Textos más descargados de Emilia Pardo Bazán disponibles publicados el 3 de octubre de 2018 | pág. 2

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles fecha: 03-10-2018


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Casualidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi amigo Luis Cortada es hombre de humor, aficionado a faldas como ninguno. Aunque guarda la reserva que el honor prescribe, sus dos o tres compinches de confianza conocemos sus principios y modo de entender tales cuestiones. «El amor —sostiene Luis— debe ser algo grato, regocijado y ameno; si causa penas, inquietudes y sofocos, hay que renegar de él y hacerse fraile.» Cuando le hablan de dramas pasionales se encoge de hombros, y declara desdeñosamente:

—Los que ustedes llaman enamorados no son sino locos, que tomaron esa postura en vez de tomar otra. Podían buscar la cuadratura del círculo o el movimiento continuo; podían creerse el sha de Persia o el Kaiser; podían suponer que guardaban en una cueva millones en oro y pedrería... Prefieren figurarse que en su alma existe un ideal sublime, que les eleva al quinto cielo, que nadie como ellos ha sentido, y por el cual deben sufrir, si es necesario, martirio, muerte y deshonor. ¿Dónde cabe mayor insania? Y lo más terrible es que esa clase de dementes andan sueltos. No, conmigo eso no va. Adoro a las mujeres..., pero soy muy justo y las adoro a todas por igual, sin creer en la divinidad de ninguna.

Hay que suponer que el sistema de Luis era el mejor, pues las mujeres se morían por él.

No se sabe qué hechizo existía en aquel muchacho, ni muy guapo ni muy feo, de cara redonda y fino bigote castaño, de ojos alegres y frente muy blanca, en la cual el pelo señalaba cinco atrevidas puntas. Sin que él se alabase jamás de sus triunfos, nos constaban, y, en nuestra involuntaria y poco malévola envidia, los atribuíamos a aquella misma constante ecuanimidad y confianza en sí mismo, a la indiferencia con que pasaba de la rubia a la morena, sin concederles el tributo de un suspiro cuando se rompía el lazo. «Este chico —repetíamos— tiene música dentro.»


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Al Anochecer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En la vereda solitaria se encontraron a la puesta del sol los dos hombres del pueblo. Venían en contrarias direcciones. El uno regresaba de dar una ojeada a sus viñas, que empezaban a brotar; el otro había asistido, más bien curioso, al suplicio de cierto Yesúa de Nazaret, y bajaba de la montañuela para entrar en la ciudad antes que los portones y cadenas se cerrasen.

Se saludaron cortésmente, como vecinos que eran, y el viñador interrogó al ebanista:

—¿Qué hay de nuevo en la ciudad, Daniel? Yo estuve abonando mis tierras, que la primavera avanza, y he dormido en el chozo la noche anterior.

—Lo que hay —respondió el ebanista— no es muy bueno. Han crucificado esta tarde al profeta Yesúa. Te acordarás del día en que le esperábamos a las puertas de Sión y agitábamos ramos de palma y le alfombrábamos el paso con espadañas y hierbas olorosas. Yo no era de los suyos, pero hacía como todos, que es siempre lo más prudente. No se sabe lo que puede ocurrir. La multitud estaba alborotada, y le aclamaban rey. Y entonces me quité el manto y lo tendí en el suelo, para que lo pisase el asna en que iba montado el Rabí.

—Que por cierto era mía —declaró Sabas—. Mi gañán la dejó atada a un árbol, con su buchecillo, y los discípulos la desataron para el Rabí, a fin de que entrase en triunfo. Después me la restituyeron. Yo digo que son gente benigna y que no daña a nadie. Y el Rabí ningún suplicio merecía. Ha curado a bastante gente poniéndole las manos sobre la cabeza.

—¿Sería entonces, como muchos creen, el hijo de David? —dudó, pensativo, Daniel.


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El Cerdo-Hombre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sería muy largo de contar por qué una persona que llevaba uno de los apellidos más ilustres de Rusia y tenía en su parentela un gobernador, un consejero, un general y un príncipe, pudo llegar al caso ignominioso de ser conocida por Durof —Durof significa tonto en ruso— y de ganarse la vida en circos y teatros presentando animales que amaestraba.

