He aquí el relato de Torralba:
El automóvil tuvo que pararse en un recodo solitario y tétrico, que
por un lado faldeaba la montaña y por otro colgaba sobre un precipicio.
Hasta reparar la avería allí estábamos clavados. La tarde caía, y en las
cimas lejanas, resplandores rojos y de oro encendido hacían más visible
la oscuridad que iba invadiendo el valle. Era una hora de melancolía,
de vagos recelos.
Empezaba el mecánico a trabajar, cuando surgieron dos figuras, al pronto nada alarmantes.
No las habíamos visto, porque las violentas revueltas del camino
facilitan estas sorpresas. Salieron como de una caja de juguete. Eran
señoritos bien trajeados, de edad como de diecisiete a dieciocho, a lo
sumo. Uno de ellos mostraba una pelusilla de algodón sobre el labio
superior, y la pelusilla era rubia, igual a las sortijas del pelo; el
otro ostentaba ya un bozo naciente, marcado, negro como la endrina. Sus
ojos brillantes, sus facciones bien delineadas, su tez fresca, su boca,
en que como granizo blanqueaba la dentadura, prevenían en su favor. Sin
embargo, los rostros de los dos chicos tenían expresión fiera. Fruncían
el ceño y avanzaban en agresiva actitud.
Yo, con calma, pregunté qué se les ocurría.
—Robarles a ustedes —contestaron con la mayor formalidad los recién venidos.
Y al mismo tiempo que hacían tan franca declaración, extraían del
bolsillo sendos revólveres y nos apuntaban, en postura clásica, dirigido
el cañón a nuestro entrecejo.
No es jactancia; en vez de sentir terror, estuve a pique de soltar la
risa… Las cataduras simpáticas de los bandidos, su achiquillamiento, me
sugerían una idea extraña, pero no absurda. Avanzando hacia los
supuestos salteadores, exclamé:
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