Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán disponibles publicados el 27 de febrero de 2021 | pág. 5

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles fecha: 27-02-2021


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El Rosario de Coral

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las monjitas del convento de la Humildad fueron testigos de un prodigio más inexplicable que ninguno.

El prodigio, en efecto, no se parecía a los reiterados casos en que la gracia, visiblemente, había descendido sobre el convento.

No era que se hubiese curado súbitamente una monja de inveterada parálisis, ni que hubiese parpadeado la efigie de Nuestra Señora, que todos los años, el día de su fiesta, abre lentamente los ojos y envía por ellos rayos de amor a los que extáticos la miran. Tratábase de un fenómeno extraño, y al parecer sin objeto, porque no edificaba.

Era que las cuentas del rosario de la madre Soledad, hechas de huesecillos de aceituna del Olivete, se iban transformando, poco a poco, en cuentas de coral rojo magnífico, y el engarce, de latón, se volvía de oro afiligranado y brillante.

Cuchicheaban las reclusas a la salida del coro, en las horas del recreo, en el huerto, por los claustros. ¿Se había fijado la madre Gregoria? ¿Era una ilusión de la vista de la madre Celia, con su principio de cataratas? ¿Soñaba la madre Hilaria al asegurar que el año pasado el rosario sólo tenía un diez rojo, y ahora ya era otro diez y las Avemarías?


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Cuba

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El pintor que quisiese crear un Sileno típico y entonado, encontraría modelo incomparable en Antón de Caneira. Sileno no es un alcohólico, sino un vinoso, y ambas cosas no pueden confundirse. Sileno tiene los cachetes abermellonados, los ojos chispeantes y alegres, no la lívida palidez y las atónicas pupilas del alcohólico habitual. Sileno siente despertarse su instinto viril ante las carnes sólidas de una ninfa o de una bacante desgreñada, y el miserable esclavo del aguardiente ya ni nota el aguijón de que se quejó San Pablo… Antón de Caneira, el Sileno aldeano, no bebe «perrita». Su beodez es clásica. Pámpanos y racimos… El vino… El vino, sí. El vino en todas sus formas, jovial y juvenil en el mosto, confortador y sabroso al rehacerse, fragante y recio en su vejez… Hasta el vino malo, aguado, anilinado, de las tabernas, encontraba en Antón de Caneira un admirador, cuando no podía trasegar entre pecho y espalda algo más legítimo. Sólo empezaba a despreciar el peleón, ante el Borde añejo. Lo malo es que éste era muy raro, muy caro, y Antón no siempre guardaba en el raído bolsillo una peseta.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Quinto

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No puedo dudarlo. Ella se aproxima; oigo el ruido de manera seca de sus canillas y el golpeteo de sus pies sin carne sobre los peldaños de la escalera. No la quieren dejar pasar los médicos; mis sobrinos la aguardan con secreta ansiedad… Ella está segura de entrar cuando lo juzgue oportuno. Pondrá los mondos huesecillos de sus dedos sobre mi corazón, y el péndulo se parará eternamente.

Viene como acreedora: sabe que le debo una vida…, que al fin cobró, pero que yo me negaba a entregar. Y es que en mi conciencia estaba grabado el precepto santo que nos manda no extinguir la antorcha que Dios enciende. ¿Hice bien? ¿Hice mal? Voy a recordar aquel episodio, por si a la luz de esta hora suprema lo descifro. Otros sienten remordimientos de haber matado. Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo…, porque no maté.

Fue mi mejor amigo de la juventud el marqués de Moncerrada. Juntos cursamos la facultad de Derecho; juntos corrimos las primeras aventuras. No teníamos dinero propio, todo era común, y ni el interés, ni la vanidad, ni la mujer abrieron entre nosotros grieta alguna. De dos que se quieren, siempre hay uno que se impone: aquí fue Enrique, y yo me avine a sus gustos, me adapté a su genio. Al pronto no me di cuenta del ascendiente que sobre mí ejercía, cuando lo advertí, experimenté cierta involuntaria mortificación. En mi interior surgió el afán inconsciente de reivindicar mi personalidad si se presentaba una ocasión decisiva.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Panteón de los Años

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Allá donde las eternas nieves cubren, como un casquete de plata, la extremidad de la tierra, y existen soledades dilatadísimas, sin rastros de vida, no ya humana, sino de toda clase, con gigantescos bloques de hielo, se ha formado el eterno edificio.

