Textos más vistos de Émile Zola | pág. 3

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autor: Émile Zola


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Angeline o la Casa Encantada

Émile Zola


Cuento


I

Hace cerca de dos años, iba en bicicleta por un camino desierto del lado de Orgeval, más allá de Poissy, cuando la brusca aparición de una vivienda a orillas del camino me sorprendió de tal forma que salté de la bicicleta para contemplarla mejor. Se trataba, bajo el cielo gris de noviembre y el viento frío que barría las hojas secas, de una casa de ladrillo sin gran personalidad, en medio de un vasto jardín plantado de árboles viejos. Pero lo que la hacía extraordinaria, con una rareza arisca que oprimía el corazón, era el horrible abandono en el que se encontraba. Y como un batiente de la reja estaba arrancado, como un enorme rótulo, desteñido por la lluvia, anunciaba que la propiedad estaba en venta, entré en el jardín, cediendo a una curiosidad mezclada de angustia y malestar.


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12 págs. / 22 minutos / 219 visitas.

Publicado el 20 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

El Arte de Morir

Émile Zola


Cuento


I

El conde de Verteuil tiene cincuenta y cinco años. Pertenece a una de las familias más ilustres de Francia y posee una gran fortuna. Mal avenido con el gobierno, siempre ha buscado todo tipo de ocupaciones, aportando artículos a revistas científicas, lo que le ha valido una plaza en la Academia de las ciencias morales y políticas, se ha dedicado a los negocios, apasionándose sucesivamente por la agricultura, la ganadería y las bellas artes. Incluso, durante un corto periodo de tiempo, ha sido diputado, distinguiéndose por su oposición recalcitrante al gobierno.

La condesa Mathilde de Verteuil tiene cuarenta y cinco años. Aún se la cita como la rubia más adorable de París. La edad parece haber blanqueado su piel. Siempre fue un tanto delgada; ahora, al madurar, sus hombros han adquirido la redondez de una fruta sedosa. Nunca ha sido tan hermosa como ahora. Cuando aparece en un salón, con sus cabellos dorados derramándose por el satén de su pecho, parece que se produce el amanecer de un astro; las muchachas de veinte años la envidian.

La vida en pareja del conde y de la condesa es uno de esos asuntos de los que no se habla. Se casaron como se casan a menudo en su mundo. Incluso se asegura que durante seis años vivieron muy bien juntos. En esa época tuvieron un hijo, Roger, que ahora es teniente, y una hija, Blanche, a la que han casado el año pasado con Monsieur de Bussac, relator. Siguen conviviendo por sus hijos. Aunque hace años que se han separado, han quedado como buenos amigos, aunque en el fondo siempre movidos por el egoísmo. Se consultan las decisiones; en público, siempre se presentan como la pareja perfecta; pero luego cada uno se encierra en su habitación, donde reciben a sus amigos íntimos a su libre albedrío.


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36 págs. / 1 hora, 3 minutos / 175 visitas.

Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

El Capitán Burle

Émile Zola


Cuento


I

Ya eran las nueve. La pequeña ciudad de Vauchamp acababa de meterse en la cama, muda y oscura, bajo la glacial lluvia de noviembre. En la calle de Récollets, una de las más estrechas y menos transitadas del barrio de Saint-Jean, una ventana seguía iluminada, en el tercer piso de una vieja casa, cuyos desvencijados canalones dejaban caer torrentes de agua. Madame Burle velaba junto a un endeble fuego de tocones de viña, mientras su nieto Charles hacía los deberes bajo la pálida claridad de una lámpara.

