Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán disponibles publicados el 10 de mayo de 2021 | pág. 2

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles fecha: 10-05-2021


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Los Huevos Arrefalfados

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué compasión de señora Martina, la del tío Pedro el carretero! Si alguien se permitiese el desmán de alzar la ropa que cubría sus honestas carnes, vería en ellas un conclave, un sacro colegio, con cardenales de todos los matices, desde el rojo iracundo de la cresta del pavo, hasta el morado oscuro de la madura berenjena. A ser el pellejo de las mujeres como la badana y la cabritilla, que cuanto mejor tundidas y zurradas más suaves y flexibles, no habría duquesa que pudiese apostárselas con la señora Martina en finura de cutis. Por desgracia, no está bien demostrado que la receta de la zurra aprovecha a la piel ni siquiera al carácter femenil, y la esposa del carretero, en vez de ablandarse a fuerza de palizas, iba volviéndose más áspera, hasta darse al diablo renegando de la injusticia de la suerte. ¿Ella qué delito había cometido para recibir lección de solfeo diaria? ¿Qué motivo de queja podía alegar aquel bruto para administrar cada veinticuatro horas ración de leña a su mitad?

Martina criaba los chiquillos, los atendía, los zagaleaba; Martina daba de comer al ganado; Martina remendaba y zurcía la ropa; Martina hacía el caldo, lavaba en el río, cortaba el tojo, hilaba el cerro, era una esclava, una negra de Angola…, y con todo eso, ni un solo día del año le faltaba en aquella casa a San Benito de Palermo su vela encendida. En balde se devanaba los sesos la sin ventura para arbitrar modo de que no la santiguase a lampreazos su consorte. Procuraba no incurrir en el menor descuido; era activa, solícita, afectuosa, incansable, la mujer más cabal de toda la aldea. No obstante, Pedro había de encontrar siempre arbitrio para el vapuleo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Restorán

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El que atiende por este alias, sustitución del humilde nombre de Jacobo Expósito, es un golfo cuya edad no se aprecia a primera vista. Por el desarrollo representa de once a doce años lo más; pero si su cuerpo desmedrado parece de niño, sus facciones están ajadas por la miseria y su expresión es precozmente cauta y recelosa. Las criaturas desamparadas aprenden pronto la dura ley de la vida social; el candor de la infancia lo acaparan los ricos. Restorán no recordaba haber sido inocente.

Hay en Madrid gateras a quienes les sale el día bastante bien. Tienen una cara graciosa, un habla suelta, insinuante, labia, desparpajo; saben hacer útiles abriendo portezuelas, avisando simones o recogiendo el pañuelo que se cae; conocen el arte de mendigar, y cuando, al anochecer, repiten «con más hambre que un oso» o reclaman, cual si les debiese de derecho, la «perrilla». Ya en su mugrienta faltriquera danzan las monedas de cobre que les permitirán refocilarse en el bodegón de la calle de Toledo. Si, conmovidos por sus quejas famélicas, en vez de soltar dinero, los lleváis a una tienda y les compráis la libreta, diciéndoles majestuosamente: «Anda, hijo, come», es como si les dejaseis caer una teja de punta sobre la pelona. Lo que quieren es guita. Ya sabrán gastársela. Tanto para el guisote, tanto para el peñascaró, tanto para coser los zapatos, tanto para la partida de tute… El tabaco no entra en cuenta. Ahí están las colillas.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Otro Añito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Tal vez, durante el año, no nos reuniésemos ni un par de noches los cuatro antiguos amigos; pero guardábamos religiosamente la costumbre de cenar juntos al toque del reloj, que anuncia la expiración de un año y el nacimiento de otro —al cual, materializando una idea, creíamos ver tiritando y quejándose, con trémulos vagidos de criatura arrecida y desamparada—. Porque, en efecto, se habla del año recién nacido, pero no de su ama de cría, y el chiquitín no encuentra, al venir al mundo, regazo que le cobije, ni seno repleto donde calentar la nariz y hartar la boca.

