Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán disponibles publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 3

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles fecha: 27-02-2021


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El Linaje

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La noche había caído, envolviendo en sombras el arrogante castillo señorial, confundiendo los términos de sus jardines y parques, y prestando nueva y plañidera música al surtir y gotear de sus fuentes de mármol. Dijérase que lloraban, en aquella plácida y serena noche de Junio; y era que las lágrimas de la madre, velando en el inmenso salón el cuerpo del hijo que acababa de morir, iban sin duda, llevadas por la suave brisa, a confundirse con hilitos de agua, tan rientes a la luz, tan quejumbrosa ahora…

Velaba la madre —ella sola, pues no había querido consentir que la acompañase nadie, al rendir el postrer tributo de amor y de dolor al único fruto de sus entrañas—. Altos blandones, en candeleros de plata antigua, alumbraban apenas la parte del salón en que, dentro del blanco ataúd y sobre extendido paño heráldico, bordado de históricos blasones, yacía el niño, del mismo color de la cera que se consumía en los hacheros. La madre, arrodillada, sollozaba, sin fuerzas para orar; faltábale en aquel instante resignación, y no podía contener su desesperado llanto. Era la criatura que acababa de expirar, a la vez su consuelo y su esperanza: con el niño al lado, sentía menos la soledad y el abandono en que la dejaba un esposo inconstante, ingrato y libertino; por el niño se prometía reconquistar al padre, convertirle otra vez al hogar y al afecto. Al perderle, lo había perdido todo, hasta la sonrisa misteriosa y prometedora que el porvenir tiene para los más desventurados…

Poco a poco, la fatiga y el exceso de la pena trajeron una reacción inevitable: los nervios agotados y el cuerpo rendido por larga y trabajosa asistencia dijeron que más no podían: la materia sonrió irónicamente de su triunfo, y la madre, recostando la frente al borde del almohadón en que descansaba la cabeza inerte de su hijo, se quedó dormida, con sueño de plomo, con letargo mortal…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Lorito Real

Emilia Pardo Bazán


Cuento, cuento infantil


¡Si supieseis qué alegre se puso Tina Gutiérrez cuando su padrino la regaló el día de Santa Tina (que era en el calendario el de Santa Florentina) un juguete vivo, que corría, se movía, mordía y chillaba!: ¡un loro preciosísimo, comprado cerca del Teatro Español, allí donde están expuestos en sus jaulas tantos avechuchos, canarios, palomos, guacamayos, monitos y perros!

Con mil transportes de gozo, Nené se propuso consagrarse a labrar la felicidad de su loro, cuidando de limpiarle la jaula, mudarle el agua, evitar que viese ni desde una legua el perejil (ya sabéis que el perejil mata a esos bichos), y traerle garbanzos bien cociditos, bizcocho y otras golosinas.

La verdad es que el lorito era una monada. Tina no cesaba de alabarle.

¡Qué diferencia entre él y las estúpidas de las muñecas, que no daban a pie ni a pierna, se estaban eternamente en la misma postura, y para que abriesen o cerrasen los ojos había que tirarles de un cordelito!

El loro hacía mil morisquetas chistosas: alzaba una pata; se rascaba el moño; cogía los garbanzos y los trituraba con el pico; se enfadaba; se erguía; intentaba morder, y aunque en lo de hablar no estaba tan fuerte, ya iría aprendiendo —decía Tina—, que se había declarado profesora del loro.

A fuerza de repetirle a Perico (éste fue el nombre que le pusieron) algunas palabras y luego algunas frases, el animalito daba esperanzas de aprenderlas.

«Lorito real» —le decían— y él graznaba: «¡Lorrito!», o cosa semejante. «¡Rico! ¡Ric… co! ¡Precioso! ¡Prerrccioss!».


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Mausoleo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Esto de las ambiciones humanas tiene mucho que observar. Cada quisque pone la mira en algo que quizá al vecino le sería indiferente. Hay ambiciones generales; hay otras individuales, extrañas y de difícil justificación, si no supiésemos que todas son igualmente vanas.

