Textos por orden alfabético de Emilia Pardo Bazán | pág. 23

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autor: Emilia Pardo Bazán


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El Tesoro de los Lagidas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El esclavo nubiano, portador de la lámpara de arcilla, la colocó cuidadosamente sobre la estela de ónix, y el reflejo de la luz proyectó en las paredes de la cámara sepulcral, decoradas con pinturas prolijas y jeroglíficos misteriosos, las altas sombras de la reina, del gran sacerdote y del mismo fornido esclavo.

Cleopatra, sobre la túnica de gasa violeta, llevaba una sola joya, el collar de escarabajos de turquesas y esmeraldas, célebre por su significación y su procedencia; perteneciente a Psamético primero, robado por Tolomeo Lago, el fundador de la dinastía de los Lagidas, transmitido a los sucesores de la corona, era como emblema de aquel poder de los reyes de Egipto, que se llamaría ilimitado si no lo contrastase la teocracia. Los soberanos de la dinastía griega, sintiéndose usurpadores, habían exagerado el culto de la tradición, y el collar, al cual se atribuían virtudes sobrenaturales, salía a relucir en los momentos críticos, cuando se invocaba al Dios creador y conservador de la tierra del buitre.

Aparte del collar, otro escarabajo de cambiante esmalte, sencillo y primoroso, ceñía con sus alas las sienes de la reina, oprimiendo los bucles negros que se escapaban como racimos de uvas maduras. El esclavo miraba con éxtasis. Una sonrisa silenciosa, de ventura, dilataba sus gruesos labios y hacía brillar su dentadura juvenil. Él sabía a punto fijo que no era cierto que Cleopatra abriese sus brazos únicamente al general romano que había perdido la batalla de Accio. Aquella sonrisa, a la vez de adoración y de insulto, hizo fruncir el entrecejo a Cleopatra. Extendió el dedo y señaló a una puerta baja, maciza, oscura.

—Apoya los hombros, Elao —ordenó—. Aprieta con fuerza hasta que la puerta gire.

El esclavo obedeció y cuando la puerta giró sobre sus goznes de bronce, las espaldas negras eran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían la superficie del metal.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Testamento del Año

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante una mesa cubierta de papelotes, sepultado en vasto sillón de cuero inglés, un mozo, pensativo, registra el fárrago. Sus cejas negras, que dibujan sobre la frente sin arrugas un arco de azabache, se fruncen de descontento, y sus ojos sombríos se nublan más al empezar a leer un documento voluminoso, hojas y hojas de letra temblona y confusa: el testamento del año 1920.

Es lo que llaman ológrafo; es decir, escrito de puño del otorgante. Y el mozo reniega de quien tal mamotreto le condenó a descifrar. A la vez, cuanto más claro resultase su texto, siente que acaso fuese mayor su confusión y disgusto. En vez de legar al sucesor fincas, dinero, bienes de todas clases, como era de esperar de tan opulento señor, de un señor en cuyos tiempos de tal suerte había crecido como ola de espuma la riqueza, se encontraba el heredero con que le dejaban únicamente, y a montones, conflictos, miseria y luchas. Y esto de las luchas era lo que más desconcertaba al muchacho, lo que le causaba horror. Cuando, desconocido, recluso en una isla quimérica, le adoctrinaban ciertos brujos espectrales para que luego ejerciese dignamente sus funciones de Año, decíanle los tales brujos que el mundo pertenecía a la paz y que una fraternal corriente de amor unía a los pueblos. Y por el mazorral legajo que en las manos tenía, le era fácil ver al novato que la paz, más que nunca, parecía fantasma de ensueño, y la fraternidad, dogma ya desechado. El primer desengaño, el primer contacto con la realidad de la vida, era lo que envolvía en cendales de tristeza las facciones del Año mozo y crispaba sus dedos al volver con fastidio las hojas del instrumento legal.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Tetrarca en la Aldea

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hay conversaciones que desde que el mundo es mundo se suscitaron y se suscitarán, y que tiene un desarrollo ya previsto, pudiéndose vaticinar de antemano las vulgaridades que han de decirse sobre la materia, porque de tiempo inmemorial vienen repitiéndose y rebatiéndose los mismos argumentos.