Se alzan colosales sus bóvedas transparentes, y su estilo arquitectónico recuerda en gran parte el de las construcciones atribuidas a los cíclopes. La puerta, la única puerta, es baja, y no existen ventanas, ni cornisas ni adornos. Dentro, salas y más salas, y, abiertos en el mismo hielo, nichos donde descansan los años difuntos. Fue el Padre Tiempo, el viejo temeroso, el siempre joven interiormente, el que se renueva a medida que se consume, quien trazó el plano y erigió los muros deslumbradores de este edificio misterioso, para dar en él sepultura magnífica a sus hijos, según van precipitándose en el abismo del no ser.

Millones de años yacen allí, y el mayor número ha transcurrido sin dejar huellas en la memoria de nadie. Antes de que el hombre, en el período del último terciario y el primer cuaternario, hiciese su aparición sobre la tierra, años infinitos, que no es posible calcular, habían caído silenciosamente en la fosa común, como caen las hojas en las grandes selvas desconocidas, y se amontonan formando capas de mantillo, donde brotará nuevos gérmenes. Padre amoroso, aunque devore a su progenie por necesidad ineludible, el barbado Kronos recogió a esos años oscuros y sin historia, y los llevó al palacio fúnebre y glacial. Ninguna inscripción señaló el sitio que ocuparon. Eran los años anónimos, en que todo fermentaba para las evoluciones y los cataclismos futuros.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Femeninas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Una vez que el itinerario nos ha traído hasta aquí —dije a mis compañeros de excursión— ¿por qué no hacemos una visita a sor Trinidad, que se llamó en el mundo Carolina Vélez Puerto?

—¡Ah! ¿Pero está aquí Carolina? —interrogó Gil Grases, el más animado y bromista de los que figurábamos en la excursión—. Creí notar en su voz entonaciones de sobresalto, y comprendí que había cometido un desacierto. Gil Grases era una criatura adorable, simpático hasta lo sumo, sin otro defecto que carecer por completo de sentido común.

Cuando se supo la nueva de la vocación de Carolina, se atribuyó al modo de ser de la calamidad de Gil Grases, al convencimiento de lo infeliz que sería con él, por lo cual, y prefiriendo vida más sosegada, había puesto ante su amor sus votos de religiosa.

El convento se encontraba sobre la villita y producía una impresionante sensación de soledad y paz profunda. Era una mole cuadrada, con muy escasos huecos, defendidos por celosías espesas, negras, como sombríos ojos en un rostro pálido.

Llamamos al torno del monasterio. Antes de que la hermana tornera abriese, echamos de menos a Gil.

—Puede que siga enamorado de la monja y no quiera verla —susurramos.

Parece que sintió muchísimo que Carolina profesara.

La tornera, después de un «Ave María Purísima» nasal, —nos dijo: «Las madres están en el coro, pero ya se acaba el rezo. Ahora mismo saldrá sor Trinitaria con la madre abadesa».

Al poco, volvimos a escuchar el gangueado «Ave María», y la cortina se descorrió. Entrevimos detrás, en la penumbra, dos figuras muy veladas. Y al preguntar: «¿Tenemos el gusto de hablar con la madre abadesa?» —el bulto más grueso dijo al otro:

—Puede alzarse el velo, sor Trina, si estos señores como parece, son amigos suyos.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Niño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Según avanzaban las horas del fosco día de diciembre, tasada su mísera luz por los turbios vidrios de la venta que pretendía iluminar la guardilla, aumentaba el sufrimiento de la mujer. Había instantes en que pensaba morir —y aún lo deseaba— con la fuerza del dolor que atarazaba sus fibras. El marido no estaba allí; había desaparecido una mañana, no se sabía hacia dónde, aunque se suponía que a América, no tanto en busca de trabajo, que aquí no le faltaba, sino de libertad y vicios, dejando a su esposa como se deja la copa agotada sobre el mostrador de la taberna. Y ella, la mísera, que no sabía oficio alguno, que venía en derechura del campo cuando se casó, allí se había quedado, sin más amparo que el de la caridad; pues ni aun en el servicio doméstico más humilde la admitirían en el estado en que se encontraba.

Y con todo esto, sola, pobre, abandonada, retorciéndose de sufrimiento y de tortura, la mujer sentía por momentos que se estremecía de esperanza y de gozo. Andrajo de humanidad tirado en un rincón, olvidado, barrido, por decirlo así, de entre sus semejantes, la infeliz iba a dar vida, a producir, por el desgarramiento de sus entrañas, un nuevo ser. ¡Y sus pensamientos volaban, volaban hacia lo más alto, en un vértigo de esperanza ambiciosa! Oía, según iba cayendo la noche, el chirrido de las chicharras, el estridente himno de las cornetas, el silbo de los pitos, el rasgueo de los guitarros, y pensaba, enorgullecida, que todo aquel alborozo era por un Niño, por un Niño como el que ella iba a traer al mundo. No calculaba la diferencia de significación espiritual; de eso, ¿qué entendía ella, la cuitada? Veía otro Niño regordete, colorado, con pelusa en el cráneo, con un corpezuelo hecho a torno; otro Niño como el del pesebre, con una risa tempranera y una gracia candorosa al buscar el seno de la madre…


