I
Cuando el vicario subió al púlpito con su amplio sobrepelliz de
blancura angelical, la pequeña baronesa estaba beatíficamente sentada en
su sitio habitual, cerca de una salida de calor, delante de la capilla
de los Santos Ángeles.
Tras el recogimiento habitual, el vicario pasó delicadamente por sus
labios un fino pañuelo de batista; luego abrió los brazos como un
serafín que va a emprender el vuelo, inclinó la cabeza y habló. En la
amplia nave, su voz fue en un primer momento como un murmullo lejano de
agua corriente, como un lamento amoroso del viento entre los follajes.
Y, poco a poco, el soplo aumentó, la brisa se convirtió en tempestad, la
voz se difundió bajo las bóvedas con majestuoso fragor de trueno. Pero
siempre, por momentos, incluso en medio de sus más formidables
invectivas, la voz del vicario se hacía súbitamente suave, lanzando un
claro rayo de sol en medio del sombrío huracán de su elocuencia.
La pequeña baronesa, desde los primeros susurros en las hojas, había
adoptado la pose receptiva y encantada de una persona de oído delicado
que se dispone a gozar de todas las finuras de una sinfonía amada.
Pareció encantada de la suavidad de los primeros acordes; luego siguió,
con atención de experta, las elevaciones de la voz, la expansión de la
tormenta final, administradas con tanta experiencia; y cuando la voz
hubo adquirido toda su amplitud, cuando tronó, engrandecida por el eco
de la nave, la pequeña baronesa no pudo reprimir un discreto bravo, un
cabeceo de satisfacción.
A partir de ese momento, fue un gozo celestial. Todas las devotas se desmayaban.
II
Pero el vicario decía algo; su música acompañaba a determinadas
palabras. Estaba predicando acerca del ayuno; decía cuán agradables le
resultan a Dios las mortificaciones de sus criaturas. Asomado al borde
del púlpito, en su actitud de gran pájaro blanco, suspiraba:
Información texto 'El Ayuno'