I
Era después del desastre del Catalán, más de setenta años hace.
Un tenue resplandor en el horizonte quedaba apenas de la luz del día.
La marcha había sido dura, sin descanso.
Por las narices de los caballos sudorosos escapaban haces de vapores,
y se hundían y dilataban alternativamente sus ijares como si fuera poco
todo el aire para calmar el ansia de los pulmones.
Algunos de estos generosos brutos presentaban heridas anchas en los
cuellos y pechos, que eran desgarraduras hechas por la lanza o el sable.
En los colgajos de piel había salpicado el lodo de los arroyos y pantanos, estancando la sangre.
Parecían jamelgos de lidia, embestidos y maltratados por los toros.
Dos o tres cargaban con un hombre a grupas, además de los jinetes,
enseñando en los cuartos uno que otro surco rojizo, especie de líneas
trazadas por un látigo de acero, que eran huellas recientes de las balas
recibidas en la fuga.
Otros tantos, parecían ya desplomarse bajo el peso de su carga, e
íbanse quedando a retaguardia con las cabezas gachas, insensibles a la
espuela.
Viendo esto el sargento Sanabria gritó con voz pujante:
-¡Alto!
El destacamento se paró.
Se componía de quince hombres y dos mujeres; hombres fornidos,
cabelludos, taciturnos y bravíos; mujeres-dragones de vincha, sable
corvo y pie desnudo.
Dos grandes mastines con las colas barrosas y las lenguas colgantes,
hipaban bajo el vientre de los caballos, puestos los ojos en el paisaje
oscuro y siniestro del fondo de donde venían, cual si sintiesen todavía
el calor de la pólvora y el clamoreo de guerra.
Allí cerca, al frente, percibíase una "tapera" entre las sombras. Dos
paredes de barro batido sobre "tacuaras" horizontales, agujereadas y en
parte derruidas; las testeras, como el techo, habían desaparecido.
Leer / Descargar texto 'El Combate de la Tapera'