La cena, opípara y alegre, se pagaba por riguroso turno, y aquel año de 189… me tocaba a mí ser el anfitrión. Lugar señalado para el ágape, el restaurant Británico, en que era famoso el cocinero. Acudí puntualmente, pues debíamos sentarnos a la mesa cuando la última argentina campanada nos diese la mala noticia de que éramos doce meses más viejos… Un sentimiento de melancolía, la impresión de lo deleznable, del curso del tiempo que al llevárselo todo se nos lleva a nosotros también, era el oculto amargor de tal momento, y lo disimulábamos con forzadas risas, aparentando expansión y alborozo. Momentos después, el champaña y los sabores fuertes de los manjares nos animaban, con animación puramente animal, mientras allá dentro de sí rumiaba cada uno, secretamente, como si le avergonzasen, los cuidados y los dolores…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Maleficio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo había criado a sus pechos; le había prodigado menudos cuidados: unos, relacionados con la salud física; otros, con la moral; le había enseñado a persignarse, a rezar, a leer; le había creado, en vez de un cuerpo misérrimo, otro cuerpo limpio, sin lacras; empezaba a sentirse orgullosa de aquel hijo que, en cierto modo, era su obra. Creía Julia conjurado el maleficio que sobre él pesaba, el misterioso aojamiento paterno. El veneno que impregnaba las células del organismo de Andrés iba, sin duda, siendo eliminado poco a poco, y su sangre se purificaba, y teñía de rosicler infantil las mejillas de la criatura.

La madre seguía ansiosamente la transformación del niño, que había nacido enclenque y esmirriado. No sabía acaso que el niño es una planta, y según la cultivan así medra, no lo sabía reflexivamente, pero lo sentía. Tampoco sabía, lo que se dice saber, que aun cuando es planta el hombre por muchos estilos, es planta con conciencia… Ahí radica su mal.

Podía Julia ir transformando al muchacho, porque la suerte la había favorecido, dándole medios de hacerlo. Como si «aquel perdido de Santés» fuese el genio malo de la casa, cuando, después de arruinarse, tuvo la excelente idea de morirse de un ataque cerebral que se atribuyó al abuso de la bebida, empezó a mejorar de súbito la situación económica de la viuda, empobrecida y reducida a vivir de su trabajo. Un tío de su marido la dejó un bonito capital; su cuñado (solterón que estaba reñido con su hermano), señaló al sobrinillo fuerte pensión; y un décimo jugado por Julia a la lotería, sacó premio de algunos miles de duros. Y Julia no se alegró por cuenta propia: ella se hubiese defendido cosiendo o planchando, sin quejarse ni aspirar a más. Pero se regocijó ante la idea de que, gracias a tan felices casualidades, su Andrés tenía asegurada la vida, y la amarga lucha por el pan diario no le sería impuesta.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sin Pasión

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El defensor, el joven abogado Jacinto Fuentes, se encontraba desorientado. Si el mismo defendido le desbarataba los recursos empleados siempre con tanto provecho…, se acabó; no había manera de sacarle absuelto, y tal vez entre aplausos de la muchedumbre.

—¿Qué trabajo le cuesta a usted decir la verdad? —preguntaba insistente al asesino, que, con la cabeza baja, el demacrado rostro muy ceñudo, estaba sentado sobre el camastro de su tétrica celda en la Cárcel Modelo—. Confiese que se encontraba…, vamos, enamorado de la mujer, de la Remigia…

—No, señor. ¡Ni por soñación! —exclamó sinceramente el criminal—. Pero… ¿qué iba yo a andar namorao de la pobre de Remigia, que parece una aceituna aliñá, tan denegría como está de carnes, con lo que el marido, mi vítima, le arreaba a todas horas? Lo digo como si me fuese a morir: en ese caso de arrimarme, primero me arrimo a un brazao de leña seca que a la Remigia. Por éstas, que no se me ha pasao nunca semejante cosa ni por el pensamiento.

El abogadito, de recortada y perfumada barba, que había realizado tantas conquistas en sus años, relativamente pocos, se quedó confuso al notar que aquel hombre vigoroso y mozo también no mentía. Acostumbraba Fuentes explicárselo todo o casi todo por la atracción que ejerce sobre el hombre la mujer, y viceversa, y sus derroches de elocuencia los tenía preparados para el caso natural de que el oficial de zapatero Juan Vela, Costilla de apodo, hubiese matado a Eugenio Rivas, alias el Negruzo, por amores de la señá Remigia, mujer de este último y dueña de un baratillo muy humilde en la calle de Toledo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Náufrago

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el lindero del castañar, a orillas del camino real, sobre una piedra que por su forma parece un asiento diestramente labrado, se sitúa todas las tardes un mendigo; un viejo, que apoyando la barba en los puños y éstos en la cayada del palo que le sirve de bastón, nos mira pasar y nada nos pide, únicamente cuando nos ve cerca descruza las manos, se lleva la diestra al abollado sombrero de copa alta, y nos hace un saludo ceremonioso y cortés.