A pocos seguramente les desvelará lo que fue objeto de las constantes ansias de un hombre, por otra parte sencillo y ajeno a la mundanal vanagloria. Don Probo Gutiérrez López, empleado subalterno, sólo lamentaba carecer de bienes de fortuna, porque desde niño había fantaseado que sus despojos esperasen el Juicio final encerrados en un mausoleo suntuoso, erigido en el cementerio de su ciudad natal, Repoblada.

Este cementerio, para el cual se han aprovechado terrenos baldíos que antes fueron estercoleras públicas, es uno de los ejemplares más desastrosos de lo antiestético y antipoético de las construcciones modernas, ya se consagren al reposo de la muerte, ya al tráfago de la vida. Una tapia blanca y maciza lo cerca, dando a su forma fastidiosa regularidad. Una capilla de estilo gótico de alcorza rompe únicamente la monotonía del cuadrilongo, proyectando en una esquina la pobreza de su endeble aguja. Dentro, los nichos, adosados a las paredes, enfilan sus anaqueles mezquinos, que sugieren la idea de muertos asfixiados en la estrechez. Las lápidas ostentan rótulos candorosos, y al abrigo de vidrios ovales, fotografías amarillentas, mechones de pelo lacio y ramos de siemprevivas. El arbolado nuevo, cipreses y sicómoros, no ha adquirido todavía el frondoso porte que tanto hermosea algunos camposantos modestos. Faltando el verdor, faltan pájaros, esas aves de canto vivaz y alegre que en tales lugares parecen adquirir sugestiva melancolía. Y así, el cementerio de Repoblada es realmente de una tristeza depresiva, aburriente y seca, que irrita en vez de conmover.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Quinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera. No la quieren dejar pasar los médicos; mis sobrinos la aguardan con secreta ansiedad… Ella está segura de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos huesecillos de sus dedos sobre mi corazón, y el péndulo se parará eternamente.

Viene como acreedora: sabe que le debo una vida…, que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y es que en mi conciencia estaba grabado el precepto santo que nos manda no extinguir la antorcha que Dios enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel episodio, por si a la luz de esta hora suprema lo descifro. Otros sienten remordimientos de haber matado. Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo…, porque no maté.

Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay uno que se impone: aquí fue Enrique, y yo me avine a sus gustos, me adapté a su genio. Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre mí ejercía, cuando lo advertí, experimenté cierta involuntaria mortificación. En mi interior surgió el afán inconsciente de reivindicar mi personalidad si se presentaba una ocasión decisiva.


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El Toro Negro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre los títulos nobiliarios españoles que figuran en los anales taurinos por haber empuñado el estoque o manejado la muleta, el marqués de Tendería fue quizá el único que salió novillero y se atrevió con toros ya formados. Perdidas la agilidad y esbeltez, viejo y algo sordo, le quedaba la autoridad, el derecho de decir como al descuido: «Cuando despaché a Abejorro… El día en que le solté la larga a Choricero…». Los tres o cuatro bichos sacrificados por el marqués, y cuyas cabezas, primorosamente disecadas, adornaban su antecámara y su despacho, le daban guardia de honor, formándole una envidiada leyenda.

Quien quisiese oír de toros y toreros, que le preguntase a Tendería. Naturalmente, el marqués alababa lo de su tiempo, la generación que alcanzó, echando abajo la presente. Lo hacía con ingenio, con copia de argumentos, y como amenizaba sus juicios con anécdotas y detalles interesantes, se le escuchaba y celebraba. Una de sus conversaciones quedó fija en mi memoria —ya diré la causa—, y la transcribo fielmente en cuanto a la esencia, aunque las palabras no sean las mismas punto por punto.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Heno

