbolos y esas hierbas, enseñaban a trozos desnudo el
ladrillo, y en las grietas, ramajes de gramilla y musgo. Un féretro
viejo, con míseros despojos, sin tapa, se veía casi volcado junto a la
entrada. Más allá, en húmedo rincón, el ataúd de una criatura, forrado
en coco azul. Tenía encima una mata de claveles del aire muy blancos y
apenas abiertos. En derredor, clavados en tierra, había hasta una docena
de cabos de bujías, que ardieron sin duda toda la noche.
Era muy honda allí la soledad. En aquel vivero de ofidios, se
respiraba aire extraño de osamenta y pasto verde. El sol derramaba
intensa su claridad sobre tanta miseria, calentando por igual tierra,
huesos y reptiles.
El campo estaba desierto y silencioso; sólo a lo lejos, en medio de
secos cardizales, algunas gamas dispersas asomaban sus finas cabezas
dominando los penachos violáceos, como atentas a una banda de ñandúes
que giraban encelados con el alón tendido.
Cuando el pobre convoy llegó al sitio, serían las dos de la tarde. Se
componía de cinco hombres y dos mujeres. El cajón era de pino blanco,
con una cruz de lienzo del mismo color en la cabecera.
Había salido de los ranchos negros, que desde allí aparecían como
hundidos en el fondo del valle, a modo de enormes hormigueros circuidos
de saúcos.
Pusieron el ataúd en el suelo los conductores, y respiraron con
fuerza, enjugándose los rostros con los pañuelos que traían anudados al
pescuezo.
Las mujeres, una ya anciana, la otra niña todavía, se sentaron llorando en las piedras desprendidas del muro.
—Ya estamos, —dijo la primera—. ¡Cuánto cuesta llegar aquí!...
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