Porque habéis de saber que ese mendigo no es ningún aldeano. Podría la mugrienta chistera, más rizada que un acordeón y más espeluznada que si hubiese presenciado un horrendo crimen, proceder de alguno de esos regalos irónicos que se hacen a los pobres, y que ellos —desventuradillos— no tienen más remedio que aceptar y usar; pero jamás se reduciría un hombre nacido en el surco, a mendigar de levita, pantalones, chaleco y camisola. El labriego pobre no pierde el derecho al harapo y abrigado cómodo, a la ropa que deja juego a los brazos y agilidad a las piernas. Este viejo de la linde del castañar, en su vida destripó terrones.

Así es que, cuando le llamáis para socorrerle, no os atreveríais a dejar caer en su extendida mano —una mano fina, larga, de corvas uñas— el perro grande que colma la ambición del labriego. Lo que la dais es, por lo menos, la pesetilla. Y al oír de labios del viejo una frase muy pulida y acicalada, un «Mil gracias señora, quedo reconocidísimo a su bondad», os entra una vergüenza muy grande, y quisierais haberos corrido con un duro, o poder llevar a vuestra casa al distinguido pordiosero, enjabonarle y sentarle a vuestra mesa, pues sentís en él a un igual vuestro, en lo único que realmente nivela a los hombres: la buena educación.

Aunque paséis cien veces por la carretera sin detener el coche para dar limosna al viejo, él os saludará con la misma afabilidad hidalga, sin dar muestra de impaciencia o de contrariedad.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Navidad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La familia es de las que más abundan: clase media que no se resigna a pertenecer al pueblo. Con esta sencilla definición puede que bastase para formar exacta idea de las interioridades; sin embargo, bosquejaré la situación de sus individuos.

El jefe nominal es un hombre de bien, por necesidad trabajador. Todos los días concurre a su oficina, y allí fuma quince o veinte cigarrillos, charlando largamente de la próxima crisis, de la actitud de Lerroux, del crimen más reciente y de la piececilla en el teatro barato, al cual acompañó a sus hijas la semana anterior. Es un medio como otro cualquiera de sacar a relucir a las niñas, pues sospecha que entre los compañeros de oficina alguno les hace cocos, y sueña con el yerno —para que sus vástagos continúen la dinastía burguesa—, no vayan a tener las chiquillas la endiablada ocurrencia de casarse con un carpintero o un maestro de obras.

El jefe verdadero —es decir, la mamá— es una de esas cuyas siluetas trazaron con sal y donaire Luis Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes. El estado psíquico de semejantes «jefas», al igual de los demás estados psíquicos, tiene sus causas, y es preciso que las encontremos en la irritación permanente que determina el verse obligado a sacar rizos donde no hay pelo, o sea, a gobernar casi sin guita. La conocida pareja que tantas veces ha desfilado por el escenario, haciéndonos reír; el marido tembloroso y calzonazos, la mujer que muerde y pega, no admite otra explicación que un hecho sencillo del orden económico: el varón que funda un hogar con recursos insuficientes; que abdica en la hembra para que ella haga milagros sin ser Dios..., y el desquite, el desahogo de la esposa, en diarios insultos, en todo género de malignidades, en una tiranía doméstica con refinamientos de tortura china.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Los Pendientes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Floraldo era cumplido mozo y de veras lindo galán. Y dicho que era galán, parece ocioso añadir que era también perdido enamorado.

Solamente —dueñas y doncellas honradas— que hay muchas maneras de ser enamorado perdido. Unos se enamoran por lunas, y trastornados de amor están mientras la blanca Febe cumple su rotación en el firmamento; otros, por años, y aman con delirio desde las últimas nieves de un enero hasta los cierzos duros del siguiente; y hay quien —aunque os parezca punto menos que imposible— coge la fiebre de amor maligno por toda la vida, y se la lleva consigo a la sombra de la sepultura.