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Paulino Montes, muchacho de posición excelente —lo que se dice una conveniencia—, se enamoró de una artista. Al menos así la calificaban los periódicos al publicar su retrato. Artista lírica, de zarzuela, Candelaria —la Candela, como la llamaban generalmente—, poseía una voz de grillo acatarrado; pero su cuerpo tenía líneas seductoras. Ni gruesa ni flaca; de carnes dulcemente repartidas sobre armazón de menudos, bien formados y delicados huesos; de cabellera naturalmente rubia, y tan rica y sedosa que era un regio manto; de cara inocente y picaresca, en mezcla original, sugestiva, la Candela triunfaba siempre que el papel requiriese sólo belleza y donaire. Es preciso reconocer que Paulino no se engañó a sí mismo; al sentirse ciegamente prendado de la Candela, ni un instante atribuyó su inclinación a los méritos artísticos de la muchacha, a su canto ni a sus danzas. Comprendió que el señuelo era otro, y que si encuentra a Candela de mantón en la calle, o escoltada de mamá y hermanos en una tertulia, el efecto es exactamente el mismo. Sin embargo, las tablas fueron cómplices, y aquellos brazos torneados y aquella admirable mata rubia, y aquellas canillas elegantes, no se ostentarían en otro lugar como allí, a las luces de bengala y con el atavío verde claro de «Canal de Isabel II», en una revista hidráulica que embelesó a todo Madrid.

Paulino era hasta inteligente en música; no dudó de que el arte nada perdía cuando, arrastrado por estímulos superiores a su voluntad, propuso a Candela el matrimonio, tres meses después de gustar con ella conversación entre bastidores. Los informes adquiridos por el enamorado establecían que la artista era «una chica decente». En todas partes las hay, y acaso en la escena escasean menos de lo que supone la malicia.


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La Cola del Pan

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La mañana, como de encargo. Desde las últimas horas de la noche, y durante toda la madrugada, había llovido, no lo que se dice a cántaros, sino terca y silenciosamente; ese llover que parece que no va a cesar nunca… El suelo, un puro lodazal; y en él patullaban, calados, los «de la cola».

Se hallaban allí desde el romper del día, sin perder el buen humor la mayor parte; diciendo chirigotas y resignados a la espera, hasta que Dios les deparase el pan nuestro… ¡Y qué pan!

La víspera, gritos de indignación y dichetes irónicos habían saludado a las microscópicas libretas, de mínimas dimensiones y, por contera, mal elaboradas. ¡Feliz, así y todo, quien las podía obtener!

El caso era llevar algo al domicilio, donde la vuelta de coleros y coleras era esperada como el santo advenimiento. De ellos se aguardaba el alimento maravilloso, el que sustituye a todos los demás: la pasta del trigo. ¡Bueno es el coci, y no despreciemos a las judías con colorado; pero el pan! Donde hay chicos, ¡nada como el pan! Vaya usted en las familias a remediarse sin él. Y es un guiso que está hecho: ni carbón, ni aceite se gasta.

—¿Verdá, usted señá Remigia? —preguntaba la señá Ponciana, alias la Mantecosa, que tenía un cajón de verdura en el mercado—. A las creaturas, su buen zoquete de pan…, y los míos, proecillos, dos días ha que no lo prueban. ¡Por las patas debíamos ahorcar a los que armaron tal huerga; condenaos!


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El Morito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se habló un poco de él, cuando vino aquella embajada del Sultán, que se dio en Madrid buena vida, tan pronto a su manera como a la nuestra, largos meses.

Era este moro bello ejemplar de raza, alto, cenceño, de acusadas y correctas facciones semíticas, de ojos como pájaros sombríos y de pies chicos como cascos de corcel árabe; las blancas telas que envolvían su cuerpo formaban alrededor de él una aureola de limpieza elegante, porque Hafiz, así le llamábamos sus amigos españoles, era moro currutaco, dado a abluciones y cuidados de tocador, sin que para ello hubiese menester acordarse de los preceptos del Profeta.

He dicho sus amigos españoles, y lo repito, porque los tuvo aquí a docenas a poco de su llegada. Hablaba nuestra lengua con acento dulce, caídas graciosas y ligeras imperfecciones; no ignoraba el francés, y se puso de moda, porque demostró, desde el primer momento, vivo deseo de enterarse de nuestras costumbres, de empaparse en nuestra civilización. Lo que iba viendo le sugería dichos oportunos, críticas sin dureza que todos celebrábamos, y a las cuales muchas veces asentíamos. Así es que Hafiz, convidado y sin gastar un céntimo, iba a todas partes y había siempre sitio para él en palcos y coches.