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El Rival

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—La única mujer que me ha trastornado inspirándome algo espiritual, algo dominador —dijo Tresmes evocando uno de sus recuerdos de galanteador incorregible—, ni era bonita, ni elegante, ni descendía del Cid… Por no ser nada, tengo para mí que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosa fue, o dígase inexpugnable; y acaso sea ésa la verdadera razón de mi sinrazón, porque, créanlo ustedes, estuve loco.

Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer, Marcela Fuentehonda… ¿No os acordáis? ¡Fue tan público aquello! Sí, Celita, mi prima, a la sazón mi «doña Perpetua» (ya íbamos cansándonos de constancia, preciso es decirlo en elogio de los dos), un día en que nos aburríamos más de la cuenta y temblábamos ante la perspectiva de pasarnos la tarde entera poniendo bostezos de a cuarta entre un «paloma» y un «mía», me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a consultar a una adivina, sonámbula o qué sé yo, recién llegada a París. Dicho y hecho; nos embutimos en un simón —a esas cosas no se suele ir en coche propio—, llegamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico que recuerda la Inquisición, subimos una escalera destartalada y entramos en una salita con muebles antiguos, de empalidecido damasco carmesí…

—¿Y cómo es que una hechicera parisiense se había metido en tal tugurio? —preguntamos al vizconde.

—¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero, para mayor misterio, consultaba en aquella casa, que desde tiempo inmemorial habitaban las brujas de Madrid. Sí, es una morada —lo averigüé entonces— donde nunca falta quien eche las cartas y practique los ritos quirománticos.

Soltamos la carcajada, sin que Tresmes uniese su risa a la nuestra, de un superficial escepticismo.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Galana y Relucia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era una yunta que daba gozo de verla. Parejas como dos gotas; rollizas y limpias de piel, con la misma raya de azabache a lo largo del lomo, rematado en el vigoroso maslo, esquilado siempre; nada traicioneras, incapaces de soltar una coz a un descuidado; con el diente alegre y el trabajo continuo, las dos mulas del Tío Terrones valían cuanto pesaban en oro. Al menos, así se lo decían los convecinos, los de Montonera, con sus miajas de envidia porque aquel diantre de hombre tenía la suerte arrendada.

Al menos, lo creían así… La verdad de las cosas la sabe quien la sabe. Tío Terrones, antaño, tuvo un golpe de fortuna; una hija suya, la Petronila, le dio bastante dinero, en veces. Lo malo fue que la pobretica se murió. No pudiendo recelar que tal cosa sucediese, porque era como una clavellina la moza, tío Terrones anduvo a la buena vida. Le quedaban, al faltar Petronila, unas tierras, la casa y aquel par de mulas, que en leguas a la redonda no lo había semejante. Todo ello bastaría a quien no tuviese medio perdido el hábito del trabajo, que es difícil de conservar.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Irracional

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El deber de Cleto Páramo en Madrid era estudiar Derecho. Para eso, y no para otra cosa, le había enviado a la Corte, con el subsidio de cuatro pesetas diarias, su tío el señor cura de Villafán. Si hemos de ser enteramente francos, el cura hubiese preferido verle ingresar en el Seminario de la diócesis, tenerle allí bajo el ala, cuidar de su alma y de su ropa interior y hacer de él un misacantano. ¡Porque ese Madrid! ¡Esa perdición! ¡Lo que allí hará un muchacho suelto! ¡Y cuando vuelva al lugar, qué va a traer sino las camisas y los calzoncillos en un puro jirón y en la conciencia un cargamento de pecados mortales! Pero, así y todo…


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El Tapiz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de su desconocida admiradora lejana, indicando un gesto de melancolía. «Me pregunta si soy joven aún…». Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada mano, en estrofas, sin embargo, brillantes, la especie de apólogo que transformo en cuento.

* * *

Fue en una tienda de anticuario parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le pidieron: el resto de sus ahorros. Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que poseía. Poco a poco, sin embargo, el tapiz se destacaba. Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o —actitud más significativa— afectaban frialdad y secura y, previos circunloquios de chalán, preguntaban, como al descuido, si no pensaba Rafael «cambiar el tapicito». Ante la negativa, venían las proposiciones insinuantes:

—Vamos, hasta los dos mil me correría…

Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien abultada de billetes.

—¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un encaprichado…

Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía, empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo maravilloso.

A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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