Si hacer una cosa, cualquiera que sea, con rara perfección es un mérito casi genial, hay que reconocer que Durof estaba en este caso. El arte o la ciencia de amaestrar a los irracionales no tiene para los profanos clave ni reglas conocidas. Siempre me parecerá un misterio eso de conseguir que un gallo cante cuando el profesor se lo manda, o que una mula rompa a bailar el vals con perfección a una imperceptible seña. Las explicaciones que toman por base el castigo o el halago no satisfacen. El animal llega hasta cierto punto; pero pasado de ahí empiezan una limitación y una pasividad que infunden ganas de rehabilitar las teorías de los filósofos al considerarle máquina animada. Los rasgos de inteligencia del perro, del gato, de todos esos bichos a los cuales, asegura la gente, «sólo les falta hablar», son espontáneos; si queremos provocarlos, de fijo perdemos el tiempo. Y, sin embargo, hay sujetos que consiguen de la bestia cosas increíbles, inverosímiles. Hay que suponer que estos sujetos emiten un fluido, desarrollan una electricidad peculiar, que les somete la voluntad rudimentaria de sus alumnos. Esta explicación, como las restantes, deja en sombra lo esencial del hecho: reemplaza un misterio con otro. Tiene la ventaja de no ser un raciocinio, y sugiere lo que no aclara.


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El Árbol Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la pareja, que furtivamente se veía en el Retiro, les servía el árbol rosa de punto de cita. «Ya sabes, en el árbol...»

Hubiesen podido encontrarse en cualquiera otra parte que no fuese aquel ramillete florido resaltando sobre el fondo verde del arbolado restante con viva nota de color. Sólo que el árbol rosa tenía un encanto de juventud y les parecía a ellos el blasón de aquel cariño nacido en la calle y que cada día los subyugaba con mayor fuerza.

Él, mozo de veinticinco, había venido a Madrid a negocios, según decía, y a los dos días de su llegada, ante un escaparate de joyero, cruzó la primera mirada significativa con Milagros Alcocer, que, después de oída misa en San José, daba su paseíllo de las mañanas, curioseando las tiendas y oyendo a su paso simplezas, como las oye toda muchacha no mal parecida que azota las calles. El que la mañana aquella dio en seguir a Milagros a cierta distancia, y al verla detenerse ante el escaparate se detuvo también en la acera, nada le dijo. Mudo y reconcentrado, la miró ardientemente, con una especie de fuerza magnética en los negros ojos pestañudos. Y cuando ella emprendió el camino de su casa, él echó detrás, como si hiciese la cosa más natural del mundo, y hasta emparejó con ella, murmurando:

—No se asuste... Sentiría molestar... ¿Por qué no se para un momento, y hablaríamos?

Ella apretó el paso, y no hubo más aquel día. Al otro, desde el momento en que Milagros puso el pie en la calle, vio a su perseguidor, sonriente, y vestido con más esmero y pulcritud que la víspera. Se acercó sin cortedad, y como si estuviese seguro de su aquiescencia, la acompañó. Milagros sentía un aturdido entorpecimiento de la voluntad: sin embargo, recobró cierta lucidez, y murmuró bajo y con angustia:

—Haga usted el favor de no venir a mi lado. Puede vernos mi padre, mi hermano, una amiga. Sería un conflicto. ¡No lo quiero ni pensar!


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Compatibles

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El criado entró con una bandejilla, y en ella una tarjeta.

—¡Ah! ¿Este señor? Que pase.

Tres minutos después, el visitante se inclinaba ante Irene. Pero ella, irónica y afectuosa, le rió con los ojos:

—Nada de cumplidos. Creo que nos conocemos bastante, perdulario.

Era él un hombre aún joven, como de treinta y seis a treinta y ocho años, con ligeros toques de blanco en la obscura cabellera, peinada a la última moda, de un modo sobrio y recogido.

El cuerpo gallardo, la cara simpática, morena y expresiva, sin hacer del visitante un Adonis, le incluían entre los tipos que atraen a primera vista y explican cualquier desvarío amoroso.

Irene le indicó a su lado una silla.

—¡Qué guapa estás! ¡Más que nunca! —murmuró él.

Y envalentonado por la buena acogida, trató de apoderarse de una mano de la dama. Ella, sin esquivez, la retiró, diciendo:

—Hablemos formalmente, ¿eh?

—¿A qué llamas hablar formalmente?

—A que sepamos a qué atenernos desde el primer instante. Yo no contaba con tu visita, lo cual no quiere decir que no la reciba con mucho gusto. Pero conviene que sepas que no pienso volver a casarme.

Él sonrió con sorna, mortificado por el prematuro desahucio.

—¿Y de dónde sacas, niña, que yo vine a hablarte de casamiento?

—Está bien —repuso ella—. Entonces, si de eso no se trataba...


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Comedia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Parece tonto esto de narrar cosas que pueden verse sólo con asomarse a la ventana o a la puerta. Por puertas y ventanas trepan al asalto la helada, el bochorno, el tráfago y las impurezas de la vía pública... ¡Quién poseyese una urna hialina, y en ella se claustrase, aletargándose antes como los milagrosos faquires!