Posee este género de conversaciones la propiedad de inspirar frases enfáticas, de falsear la naturaleza, imponiendo la ostentación de sentimientos convencionales; y de aquí su eterna monotonía, porque si el hombre verdadero siente con infinita variedad y riqueza de matices, el hombre artificial, modelado por las preocupaciones, marcha en línea recta, con movimiento automático.

Una de estas pláticas a que aludo es la línea de conducta del marido con la mujer infiel… ¡Qué de resoluciones trágicas, qué de energías, qué de majestuosa altivez muestran entonces los hombres! Cada quisque puede dar lecciones de dignidad a Otelo: el médico aquel de la sangría suelta se queda tamañito. Sin embargo —así como la observación positiva del desafío demuestra la gran superioridad numérica de los prudentes, la observación, también positiva, del conflicto conyugal revela que esas vengativas terriblezas son un derroche de voluntad al alcance de muy contadas fortunas. La resignación es la nota más común, sobre todo la resignación teñida de color de indiferencia o ignorancia.

—Lo que escasea —me decía un amigo aficionado a indagar historias— es la resignación envuelta en ingeniosa ironía, y voy a contarle a usted un caso característico, por haber ocurrido entre gente aldeana, pero gente aldeana de aquella terra nuestra, donde cada labriego es un sutil diplomático en ciernes.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Tornado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre las caras aldeanas, a la salida de misa, se destacaba siempre para mí, con relieve especial, la de un presbítero, que era aldeana, por las líneas y no por la expresión. Las caras no van más allá que las almas, y es el alma lo que se revela en los rasgos, en el pliegue de la boca, en la luz de los ojos. Aquel cura, arrinconado en la montaña, no sé qué presentaba en su fisonomía de resuelto y de advertido, de dolorido y de resignado, que me advirtieron, sin necesidad de preguntar a nadie, que tenía un pasado distinto del de sus congéneres de misa y olla, los cuales, desde el seminario, se habían venido a la parroquia, a no conocer más emociones que las del día de la fiesta del Patrón o las de la pastoral visita.

Habiéndole manifestado mi curiosidad al señorito de Limioso, se echó a reír a la sombra de sus bigotes lacios.

—Pues apenas se alegrará Herves cuando sepa que usted quiere oírle la historia... Como que los demás ya le tenemos prohibido que nos la encaje... Solo se la aguantamos una vez al año, o antes si hay peligro de muerte...

Convenido; vendría el cura aquella tarde misma. Le esperé recostado en un banco de vieja piedra granítica, todo rebordado de musgos de colores. Hacía frío, y el paisaje limitado, montañoso, tenía la severidad triste del invierno que se acercaba. Uno de esos pájaros que se rezagan y todavía se creen en tiempo oportuno de amar y sentir, cantaba entre las ramas del limonero añoso, al amparo de su perfumado y nupcial follaje perenne. En las vides no quedaban sino hojas rojas, sujetas por milagro y ya deseosas de soltarse y pagar su tributo a la ley de Naturaleza.


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5 págs. / 10 minutos / 39 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Toro Negro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre los títulos nobiliarios españoles que figuran en los anales taurinos por haber empuñado el estoque o manejado la muleta, el marqués de Tendería fue quizá el único que salió novillero y se atrevió con toros ya formados. Perdidas la agilidad y esbeltez, viejo y algo sordo, le quedaba la autoridad, el derecho de decir como al descuido: «Cuando despaché a Abejorro… El día en que le solté la larga a Choricero…». Los tres o cuatro bichos sacrificados por el marqués, y cuyas cabezas, primorosamente disecadas, adornaban su antecámara y su despacho, le daban guardia de honor, formándole una envidiada leyenda.