El apartamento, alquilado por ciento sesenta francos al año, se componía de cuatro enormes habitaciones que nunca lograban calentar en invierno. Madame Burle ocupaba la más amplia; su hijo, el capitán-tesorero Burle, había elegido la habitación que daba a la calle, cerca del comedor; y el pequeño Charles, con su catre de hierro, se perdía al fondo de un inmenso salón cubierto de mohosas tapicerías que ya no se utilizaba como tal. Los escasos enseres del capitán y de su madre, muebles estilo Imperio de caoba maciza, abollados y con los apliques de cobre arrancados tras los continuos cambios de guarnición, desaparecían bajo la alta techumbre de la cual se desprendía como una fina oscuridad pulverizada. Las baldosas, pintadas de un rojo frío y duro, helaban los pies. Entre las sillas tan sólo había pequeñas alfombrillas raídas, tan desgastadas que tiritaban en medio de ese desierto barrido por todos los vientos, que se filtraban por las puertas y las ventanas dislocadas.


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38 págs. / 1 hora, 7 minutos / 85 visitas.

Publicado el 23 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Fortuna de los Rougon

Émile Zola


Novela


Prólogo

Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, en un primer vistazo, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad.

Trataré de encontrar y de seguir, resolviendo la doble cuestión de los temperamentos y el medio, el hilo que conduce matemáticamente de un hombre a otro hombre. Y cuando tenga todos los hilos, cuando esté entre mis manos todo un grupo social, mostraré a ese grupo en acción, como actor de una época histórica, lo crearé actuando en la complejidad de sus esfuerzos, analizaré a la vez la suma de voluntad de cada uno de sus miembros y el impulso general del conjunto.

Los Rougon-Macquart, el grupo, la familia que me propongo estudiar, se caracteriza por el desbordamiento de los apetitos, la amplia agitación de nuestra época, que se abalanza sobre los placeres. Fisiológicamente, son la lenta sucesión de los accidentes nerviosos y sanguíneos que se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesión orgánica, y que determinan, según el medio, en cada uno de los individuos de esa raza, los deseos, las pasiones, todas las manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos productos adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios. Históricamente, salen del pueblo, irradian por toda la sociedad contemporánea, ascienden a todas las posiciones, gracias a ese impulso esencialmente moderno que reciben las clases bajas en marcha a través del cuerpo social, y narran así el Segundo Imperio, con ayuda de sus dramas individuales, desde la celada del golpe de Estado hasta la traición de Sedán.


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373 págs. / 10 horas, 52 minutos / 280 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

La Obra

Émile Zola


Novela


I

Claude pasaba por delante del Ayuntamiento, y daban las dos en el reloj, cuando estalló la tormenta. Había perdido la noción del tiempo mientras vagabundeaba por Les Halles, durante aquella noche abrasadora de julio, como el buen artista que gusta de pasear ociosamente, enamorado del París nocturno. De pronto se puso a llover a cántaros y echó a correr, a trotar desmadejado y como loco, a lo largo del quai de la Grève. Pero, en el Pont Louis-Philippe, se detuvo, irritado por sus resoplidos: aquel miedo al agua le parecía una estupidez; y, en las densas tinieblas, bajo el azote del chaparrón que inundaba los mecheros de gas, atravesó lentamente el puente con las manos bailándole.

Por lo demás, sólo le quedaban a Claude unos pocos pasos para llegar. Cuando torcía hacia el quai de Bourbon, en la Île Saint-Louis, un vivo relámpago iluminó la recta y uniforme hilera de los viejos palacetes alineados delante del Sena, al borde de la estrecha calzada. A su fulgor relumbraron los cristales de las altas ventanas sin persianas, y pudo verse el marcado aspecto triste de las antiguas fachadas con muy nítidos detalles: un balcón de piedra, un barandal de terraza y la guirnalda esculpida de un frontón. Era allí donde el pintor tenía su estudio, en el altillo del antiguo palacete de Martoy, esquina a la rue de la Femme-sans-Tête. El muelle apenas entrevisto quedó inmediatamente sumido de nuevo en las tinieblas y un formidable trueno hizo retemblar el barrio dormido.


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446 págs. / 13 horas / 157 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Caracolas de Monsieur Chabre

Émile Zola


Cuento


I

La gran pena de Monsieur Chabre era no tener hijos. Se había casado con una Catinot, de la familia Desvignes et Catinot, con la rubia Estelle, hermosa muchacha de dieciocho primaveras. Llevaba cuatro años buscando descendencia, ansioso, consternado, herido en su amor propio por la inutilidad del esfuerzo.