Dentro de la urna, tapadas con cera las aberturas de los sentidos, revulsa la lengua para obturar la laringe, allá el dolor que revolotee y entenebrezca el aire. ¡Dolor! ¡Dolor ajeno, sobre todo! ¿En qué nos atañe? ¿No le basta a cada cual su ración? ¿No es inconcebible tortura la mera percepción del dolor universal? Si revuela a nuestro alrededor un solo murciélago, nos crispa; si en una gruta pabellonada de sartas de murciélagos se nos aplana encima el enjambre, nos ahoga. El dolor universal agita el aire con millares de alas de sombra. No nos cabe dentro sino el sufrimiento propio, ¡y rebosa tantas veces!

Una mujer —una sirviente, niñera en casa de modestos empleados pasaba, a fin de orear y dar jugadero al niño, largas horas en aquel jardín de plazuela, bajo los árboles no muy hojosos, al pie de la ruin estatua del poeta dramático. Vigilaba, inquietamente, de buena fe, al chico, rubito celestial, aureolado de bucles; no le perdía de vista; le limpiaba con la mano las arenas incrustadas en las rodillas, por las caídas frecuentes, y le enjugaba el pasajero llanto con labios calientes, maternales. Los actores del teatro fronterizo, al salir del ensayo, se fijaron en el cupidín, y algunos le atusaron los rizos. Especialmente, un representante menos joven de lo que parecía, faz picaresca y rasurada de estudiante de la tuna, ojos gastados y curiosos, embebidos de sensualidad y desilusión, indicó a sus compañeros.

—El chiquillo es divino, pero la niñera no es maleja. ¿Cómo te llamas?

—Lorenza. Y el pequeño, Manolito; en casa le dicen Malito.

—¿Qué edad tienes?


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Cháchara de Horas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El grupo de las veinticuatro hermanas se ha detenido delante de la puerta por la cual va a salir el Nuevo Año. Charlan y se miran con curiosidad, pues como nunca están reunidas, dijérase que apenas se conocen.

Las doce de la noche. (Morena ya algo madura, fresca todavía, vestida de morado oscuro, y que empuña una escoba).— Yo, hermanas mías, más he perdido que ganado con los adelantos de la civilización. Antes era la hora de las orgías, de la magia, de la citas apasionadas y de los crímenes aromáticos. Antes, mis doce campanadas hacían alzarse a los espectros de sus tumbas, y a las hechiceras, barnizadas de untos fríos, salir como cohetes, cabalgando en esta escoba, por la chimenea. Ahora no soy la hora romántica, sino la burguesa, en la cual nada de particular sucede... Ya las orgías son juergas; ya no hay magia, sino telepatía; los crímenes se cometen a la luz del sol; las citas... se dan a cualquier hora. Y en cuanto a las brujas... ¡Pobres mujeres! Las llaman histéricas y las someten a tratamiento en las clínicas...

La una de la madrugada.— Pues ¿y yo? A mí sí que se me ha anulado. Mi hermana las doce habrá perdido en categoría; yo en vida. Antes me alumbraban las candilejas de la escena. Ahora, a las doce y media no queda sobre las tablas un farsante. La espada de la multa les corta los parlamentos. Y yo llego cuando los últimos coches ruedan llevando a sus casas a los últimos trasnochadores.

Las dos.— Vedme a mí. Me han envenenado con beleño. Sólo los gatos me eligen para sus rondas nocturnas. De ser hora de desvelo febril y gozoso, en que los nervios vibran y la fantasía enciende sus farolillos de colores; de ser la hora en que las estrofas acuden aladas al llamamiento de los poetas, y el champagne bulle en las copas cristalinas, alegrando por un momento el plomizo sueño de la vida, he venido a ser la hora en que se ronca; ¡una hora con gorro de algodón y camisón amplio!


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Las Cerezas Rojas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Junio había extendido por el campo todavía juvenil su sonrisa de oro trigueño, y el campo se esponjaba bajo el halago de un calor aún dulce. Los senderos estaban abigarrados de mariposas locas, que se posaban en las zarzas y después remontaban el vuelo para zarabandear en el aire, mezclando sus cuerpos de vivientes flores. Los árboles parecían gozosos de vivir, cuajando su fruta con gallarda abundancia. En los cerezos no sólo había cuajado, sino que rojeaba con brillanteces de pulido coral, y los mirlos silbaban en las últimas ramas, burlonamente, riéndose de quien pretendiese estorbarles el disfrute de aquellos granos rellenos de almíbar un poco agrio...

