LA CITA
I
Tras un largo mirar interrogante, lleno de conmiseración maternal, la
actriz añadió:
—¡Ay, Ricardo!... ¿Por qué serás así? ¿Por qué no resignarte y hallar
alegría en lo que tienes? ¿Por qué lo ajeno te admira, y lo tuyo, que á
más de un descontentadizo haría dichoso, sólo te inspira hastío y
desdén?...
Calló, y su voz débil, en la que hubo, juntamente con un desesperado
anhelo de persuasión, la seguridad íntima de no conseguir nada, fué
suplicante como el gesto de una mano mendiga.
Ricardo Villarroya adoptó en la butaquita donde estaba sentado una
actitud más cómoda. Lanzó un suspiro. Sus cejas fuertes se arquearon
sentimentales bajo la frente descollada y alta.
—¿Qué quieres?—dijo—, uno es... como nació. En medio de nuestras
inconsecuencias aparentes, todos somos perenne y fatalmente esclavos de
nosotros mismos. Lo disparatado obedece á leyes precisas; la existencia
más aventurera, más incongruente, más copiosa en funambulescos
altibajos, es ordenada como el vivir del campesino que jamás rebasó los
horizontes avaros de su lugar. Lo raro no existe; lo raro, mi pobre
Fuensanta, es la palabra con que enmascaramos lo que no sabemos, la
explicación frívola de las concatenaciones ocultas que no adivinamos.
Todo tiene su por qué; los mismos locos son, á su modo, discretos; el
Destino es un tratado de lógica...
—¿Por lo visto, renuncias al propósito de redimirte?
—Completamente; soy un incurable.
Había cruzado una pierna sobre otra y bajó la cabeza, complaciéndose
distraídamente en aplastar la ceniza de su cigarro contra la suela de su
bota de charol; sus ojos se apagaron, las comisuras de sus labios
descaecieron sin ilusión tras las guías viriles del bigote, y una
intensa expresión de melancolía nubó su frente, envejecida
prematuramente por el trabajo.
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