Textos por orden alfabético inverso de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 10

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles


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Planta Montés

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hubo larga deliberación, y se celebró una especie de consejo de familia para decidir si era o no conveniente traerse a aquel indígena de la más enriscada sierra gallega a servir en la capital de la región. Ello es que emprendíamos la doma de un potro; tendríamos que empezar enseñando al neófito el nombre de los objetos más corrientes y usuales, dándole una serie de «lecciones de cosas», que me río yo de la escuela Froebel. Pero tan ahítos estábamos del servicio reclutado en Marineda, procedente de fondas y cafés, picardeado y no instruido por el roce, ducho en hurtar el vino y en saquear la casa para obsequiar a sus coimas, que optamos por el ensayo de aclimatación. En el fondo de nuestro espíritu aleteaba la esperanza dulce de que al buscar en el seno de la montaña un muchacho inocente y medio salvaje, hijo y nieto de gentes que desde tiempo inmemorial labran nuestras tierras, ejerceríamos sobre el servidor una especie de donominio señorial, reanudando la perdida tradición del servicio antiguo, cariñoso, patriarcal en suma. ¡Tiempos aquéllos en que los criados morían de vejez en las casas!…


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6 págs. / 11 minutos / 44 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Piña

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hija del sol, habituada a las fogosas caricias del bello y resplandeciente astro, la cubana Piña se murió, indudablemente, de languidez y de frío, en el húmedo clima del Noroeste, donde la confinaron azares de la fortuna.

Sin embargo, no omitíamos ningún medio de endulzar y hacer llevadera la vida de la pobre expatriada. Cuando llegó, tiritando, desmadejada por la larga travesía, nos apresuramos a cortarle y coserle un precioso casaquín de terciopelo naranja galoneado de oro, que ella se dejó vestir de malísima gana, habituada como estaba a la libre desnudez en sus bosques de cocoteros. Al fin, quieras que no, le encajamos su casaquín, y se dio a brincar, tal vez satisfecha del suave calorcillo que advertía. Solo que, con sus malas mañas de usar, en vez de tenedor y cuchillo, los cinco mandamientos, en dos o tres días puso el casaquín majo hecho una gloria. El caso es que le sentaba tan graciosamente, que no renunciamos a hacerle otro con cualquier retal.

Porque es lo bueno que tenía Piña: que de una vara escasa de tela se le sacaba un cumplido gabán, y de medio panal de algodón en rama se le hacía un edredón delicioso. ¡Y apenas le gustaba a ella arrebujarse y agasajarse en aquel rinconcejo tibio, donde el propio curso de su sangre y la respiración de su pechito delicado formaban una atmósfera dulce, que le traía vagas reminiscencias del clima natal!


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6 págs. / 11 minutos / 117 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Pilarito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Pilarito

Este diminutivo, castizo y salado, expresaba cariño y simpatía. Era equivalente a otros apodos —Mimí, Lulú, Fifí— por los cuales la sociedad conoce a sus flores animadas, a las vivientes rosas de sus arriates, a las cuales el tiempo ha de robar lozanías y perfumes, dejándoles, —¡oh, ironía!— el juvenil sobrenombre.

Yo la conocí en un balneario, el gran balneario gallego de Mondariz, que hervía en fiestas, preparando la de su Patrona, la Virgen del Carmen. Las tardes eran sosegadas y cálidas; las noches, de luna. Bajo el ingente arbolado del parque cruzaba ella, y su paso era como el del esquife ligero sobre agua tranquila. A gallardía nadie pudo ganarla. Cada día ostentaba nuevos atavíos; pero sencillos, propios de sus años, que no llegarían a dieciséis. Lo incomparable de la línea prestaba valor a unas galas hasta modestas, y también el instinto artístico que había presidido a su elección. Vistiese como vistiese, Pilarito era siempre «un cuadro», «una portada en colores», «un tipo de estudio».

Y como a objeto de arte la miraba yo. (Porque si me dejo llevar de mi inclinación, en el arte pienso). Inducía a la descripción aquella criatura. Especialmente el día de la Virgen.