Naturalmente, dada nuestra manera de ser nada nos preocupaba como la cuestión de amoríos. Hafiz tenía partido con las mujeres, pero ya se adivina con cuales. Dígase lo que se diga, las señoras no suelen beber los vientos por moros ni por gente exótica, y Hafiz, si recogió en los salones amables sonrisas y ojeadas de curiosidad, no cosechó la flor de granado del amor de la cristiana, caso digno de ser contado en romances y llorado en endechas. Pero, en otras esferas, no pudo quejarse el infiel. Es decir, le oímos un día lamentarse, sí, del exceso de felicidad… Y como le dijésemos:


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El Mundo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las dos hermanas se encontraron en el estrecho pasillo; casi se tropezaron, y se dieron un beso, siendo de cariño a pesar de lo tristes que estaban. La mayor, Dionisia, venía del cuarto de la madre enferma, trayendo una taza de caldo vacía ya; la menor, Germana, de la cocina, de calentar por sus manos un parche cáustico. La penosa y quebrantadora faena de enfermeras, la vigilia y las inquietudes habían empalidecido y ajado sus caras graciosas, donde esplendía, antes, fresca y atractiva, la «belleza del diablo».

—¿Cómo queda ahora? —preguntó Dionisia.

—Me parece que peor… Con mucha fatiga, ¿sabes?

—¿Recado al médico?

—No quiere.

—¡Aunque no quiera…!

Suplicantes, momentos después balbuceaban al oído de la paciente… Era necesario que viniese el doctor; con que recetase un calmante, aquel acceso pasaría…

Respiroteaba la señora como pez a quien sacan de su elemento y dejan temblar sobre la playa en anhelo agónico. Desmadejada, azulosa la tez, sus labios morados se abrían desmesuradamente, queriendo beberse todo el aire del mundo. Las hijas, conteniendo el sollozo, la auxiliaban como podían; dábanle fricciones suaves, la incorporaban, abrían la ventana de par en par. El parche, olvidado, se enfriaba sobre la mesa de noche. Al fin se aquietó un poco; la respiración era más fácil y franca. Pudo hablar:

—Ahorrad médico. Lo indispensable. Acordaos de que cada visita cuesta un duro.

Ante el gesto de desinterés de indiferencia de las muchachas, la señora añadió, no sin esfuerzo doloroso, terrible:


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El Niño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Según avanzaban las horas del fosco día de diciembre, tasada su mísera luz por los turbios vidrios de la venta que pretendía iluminar la guardilla, aumentaba el sufrimiento de la mujer. Había instantes en que pensaba morir —y aún lo deseaba— con la fuerza del dolor que atarazaba sus fibras. El marido no estaba allí; había desaparecido una mañana, no se sabía hacia dónde, aunque se suponía que a América, no tanto en busca de trabajo, que aquí no le faltaba, sino de libertad y vicios, dejando a su esposa como se deja la copa agotada sobre el mostrador de la taberna. Y ella, la mísera, que no sabía oficio alguno, que venía en derechura del campo cuando se casó, allí se había quedado, sin más amparo que el de la caridad; pues ni aun en el servicio doméstico más humilde la admitirían en el estado en que se encontraba.

Y con todo esto, sola, pobre, abandonada, retorciéndose de sufrimiento y de tortura, la mujer sentía por momentos que se estremecía de esperanza y de gozo. Andrajo de humanidad tirado en un rincón, olvidado, barrido, por decirlo así, de entre sus semejantes, la infeliz iba a dar vida, a producir, por el desgarramiento de sus entrañas, un nuevo ser. ¡Y sus pensamientos volaban, volaban hacia lo más alto, en un vértigo de esperanza ambiciosa! Oía, según iba cayendo la noche, el chirrido de las chicharras, el estridente himno de las cornetas, el silbo de los pitos, el rasgueo de los guitarros, y pensaba, enorgullecida, que todo aquel alborozo era por un Niño, por un Niño como el que ella iba a traer al mundo. No calculaba la diferencia de significación espiritual; de eso, ¿qué entendía ella, la cuitada? Veía otro Niño regordete, colorado, con pelusa en el cráneo, con un corpezuelo hecho a torno; otro Niño como el del pesebre, con una risa tempranera y una gracia candorosa al buscar el seno de la madre…


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