I
Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un
soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta.
El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón
hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas
altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de
lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los
jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.
—Vamos, Ninette, —grité alegremente— ponte el sombrero… Nos vamos al campo.
Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy
meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos
encontrábamos en los bosques de Verrières.
II
¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos
sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede
caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios
buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de
las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las
grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina
sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay
caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es
obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras
impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.
Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de
sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi
hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas
de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los
grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la
savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser
niño.
Información texto 'Las Fresas'