Para acompañar a la Reina de los Ángeles todo el mujerío sacó el fondo del baúl. Hubo quien se colgó perlas y brillantes, y quien se cubrió de seda crujidora. Mantillas blancas no faltaron. Lo que faltó fueron ojos para mirar a nadie, excepto a Pilarito. Iba tocada con negras blondas, y bajo las castañuelas del encaje español había agrupado unas hortensias azules, cortadas a la frescura del atardecer, y que coronaban como un trozo de cielo su lisa frente. Su traje era color de arena, y sus pies jugaban con soltura en los zapatitos de tafilete, cuyas galgas dibujaban la forma airosa del tobillo. Tobillo de niña; propiamente de tobillera.


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4 págs. / 7 minutos / 45 visitas.

Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Perlista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El gran escritor no estaba aquella tarde de humor de literaturas. Hay días así, en que la vocación se sube a la garganta, produciendo un cosquilleo de náusea y de antipatía. Los místicos llaman acidia a estos accesos de desaliento. Y los temen, porque devastan el alma.

—¿Quiere usted que salgamos, que vayamos por ahí, a casa de algún librero de viejo, a los almacenes de objetos del Japón?

Conociendo su afición a la bibliografía, su pasión por el arte del remoto Oriente, creí que le proponía una distracción grata. Pero era indudable que tenía los nervios lo mismo que cuerdas finas de guitarra, pues bufó y se alarmó como si le indujese a un crimen.

—¿Libreros de viejo? ¿Tragar polvo cuatro horas para descubrir finalmente un libro nuestro, con expresiva dedicatoria a alguien, que lo ha vendido o lo ha prestado por toda la eternidad? ¿Japonerías? ¡Buscadlas! Son muñecos de cartón y juguetes de cinc, fabricados en París mismo, recuerdo grosero de las preciosidades que antaño le metían a uno por los ojos, casi de balde. Eso subleva el estómago. ¡Puf!

—Pues demos un paseíto sin objeto, sólo por escapar de estas cuatro paredes. Nos convidan el tiempo hermoso y la ciudad animada y hasta embalsamada por la primavera. Los árboles de los squares están en flor y huelen a gloria. Y a falta de árboles, trascienden los buñuelos de las freidurías, la ropa de las mujeres, el cuero flamante de los arneses de los caballos, los respiraderos de las cocinas… Sí; la manteca de los guisos tiene en París un tufo delicioso. ¡A mí me da alegría el olor de París!

El maestro, pasando del enojo infantil a una especie de tristeza envidiosa, me fijó, me escrutó con lenta mirada penetrante.


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5 págs. / 9 minutos / 38 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Pena de Muerte

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Casualmente la víspera —empezó a contar el sargento de guardias civiles, apurado el vaso de fresco vino y limpios los bigotes con la doblada servilleta— había ya caído en la tentación, ¡cosas de chiquillos!, de apropiarme unas manzanas muy gordas, muy olorosas, que no eran mías, sino del señorito; como que habían madurado en su huerto. Les metí el diente; estaban tan en sazón, que me supieron a gloria, y quedé animado a seguir cogiendo con disimulo toda fruta que me gustase, aunque procediese de cercado ajeno.

Cuando el señorito me llamó al otro día, sentí un escozor: «Van a salir a relucir las manzanas», pensé para mí; pero pronto me convencí de que no se trataba de eso. El señorito me entregó su escopeta de dos cañones, y me dijo bondadosamente:

—Llévala con cuidado. Mira que está cargada. Si te pesa mucho, alternaremos.

Le aseguré que podía muy bien con el arma, y echamos a andar camino de las heredades. En la más grande, que tenía recentitos los surcos del arado (porque eso sucedía en noviembre, tiempo de siembra del trigo), se paró el señorito y yo también. Él levantó la cabeza y se puso a registrar el cielo.

—¿No ves allí a esa bribona? —me preguntó

—¿A quién?

—A la «garduña»…

—Señorito, no. Son cuervos; hay un bando de ellos.

En efecto, a poca altura pasaban graznando cientos de negros pajarracos, muy alegres y provocativos, porque veían el trigo esparcido en los surcos y sabían que para ellos iba a ser más de la mitad. (¡Pobres labradores!). El señorito me pegó un pescozón en broma, y me dijo:

Más arriba, tonto; más arriba

Allá, en la misma cresta de las nubes, se cernía un puntito oscuro, y reconocí al ave de rapiña, quieta, con las alas estiradas, Poco a poco, sin torcer ni miaja el vuelo, a plomo, la garduña fue bajando, bajando, y empezó a girar no muy lejos de donde nos encontrábamos nosotros.