Cogió Floraldo fiebre de amor viendo, a la salida de misa, a Claraluz, que alumbraba la penumbra del pórtico con el fulgor de unos ojos azules incomparables y con la irradiación de una cabellera que de las mismas hebras del sol creyérase entretejida. Pareciole entonces al mozo que no existía en el mundo cosa más apetecible que la beldad de Claraluz, y pegado a sus pasos como la sombra al cuerpo, y hecho jazmín de su reja, la persiguió, acosó y sitió hasta que ella dio en pagarle tanto rendimiento con otro mayor, de mejor ley y firmeza diamantina. Porque, apenas logrado su antojo, Floraldo empezó a cansarse de aquella hermosura, más de ángel que de mujer; de aquellos ojos puros, claros, luminosos; de aquel cariño ideal y absoluto, que estaba seguro de no perder nunca. Y como quien dice cansado dice inconstante, y Floraldo no vivía sin nuevos empeños, y nuevas ansias, y nuevas calenturas perniciosas de amor, acometiole una afición desatada por cierta danzarina, hija de un hebreo y una gitana de la Sierra, que bailaba en las plazas públicas sobre un tapiz polvoriento, y sonreía con igual sonrisa cruel y cínica de sus labios embermejados a todos los barraganes de la ciudad.


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La Manga

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nati terminó, ante el modesto armario de luna, su tocado y sus aprestos de coquetería. La tarea de prender el sombrero no fue corta. Era uno de esos sombreros inconmensurables que son el encanto, el susto y la ruina de una familia burguesa durante una estación. Había costado ciento diez pesetas redondas, y esa suma, para los padres, representaba no escasas privaciones, un desequilibrio en el presupuesto, la supresión, durante dos meses, del plato de carne en la cena, sustituido por un guisado de patatas o unos panchos fritos.

¡Paciencia! No se podía prescindir de que «la niña» luciese el sombrero que impone forzosamente la moda, y que, en este año de gracia, ha pegado un salto desde los precios admisibles de ocho y diez duros, hasta los de veinte como mínimum. ¿Quién cuenta con eso, vamos a ver? Porque nada ha subido tan sensiblemente: si los comestibles encarecen, no hasta tal punto; suben anualmente, de un modo imperceptible, mientras el sombrero se lanza en vertiginoso arranque... Y, al cabo, de comer se prescinde, no de golpe..., pero vamos, así, poquito a poco —en relación con la carestía de los comestibles—; pero el sombrero es lo sacrosanto. Cuando una muchacha tiene veintiocho años ya, palmito muy celebrado, está llamando la atención en un pueblo donde acaba de llegar su padre a desempeñar un empleo, y espera fundadamente el fénix matrimonial, cazable con la liga de ese artefacto que, bajo sus alas enormes, presta a la señorita honrada la provocación atractiva de las cupletistas y las cocotas en los grandes casinos internacionales.


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Rabeno

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Habiendo dejado el coche como a un kilómetro de la casa de campo, el doctor siguió su camino, a pie, casi satisfecho de que no llegase la carretera hasta el domicilio del cliente. La mañana de otoño era tan primorosa; el sol brillaba con tal dulzura, con el relucir pálido de un disco de oro acabado de bruñir; el aire tenía una elasticidad tan suave, y los matorrales estaban de tal modo engalanados con la maraña carmesí de las barbas de capuchino, que el paseíllo, lejos de molestar, era un tónico.

«Don Agustín tendrá lo de costumbre —pensaba el médico—. Su ataque de reúma, con las primeras humedades… ¡Pchs!…».

Al meterse en la senda, donde revuelve y se alza el crucero, todo recubierto de viejo liquen de oro, una mocita aldeana, muy joven, salió de una casucha, llevando en la cabeza, en equilibrio, un cesto. El chillido que exhaló al ver al doctor y el esguince de espanto fueron como de acosada alimaña que se ve ya en poder de sus enemigos, y el cesto cayó al suelo aparatosamente. Y como el doctor tratase de socorrer a la chiquilla, la vio, trémula, arrodillarse, alzando las manos.

—Pero ¿qué te pasa, rapaciña? ¡Y es bonita la condenada! ¡Arriba, que no te hago daño, tonta! ¡Válgame Dios, mujer! ¡El cesto era de huevos!

La inmensa tortilla extendíase por el sendero, tiñéndolo, mitad de oro vivo y mitad de mucosidades transparentes. Y, al perder el miedo, la moza se dio a llorar la pérdida.

—¡Ay, ay, ay! ¡Desdichadiña de mí!

—¡Ea —ordenó el doctor, entre divertido e impaciente—, a recoger los que quedaron sanos, y a consolarse!… ¿Adónde ibas tú con esos huevos, mujer?

—Perto de don Agustín… Encargómelos la cocinera aiernoche…

—Yo también voy a casa de don Agustín. Soy el médico, que no soy ningún ladrón ni un pillo, ¿entiendes? Y te acompaño. Toma para la pérdida.


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