Textos de Émile Zola etiquetados como Cuento | pág. 2

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autor: Émile Zola etiqueta: Cuento


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Los Hombros de la Marquesa

Émile Zola


Cuento


I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.

—¿La señora ha llamado?

—Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

—¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

—¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

—¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Las Fresas

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

—Vamos, Ninette, —grité alegremente— ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.

II

¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño.


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Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Ayuno

Émile Zola


Cuento


I

Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla de los Santos Ángeles.

Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes. Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia.

La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada. Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió, con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un cabeceo de satisfacción.

A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.

II

Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba:


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Publicado el 21 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Angeline o la Casa Encantada

Émile Zola


Cuento


I

Hace cerca de dos años, iba en bicicleta por un camino desierto del lado de Orgeval, más allá de Poissy, cuando la brusca aparición de una vivienda a orillas del camino me sorprendió de tal forma que salté de la bicicleta para contemplarla mejor. Se trataba, bajo el cielo gris de noviembre y el viento frío que barría las hojas secas, de una casa de ladrillo sin gran personalidad, en medio de un vasto jardín plantado de árboles viejos. Pero lo que la hacía extraordinaria, con una rareza arisca que oprimía el corazón, era el horrible abandono en el que se encontraba. Y como un batiente de la reja estaba arrancado, como un enorme rótulo, desteñido por la lluvia, anunciaba que la propiedad estaba en venta, entré en el jardín, cediendo a una curiosidad mezclada de angustia y malestar.


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12 págs. / 22 minutos / 196 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

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