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3 págs. / 6 minutos / 45 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Pelegrín

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Con el último empellón que le atizaron para que «se despabilase», salió en volandas el chico, mal despierto aún, a pesar de un sopeteo y fregoteo de cara y manos, en la palangana desportillada, con agua muy fría… Llevaba los cachetes colorados aún de los restregones, y turbios los ojos, con los párpados hinchados de soñarrera. No estaba más caliente que el agua el poco de revuelto café que le habían servido en taza rota. Y liada la bufanda, y subido el gabán hasta las orejas, que abotagaban media docena de sabañones, bajó las escaleras a brincos, y se encontró en la luminosidad de la calle, animada ya, a aquella hora matutina, por pregones de vendedoras, rodar de simones y trajín de obreros y fámulas de cesta al brazo.

Mientras zapateaba en la acera, temblando, estremecido, tentado, como siempre, a flanear un poco antes de sumirse en las lobregueces de la escuela, el tranvía pasó. ¡El tranvía! Era el ensueño de Pelegrín. ¡No haber montado en el tranvía nunca! Es indecible lo que el chiquillo admiraba al tranvía. ¡Aquel coche grandísimo, tan precioso, tan reluciente, que andaba solo, con su iluminación clara por las noches, con sus silloncitos, con sus señores de gorra de galón, que van derechos en la plataforma, con su correr fantástico! A veces se atrevía a subirse al estribo un momento, tímido, pronto a huir despavorido si le zapeaban; pero adentro no llegaba jamás. Tenía miedo de salir echado a pescozones.


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5 págs. / 8 minutos / 34 visitas.

Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Paternidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La romería terminaba felizmente, sin quimeras ni palos. Diríase que, según transcurrían las largas horas de aquella tarde de junio, la alegría iba en aumento aunque disminuyese el ruido, porque los músicos, rendidos de soplar en los cornetines y las flautas y de pegarle al bombo porrazos, se secaban la frente con anchos pañuelos de algodón de colorines, y menudeaban tragos de resolio, a medida del deseo del resecado gaznate. El aire estaba impregnado del olor del pulpo cocido y de la penetrante, húmeda y áspera emanación de la flor del castaño. Nos disponíamos a marchar, emprendiendo el camino de la Vilamorta —antes que cayese la noche y no se pudiese andar por los senderos con el calzado que gastan los señoritos— cuando se nos acercó un viejo «más alumbrado que el Santísimo», según la pintoresca frase del cura de Naya. Venía cantando, mejor dicho, berreando destempladamente, coplas muy religiosas, en honor de Nuestra Señora del Montiño, titular del santuario, y de San Antonio milagroso; y de pronto, entre las canciones edificantes, intercaló una que nos obligó a taparnos los oídos, porque, ¡dianche, picaba la condenada lo mismito que la guindilla!

Por fortuna, el cura de Naya, que en unión del notario de Cebre y el señorito de Limioso nos había acompañado y compartido nuestra merienda, es un sacerdote de muy desahogado genio, corriente y moliente, aunque, eso sí, virtuoso a su manera como el que más. Riose a carcajadas de la facha y el canturrio del viejo, y le llamó haciéndome un guiño, a estilo de quien dice: «Nos vamos a divertir un rato. Verá usted».

—Hola, tío Fidel —preguntole cuando estuvo tan cerca que el vaho de su borrachera llegaba hasta nosotros—, ¿qué tal? ¿Han caído buenos vasos? Estaba de recibo el vino, ¿eh? Porque le veo con muchos ánimos para cantar, y el hombre, ya se sabe, sin un buen vino no vale para cosa ninguna.


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5 págs. / 10 minutos / 38 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Pascual López

Emilia Pardo Bazán


Novela


Prólogo

Va arraigándose cada vez más la costumbre de que toda obra que sale a luz y no lleva al frente un nombre de autor acreditado y aplaudido ya del público, se ampare bajo la égida protectora de un prefacio más o menos extenso, con la firma de algún célebre crítico o prosista, al modo que en las tertulias los antiguos asistentes presentan e introducen a los modernos. Este requisito del prólogo, elevado ya a sacra fórmula del ritual literario, no lo suelen omitir nunca los autores noveles, particularmente si pertenecen al sexo menos dado a manejar la pluma.