Monsieur Chabre era un comerciante de grano ya retirado. Había amasado una bonita fortuna. Aun habiendo llevado una vida contenida y austera de burgués obsesionado con hacerse millonario, a sus cuarenta y cinco años se arrastraba ya como un anciano. Su rostro macilento, desgastado por las preocupaciones comerciales, era tan anodino y banal como un mostrador. Se desesperaba, pues un hombre que ha ganado unas rentas de cuarenta y cinco mil francos tiene, qué duda cabe, todo el derecho del mundo a extrañarse de que resulte más difícil ser padre que ser rico.

La linda Madame Chabre tenía entonces veintidós años. Era encantadora, con su tez de melocotón maduro y sus cabellos dorados como un sol derramándose por la nuca. Sus ojos verdiazulados parecían balsas de agua tan serenas como perturbadoras. Cuando su marido se lamentaba de la esterilidad de su unión, ella estiraba su flexible abdomen, acentuando aún más sus turgentes caderas y pechos; la sonrisa que arqueaba levemente sus labios decía claramente: «¿Acaso es culpa mía?». En sus círculos de relaciones, Madame Chabre era considerada una persona con una educación impecable y una reputación sin mácula, moderadamente devota y bien disciplinada en los buenos hábitos burgueses por una madre inflexible. Tan sólo las finas aletas de su blanca naricita delataban a veces unas palpitaciones estremecidas que hubieran puesto en alerta a cualquier otro marido.


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37 págs. / 1 hora, 5 minutos / 90 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

Las Fresas

Émile Zola


Cuento


I

Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

—Vamos, Ninette, —grité alegremente— ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó su arreglo personal en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.

II

¡Qué discretos bosques, y cuántos enamorados no han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los sotos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin más peligro que el de ser vistos por las muscarias de las breñas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas, el suelo está cubierto de una alfombra de hierba fina sobre la que el sol, agujereando los ramajes, arroja tejos de oro. Hay caminos hundidos, senderos estrechos muy sombríos, en los que es obligatorio apretarse uno contra el otro. Hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del soto uno vuelve a ser niño.


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2 págs. / 5 minutos / 179 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Los Hombros de la Marquesa

Émile Zola


Cuento


I

La marquesa duerme en su gran lecho, bajo el ancho dosel de satén amarillo. A las doce, al escuchar el sonido claro del reloj de pared, se decide a abrir los ojos. La habitación está tibia. Las alfombras, las colgaduras de puertas y ventanas la convierten en un nido mullido donde el frío no penetra. Fluyen calores y olores. Allí reina una eterna primavera. Y, tan pronto como está bien despierta, la marquesa parece víctima de una súbita ansiedad. Retira las mantas y llama a Julie.

—¿La señora ha llamado?

—Dígame, ¿ha subido la temperatura?

¡Oh! ¡la buena marquesa! ¡Con qué emocionada voz ha preguntado! Su primer pensamiento es para aquel terrible frío, aquel viento del norte que ella no nota, pero que tan cruelmente debe soplar en los tugurios de los pobres. Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede estar caliente sin sentir remordimientos, sin pensar en todos los que tiritan.

—¿Ha subido la temperatura?

La doncella le ofrece el salto de cama que acaba de calentar junto a un gran fuego.

—¡Oh! no, señora, no ha subido la temperatura. Al contrario, está helando con mayor intensidad. Acaban de encontrar a un hombre muerto de frío en un ómnibus.

La marquesa se deja llevar por una alegría infantil; aplaude y grita:

—¡Ah! ¡estupendo! Entonces esta tarde iré a patinar.

II

Julie recorre las cortinas, suavemente, para que la brusca claridad no hiera la delicada vista de la deliciosa marquesa. El reflejo azulado de la nieve inunda el dormitorio de una luz alegre. El cielo está gris, pero de un gris tan bonito que a la marquesa le recuerda el vestido de seda gris perla que llevaba la víspera en el baile del ministerio. El vestido estaba adornado con blondas blancas, semejantes a los ribetes de nieve que ve al borde de los tejados, sobre la palidez del cielo.