Quien quisiese oír de toros y toreros, que le preguntase a Tendería. Naturalmente, el marqués alababa lo de su tiempo, la generación que alcanzó, echando abajo la presente. Lo hacía con ingenio, con copia de argumentos, y como amenizaba sus juicios con anécdotas y detalles interesantes, se le escuchaba y celebraba. Una de sus conversaciones quedó fija en mi memoria —ya diré la causa—, y la transcribo fielmente en cuanto a la esencia, aunque las palabras no sean las mismas punto por punto.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Torreón de la Esperanza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Conocéis por tradiciones y descripciones el torreón fatídico desde cuya plataforma la infeliz Isaura, séptima esposa de Barba Azul, aguardó con sudores de agonía a sus hermanos, que venían a libertarla de la muerte? Aferrada a una almena como si ya se defendiese instintivamente del cuchillo, Isaura, con el rostro del color de la cera y el cuerpo tembloroso, no tenía ánimos ni para seguir avizorando el horizonte. Su esposo y verdugo, después de sorprender la delatora mancha de sangre en la llave del terrible gabinete, mandó a Isaura subir a lo más alto de la torre para encomendarse a Dios, advirtiéndola que de allí a media hora, sin remisión, iría a degollarla. Isaura, flaqueándole las piernas, nublados por el miedo los ojos, sólo acertaba a preguntar de minuto en minuto, con voz a cada paso más apagada y desfallecida: «Hermana Ana: ¿No ves nada? ¿No viene nadie?» Y Ana, dolorosamente, respondía: «Sólo veo la hierba que verdea y el camino que blanquea.» Cuando ya faltaban pocos instantes para cumplirse el plazo; cuando Isaura, crispadas las manos, se agarraba a las piedras creyendo sentir en la garganta el frío del cuchillo, Ana exhaló un grito loco, delirante: «¡Allí vienen, allí vienen!» Y disipada la nube de polvo que arremolinaba el galope de los corceles, Isaura reconoció a los paladines que volaban a salvarla...

Mucho se ha escrito y discutido acerca del torreón de Barba Azul. La opinión más general es que yace en ruinas, y que si los medrosos subterráneos, con sus mazmorras y pozos donde aparecen aún hoy, al excavar y registrar, huesos y calaveras humanas, se conservan intactos, el torreón de la Esperanza se vino a tierra.


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Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Triunfo de Baltasar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Me consta que aquella noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se prolongase tal estado de cosas.

—Es deprimente —exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de su coselete militar sobre su pecho robusto—. Consideren lo que significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.

—¡Oiga su mercé! —interrumpió Melchor, el de la testa lanosa—. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.

—Bueno, yo sé lo que digo —gruñó el guerrero—. No entiendo por qué no nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.

Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blancura, como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.

—A ti, Gaspar —murmuró—, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad. Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para consolar vino… Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie del planeta.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Trueque

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al entrar en el bosque, el perro ladró de súbito con furia, y Raimundo, viendo que surgía de los matorrales una figura que le pareció siniestra, por instinto echó mano a la carabina cargada. Tranquilizóse, sin embargo, oyendo que el hombre que se aparecía así, murmuraba en ansiosa y suplicante voz:

—Señorito, por el alma de su madre…

Raimundo quiso registrar el bolsillo; pero el hombre, con movimiento que no carecía de dignidad, le contuvo. No era extraño que Raimundo tomáse a aquel individuo por un pordiosero. Vestía ropa, si no andrajosa, raída y remendada, y zuecos gastadísimos. Su rostro estaba curtido por la intemperie, rojizo y enjuto; y sus ojos llorosos, de párpado flojo, y su cara consumida y famélica, delataban no sólo la edad, sino la miseria profunda.

—¿Qué se ofrece? —preguntó Raimundo en tono frío y perentorio.

—Se ofrece…, que no nos acaben de matar de hambre, señorito. ¡Por la salud de quien más quiera! ¡Por la salud de la señorita y del niño que acaba de nacer! Soy Juan, el tejero, que lleva una «barbaridá» de años haciendo teja ahí, en el monte del señorito…

Me ayudaba el yerno, pero me lo llevó Dios para sí, y me quedé con la hija preñada y yo anciano, sin fuerzas para amasar… Y porque me atrasé en pagar la renta, me quieren quitar la tejera, señorito…, ¡la tejera, que es nuestro pan y nuestro socorro…!

