No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con
suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me
encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció
repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio
Corchado.
Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro
amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su
viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de
invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un
brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no
dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia.
Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería,
charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con
galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.
Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y
en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato,
ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente
cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos
los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada
por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el
estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el
rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un
soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de
esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior
habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos
parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa
asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación…
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