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3 págs. / 5 minutos / 119 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Mi Vecino Jacques

Émile Zola


Cuento


I

Yo vivía entonces en la calle Gracieuse, en la buhardilla de mis veinte años. La calle Gracieuse es una calleja escarpada que baja de la colina Saint—Victor, por detrás del Jardin des Plantes. Subía las dos plantas —las casas son bajas en esa zona— ayudándome con una cuerda para no resbalar en los escalones desgastados y llegaba así a mi tugurio en la más completa oscuridad. El cuarto, grande y frío, tenía la desnudez y la claridad amarillenta de una tumba. Tuve no obstante días alegres en medio de aquella sombra, días en los que mi corazón emitía destellos.

Además, me llegaban risas de niña de la buhardilla de al lado, que estaba ocupada por una familia, padre, madre y una niña de siete u ocho años. El padre tenía un aspecto anguloso, con la cabeza plantada de través entre dos hombros puntiagudos. Su rostro huesudo era pálido, con unos gruesos ojos negros por debajo de unas cejas anchas. Aquel hombre, en medio de aquel rostro lúgubre, conservaba no obstante una agradable sonrisa tímida; habríase dicho un niño grande de cincuenta años que se turbaba, se ruborizaba como una chica. Buscaba la sombra, se deslizaba a lo largo de los muros con la humildad de un presidiario indultado. Unos cuantos saludos intercambiados lo habían convertido en un amigo. Me agradaba aquella cara extraña, repleta de una bondad inquieta. Poco a poco, habíamos llegado a darnos la mano.

II

Al cabo de seis meses, ignoraba aún el oficio que permitía vivir a mi vecino Jacques y a su familia. Él hablaba poco. Por pura curiosidad, le había preguntado al respecto a su mujer en dos o tres ocasiones, pero sólo había logrado sacarle respuestas evasivas, pronunciadas con vergüenza.


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4 págs. / 7 minutos / 543 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2016 por Edu Robsy.

Nana

Émile Zola


Novela


Capítulo I

A las nueve, la sala del teatro Varietés aún estaba vacía. Algunas personas esperaban en el anfiteatro y en el patio de butacas, perdidas entre los sillones de terciopelo granate y a la media luz de las candilejas. Una sombra velaba la gran mancha roja del telón; no se oía ningún rumor en el escenario, la pasarela estaba apagada y desordenados los atriles de los músicos. Sólo arriba, en el tercer piso, alrededor de la rotonda del techo, en el que las ninfas y los amorcillos desnudos revoloteaban en un cielo verdeado por el gas, se escuchaban voces y carcajadas en medio de un continuo alboroto, y se veían cabezas tocadas con gorras y con sombreros, apiñadas bajo las amplias galerías encuadradas en oro. En un momento dado apareció una diligente acomodadora con dos entradas en la mano y guiando a un caballero y a una dama a la butaca que les correspondía; el hombre, de frac y la mujer, flaca y encorvada, mirando lentamente alrededor.

Dos jóvenes aparecieron en las filas de orquesta. Se quedaron en pie observando.

—¿Qué te decía, Héctor? —exclamó el mayor, un muchacho alto y de bigotillo negro—. Hemos llegado muy temprano. Pudiste dejarme que acabase de fumar.

Pasó una acomodadora.

—Ah, el señor Fauchery, —dijo con familiaridad—. La función no empezará hasta dentro de media hora.

—Entonces, ¿por qué la anuncian para las nueve? —murmuró Héctor, en cuya cara larga y enjuta se reflejó la contrariedad—. Esta mañana, Clarisse, que actúa en la obra, todavía me aseguró empezaría a las ocho en punto.


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456 págs. / 13 horas, 19 minutos / 717 visitas.

Publicado el 24 de marzo de 2017 por Edu Robsy.

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