Un cerezo magnífico vi rebosar de la tapia de un huerto. Por señas, que el tal huerto parecía abandonado. Debía de hacer mucho tiempo que sus frutales no conocían la poda ni su campo era removido por la azada, que orea los terrones y los liberta de hierbas nocivas. En la vegetación, como en la humanidad, la incultura tiene su poesía, tiene su belleza. Las enredaderas descolgándose del muro; las parietarias revistiéndolo de felpa y follaje caprichoso; las altas agrostis tendiendo su nubecilla, su misterioso asfumino vegetal; la misma zarza de rosados ramilletes..., ofrecen un aspecto graciosamente libre, encantador. Mi sorpresa ante el vergel lleno de antiguos árboles y tan descuidado se aumentó al ver, dando la vuelta a las tapias, que la casa de la cual el huerto parecía depender estaba cerrada, empezando a hundirse su tejado y a soltarse sus ventanas de los goznes. El edificio sufría esa degradación de los sitios donde no entra aire, donde la humedad y el polvo acumulado cumplen su faena destructora. Era inminente el momento en que el techo se caería, dejando cuatro ruinosas paredes, asilo de alimañas...


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La Charca

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Este baile del Real, que de otro modo sería uno de tantos, vulgar como todos, asciende a memorable por lo que aún se discute si fue ilusión de fantasías acaloradas por libaciones, alucinación singular de los ojos, broma lúgubre de algún desocupado malicioso o farsa amañada por los concurrentes —aun cuando esto último parece lo más inverosímil, por la imposibilidad de que se pusiesen de acuerdo tantas personas extrañas las unas a las otras para referir un enredo sin pies ni cabeza.

Lo que afirmaron haber visto, visto por sus ojos, no duró más que, según unos, media hora, y, según otros, veinte minutos. Empezó a las tres en punto, y cesó cuando hubo sonado la media.

A tal hora, si bien es la más animada de locuras, hállase ya cansado el cuerpo, turbia la vista, no quedando en el salón los que van «a dar una vuelta», sino sólo los verdaderos aficionados incorregibles. No obstante, redobló de pronto el lanzamiento de serpentinas y cordones y gasas de colorines que envolvía las barandillas de los palcos y tapizaba el suelo; y al caer las tres campanadas llamó algo la atención el ingreso, en dos palcos antes vacíos, de un grupo de máscaras. Las damas lucían dominós de gro y moaré, con encajes, y la capucha que cubría su cabeza era de anticuada forma; los caballeros también vestían capuchones negros, de rico raso, con lazos de colores en los hombros. Los pliegues de los disfraces caían lánguidos sobre los cuerpos de los enmascarados, como si estuviesen colgados de una percha. Se diría que flotaban, que no cubrían bulto alguno.

Los que lo notaron observaron también que las enguantadas manos de las máscaras, apoyadas en el reborde del palco, bailaban en los guantes de cabritilla, blancos y color paja, tan cortos que no pasaban de la muñeca. Hubo quien afirmó que, donde cesaba el guante, en lugar del brazo redondo o fuerte, sólo se veía un hueso color de marfil, un hueso mondo y lirondo.


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La Centenaria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Aquí —me dijo mi primo, señalándome una casucha desmantelada al borde de la carretera— vive una mujer que ha cumplido el pasado otoño cien años de edad. ¿Quieres entrar y verla?

Me presté al capricho obsequioso de mi pariente y huésped, en cuya quinta estaba pasando unos días muy agradables, y, aunque ningún interés especial tenía para mí la vista de una vejezuela, casi de una momia desecada que ni cuenta daría de sí, aparenté por buena crianza que me agradaba infinito tener ocasión de comprobar ocularmente un caso notable de longevidad humana.

Entramos en la casucha, que tenía un balcón de madera enramado de vid, y detrás un huerto, donde se criaban berzas y patatas a la sombra de retorcidos y añosos frutales. Dijérase que allí todo había envejecido al compás de la dueña, y la decrepitud, como un contagio, se extendía desde los nudosos sarmientos de la cepa hasta las sillas apolilladas y bancos denegridos que amueblaban la cocina baja, primera habitación de la casa donde penetramos.

Estaba vacía. Mi primo, familiarizado con el local, llamó a gritos:

—¡Teresa, madama Teresa!

Al oír madama, la aventura empezó a interesarme. ¿Era posible que fuese francesa la centenaria que vegetaba allí, en un rincón de las mariñas marinedinas? ¿Francesa? ¡Extraña cosa!

Una voz lejana respondió desde el huerto:

—Aquí estoy...

El acento era extranjero; no cabía duda. Antes de pasar, interrogué. Me contestó una de esas sonrisas que prometen mucho, una sonrisa que era necesario traducir así: «¿Pensabas que iba a enseñarte algo vulgar?»


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