Al salir el médico rural, bien arropado en su capote porque
diluviaba; al afianzarle el estribo para que montase en su jaco, la
mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tenían en la casa
la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cuatro pesos gastados en cosas
de la botica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, a
ver si hacía un milagriño!
El enfermo, cada día a peor, a peor... Se abría a vómitos. No
guardaba en el cuerpo migaja que le diesen; era una compasión haber
cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo a la gallina
negra, tan hermosa, ¡con una enjundia!, y haber comprado en Areal una
libra entera de chocolate, ocho reales que embolsó el ladrón del Bonito,
el del almacén... Ende sanando, bien empleado todo..., a vender la
camisa!... pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los
ojos!... ¡Y era el hijo mayor, el que trabajaba el lugar! ¡Los otros,
unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin
escribir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los caminos, a pedir
limosna!
Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la
mujerona entró, cerró la cancilla, no sin arrojar una mirada de odio al
médico que, indiferente, se alejaba al trotecillo animado de su yegua.
Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de
trigo anual; no costaban nada sus visitas..., pero, ¡cata!, ellos se
hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad, si
cuadra..., ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre
la artesa mugrienta, otro papel, otra recitiña, que sabe Dios lo que
importaría, además del viaje a Areal, rompiendo zapatos y mojándose
hasta los huesos.
Leer / Descargar texto 'Curado'