Lucían las últimas estrellas en un cielo límpido y tranquilo, y
comenzaba el alba a tender sus blanquecinos velos en el horizonte con
sus orlas de rosas pálidas, cuando un movimiento acompañado de confusos
rumores se operó alrededor de las «casas».
Los hombres montaban a caballo, entre chasquidos de rebenques, fragor
de armas, escarceos de piafadores redomones y choques de ginetes que
buscaban entrar en las filas en orden de marcha, a un flanco de la
enramada.
La voz de Pedro José Viera retumbaba atronadora a la cabeza de la
columna hablando de libertad o independencia. y un grito formidable
lanzado por cien bocas respondía a su corta y viril arenga, entre los
brincos y bufidos de los potros alborotados por la espuela y el vocerío
Las mujeres se lanzaron fuera, mozas y viejas, oprimiéndose entre sí,
estrujándose y haciendo al fin compacto pelotón en torno del Ombú,
arrebujadas apenas algunas de ellas y todas con las cabelleras sueltas
desencajadas, temblorosas, escudriñando los detalles del cuadro que se
ofrecía a su vista.
¡Parecia soplar un viento de tormenta!
Las medias tintas crespusculares cedían su puesto a los resplandores
de la aurora, que esparcía por campos y bosques su luz suave y tibia.
La columna negra no se había aún movido: las lanzas en alto se
agitaban nerviosas en pintoresca confusión de moharras, medias-lunas,
tijeras, clavos y banderolas; los trabucos enmohecidos, las tercerolas
inservibles, las pistolas sin baquetas, los sables viejos, las dagas de
canales, las bolas retobadas con piel de
lagarto de los zambos, las plas toscas de los «tapes», todo se movía y
levantaba con los brazos robustos para jurar la guerra al opresor.
Los instintos guerreros bramaban iracundos en aquella gran manada de pumas.
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