I. El amanecer de un día de fiesta
Permitan comenzar con ese viejo galimatías infantil. En un país
había un condado, y en el condado había un pueblo, y en el pueblo había
una casa, y en la casa una habitación, y en la habitación había una
cama, y en la cama estaba echada una niña; completamente despierta y con
ganas de levantarse, pero no se atrevía a hacerlo por temor al poder
invisible de la habitación de al lado: una tal Betty, cuyo sueño no
debía perturbarse hasta que dieran las seis, momento en que se
levantaría «como si le hubieran dado cuerda» y se encargaría de
alborotar la paz de aquella casa. Era una mañana de junio y, aunque era
muy temprano, el dormitorio estaba lleno de sol, de luz, de calor.
Sobre la cajonera que había delante de la pequeña cama con cubierta
de bombasí blanco que ocupaba Molly Gibson, se veía una especie de
perchero primitivo para capotas, del que colgaba una meticulosamente
protegida del polvo por un gran pañuelo de algodón, de una textura tan
tupida y resistente que, si lo que había debajo hubiese sido un fino
tejido de gasa, encaje y flores, habría quedado «hecho un zarrio» (por
utilizar una de las expresiones de Betty). Pero el gorro era de dura
paja, y su único adorno era una sencilla cinta blanca colocada sobre la
copa, atada en un lazo. Sin embargo, había una pequeña tela encañonada
en el interior, cuyos pliegues Molly conocía a la perfección, pues
¿acaso no los había hecho ella la noche antes con grandes esfuerzos? ¿Y
no había un lacillo azul en esa tela, que superaba en elegancia a todos
los que Molly había llevado hasta ahora?
Información texto 'Hijas y Esposas'