El prólogo es, de ordinario, una disertación acerca de la índole y género de la obra que encabeza; disertación que así puede condensarse en escasas páginas como crecer, a favor de lo elástico del asunto. Halla con esto el prologuista ocasión oportuna de mostrar y lucir sus conocimientos, ya renovando y trayendo a colación añejas contiendas entre escuelas rivales, e ingiriendo con maña y tino unas cuantas citas de autores antiguos y modernos, ya discurriendo con agudeza o profundidad sobre cuestiones y puntos de crítica delgada y sutil. Con lo cual, y la indispensable añadidura de elogios calurosos y razonadas exhortaciones al autor, y de no pocas advertencias al público, a fin de que observe e inscriba en el anuario la nueva estrella que acaba de asomar por el horizonte, termina el prefacio y queda el joven libro apto para arrostrar la terrible prueba de la publicidad, como Don Quijote, después que el ventero le hubo conferido la gloriosa orden de caballería, quedó dispuesto para todo linaje de empresas y aventuras.


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198 págs. / 5 horas, 46 minutos / 307 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Paria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Y o nunca me entenderé bien con la gente, y acabaré por meterme monja, si no fuese que también hay gente en los conventos —declaró Piedad, guardándose una carta y contestando a una interrogación que le dirigía su amiga Margarita—. ¿Conque me caso con un tapeur? —añadió—. Puede que no fuese ningún disparate… Lo malo es que a mí me gusta comer todos los días; es un vicio que he contraído… Te aseguro que cuando me decida a casarme, ser bajo esa expresa condición: que se comerá los siete días de la semana…

—Tú eres muy excéntrica —advirtió Margarita, que tiene por costumbre escandalizarse a cada momento, con un remilgo de gata pulcra, enemiga de estrépitos y trastornos—. Ni una miss solterona te gana en excentricidad.

—¡Valiente excentricidad la mía! —protestó la muchacha, frotándose activamente con el pulidor las uñas de la mano izquierda; estaban en el tocador las dos amigas, y Piedad se vestía para el teatro—. Mi excentricidad se reduce a hacer cosas naturalísimas, que han llegado a no parecerlo, a fuerza de estar falseando el criterio en todo y por todo.

—¡Mujer! No me digas que es natural lo que se te pasa por la cabeza. Si no estás en paz ni con los guardacantones. Debes de tener azogue dentro. Parece que buscas quimera, por el gusto de buscarla. ¡Mira que lo que hiciste en el duelo de Artías del Valle! ¡Aquellas carcajadas altas y sonoras!


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4 págs. / 8 minutos / 32 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Paracaídas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Es tan vulgar el caso! Al tratarse de infortunios, asaz comunes, corrientes y usuales, ocurre, naturalmente, desenlaces previstos también: el disgusto momentáneo en la familia, un período de rencillas y desazones, y, al cabo, la reconciliación, que cicatriza más o menos en falso la herida, pero siquiera ataja la sangre del escándalo...

No obstante, algunas veces la realidad presenta inesperadas complicaciones, y no son los finales tan pacíficos y burgueses.

Hay siempre, en las grandes penas de la vida, un momento especialmente amargo. En apariencia, se agranda el abismo del destino, y los que a él se asoman sienten que es insondable ya. Para Celina fue este momento aquel en que participó a su madre la resolución adoptada, y vio su propia desesperación reflejada en las mejillas, ya consumidas por la edad, y en los ojos amortiguados —había llorado mucho— de la infeliz señora.

Todo padre está sentenciado a sufrir no los dolores que normalmente corresponden a una vida humana, sino los de muchas vidas. Eso es, principalmente, la maternidad: solidaridad con unos cuantos seres para sufrir doblemente lo que ellos sufran.

La madre de Celina, aquella modesta y resignada señora de Marialva, tenía el corazón, según la hermosa imagen mítica, coronado de espinas, pero espinas maternales.

De seis hijos le quedaban tres. Los otros, una niña preciosa, una flor, y dos mocetones, con su carrera terminada, habían muerto en lo mejor de la edad, del mismo mal que su padre, aunque ahora dicen los médicos que la tisis no se hereda.


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4 págs. / 7 minutos / 67 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

89101112