Raimundo se encogió de hombros. ¿Qué tenía que ver él con esas menudencias de pagos y de apremios? Cosas del mayordomo. ¡Que le dejasen en paz cazar y divertirse!… Lo único que se le ocurrió contestar al pobre diablo fue una objeción:

—Pero ¡si al fin no puedes trabajar! ¿De qué te sirve la tejera?


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Último Baile

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el corro aldeano se cuchicheaba: el caso era de apuro. ¿Quién iba a bailar el repinico aquel año?

Desde tiempo inmemorial, el día de la fiesta de Santa Comba —dulce paloma cristiana, martirizada bajo Diocleciano, no se sabe si con los garfios o en el ecúleo— se bailaba en el atrio del santuario, después de recogida la procesión, aquel repinico clásico, especie de muñeira bordada con perifollos antiguos, puestos en olvido por la mocedad descuidada e indiferente de hoy. Gentes de los alrededores acudían atraídas por la curiosidad, y el señorío veraneante en las quintas y en los pazos próximos al santuario del Montiño concurría también, para convenir que tenía cachet aquel diantre de danza céltica, al son agreste de una gaita, bajo los pinos verdiazules, única vegetación que sombreaba el atrio solitario olvidado el año entero en la majestad silenciosa de la montaña abrupta...

Si apasionados del repinico eran los señoritos y las señoras que se divertían una tarde en subir al Montiño, no les iba en zaga el señor abad. En su opinión, el castizo baile representaba las buenas usanzas de otro tiempo, los honestos solaces de nuestros pasados... ¡Mala peste en ese impúdico agarrado que ha venido a sustituir a las viejas danzas sin contactos, sin ocasión próxima! «Crea usted que esas cosas las sabemos nosotros por la confesión... El agarrado, en el campo, es la disolución de las costumbres.» Y a fin de estimular y proteger las danzas de antaño, el señor abad y el señorito de Mourelle largaban cada cual sus cinco pesetas al vencedor del repinico, porque el lauro se disputaba; la opinión pública los discernía al mejor danzarín...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Vencedor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se dormía con tranquilidad una noche en la plaza fuerte desde que era cosa segura que iban a ser atacados. Y no por un golpe de aventureros que buscaban en la piratería un provecho vergonzoso y arriesgaban la horca ante la perspectiva de mezquino botín, sino por una escuadra de bucaneros, aguerrida, bien tripulada, en cuya proa la bandera de las lises significaba el poderío creciente y sólido de Luis XIV.

La plaza, mal guarnecida y mal artillada, no se encontraba dispuesta a resistir largos e impetuosos asedios. De sorpresa no la cogerían, porque el gobernador, aquel Naharro, a quien los indios habían truncado en un combate la mano derecha, tenía tomadas sus precauciones para no dejarse saltear. La vigilancia era escrupulosa, y ni de día ni de noche se interrumpía. Para dar descanso a los varones que habían de defender la fortaleza habíanse puesto de acuerdo las mujeres y organizado, entre sí, la guardia nocturna. La esposa del gobernador, doña Teresa de Saavedra, las mandaba. Y algunas veces, al encontrarse rodeada de su singular milicia, se le escapó a la señora decir:

—Para algo más que rondar de noche servimos nosotras. Ya se verá cuando llegue el caso.

Estos conatos de acometividad los reprimía el Manco con un gruñido violento y brusco.

—No buscar tres pies al gato, doña Teresa de mis entrañas… Cosas son éstas de hombres, y vuesa merced me ha salido hombruna… Son hombrunas todas cada una se cree una Monja Alférez. Vigilen bien y harto harán con ello.

Más no fue de noche, sino de día, y muy claro, cuando la enemiga escuadra se dejó ver, formada en orden de batalla, y a poco, una canoa, conduciendo a un parlamentario, vino a atracar al pie del castillo. El Manco dio al mensaje por respuesta cerrada negativa. La fortaleza no se rendía, y podía el señor almirante enemigo intentar tomarla cuando gustase.


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5 págs. / 9 minutos / 42 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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