—La
única mujer que me ha trastornado inspirándome algo espiritual, algo
dominador —dijo Tresmes evocando uno de sus recuerdos de galanteador
incorregible—, ni era bonita, ni elegante, ni descendía del Cid… Por no
ser nada, tengo para mí que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual
de la palabra. Para mí, virtuosa fue, o dígase inexpugnable; y acaso sea
ésa la verdadera razón de mi sinrazón, porque, créanlo ustedes, estuve
loco.
Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer,
Marcela Fuentehonda… ¿No os acordáis? ¡Fue tan público aquello! Sí,
Celita, mi prima, a la sazón mi «doña Perpetua» (ya íbamos cansándonos
de constancia, preciso es decirlo en elogio de los dos), un día en que
nos aburríamos más de la cuenta y temblábamos ante la perspectiva de
pasarnos la tarde entera poniendo bostezos de a cuarta entre un «paloma»
y un «mía», me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a consultar a
una adivina, sonámbula o qué sé yo, recién llegada a París. Dicho y
hecho; nos embutimos en un simón —a esas cosas no se suele ir en coche
propio—, llegamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico que
recuerda la Inquisición, subimos una escalera destartalada y entramos en
una salita con muebles antiguos, de empalidecido damasco carmesí…
—¿Y cómo es que una hechicera parisiense se había metido en tal tugurio? —preguntamos al vizconde.
—¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero, para mayor misterio, consultaba
en aquella casa, que desde tiempo inmemorial habitaban las brujas de
Madrid. Sí, es una morada —lo averigüé entonces— donde nunca falta quien
eche las cartas y practique los ritos quirománticos.
Soltamos la carcajada, sin que Tresmes uniese su risa a la nuestra, de un superficial escepticismo.
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