Textos más antiguos de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 16

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Martina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hija única de cariñosos padres, que la habían criado con blandura, sin un regaño ni un castigo, Martina fue la alegría del honrado hogar donde nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó a decir que era bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de Martina, atraídos por la juventud y la buena cara, unidas a no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus pretendientes, obedeciendo a ese instinto de hostilidad burlona que caracteriza el primer período de la juventud.

Así pasaron tres o cuatro inviernos; en Marineda empezó a susurrarse que Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media naranja le sería difícil.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Apólogo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Habíase enamorado Vicente de Laura oyéndola cantar una opereta en que desempeñaba, con donaire delicioso, un papel entre cómico y patético. La natural hermosura de la cantante parecía mayor realzada por atavío caprichoso y original, al reflejo de las candilejas, que jugueteaban en la tostada venturina de sus ondeantes y sueltos cabellos, flotantes hasta más abajo de la rodilla. Hallábase Laura en estos primeros años felices de la profesión en que un nombre, después de hacerse conocido, llega a ser célebre; esos años en que la chispita de luz se convierte en astro, y los homenajes, las contratas, los ramilletes, las joyas, los retratos en publicaciones ilustradas, los artículos elogiosos caldeados por el entusiasmo, llueven sobre la artista lírica, halagando su vanidad, exaltando su amor propio y haciéndola soñar con la gloria. ¿Por qué entre el enjambre de adoradores que zumbaban a su alrededor Laura distinguió a Vicente, escogió a Vicente, oficial que no poseía más que su espada y un apellido, eso sí, muy ilustre: el sonoro apellido hispanoárabe de Alcántara Zegrí?


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

A Secreto Agravio...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella tienda de ultramarinos de la calle Mayor regocijaba los ojos y era orgullo de los moradores de la ciudad, quienes, después de mostrar a los forasteros sus dos o tres monumentos románicos y sus docks, no dejaban de añadir: «Fíjese usted en el establecimiento de Ríopardo, que compite con los mejores del extranjero.»

Y competía. Los amplios vidrios, los escaparates de blanco mármol, las relucientes balanzas, los grifos de dorado latón, el artesonado techo, las banquetas forradas de rico terciopelo verde de Utrecht, las brillantes latas de conservas formando pirámides, las piñas y plátanos maduros en trofeo; las baterías de botellas de licor, de formas raras y charoladas etiquetas, todo alumbrado por racimos de bombillas eléctricas, hacían del establecimiento un suntuoso palacio de la golosina. Así como en Madrid salen las señoras a revolver trapos, en la apacible capital de provincia salían a «ver qué tiene Ríopardo de nuevo». Ríopardo sustituía al teatro y a otros goces de la civilización; y los turrones y los quesos, y los higos de Esmirna eran el pecadillo dulce de las pacíficas amas de casa y sus sedentarios maridos, por lo cual no faltaban censores malhumorados y flatulentos que acusasen a Ríopardo de haber corrompido las costumbres y trocado la patriarcal sencillez de las comidas en fausto babilónico…


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Religión de Gonzalo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Y qué tal tu marido? —preguntó Rosalía a su amiga de la niñez Beatriz Córdoba, aprovechando el momento de intimidad y confianza que crea entre dos personas la atmósfera común, tibia de alientos y saturada de ligeros perfumes, de una berlina bien cerrada, bien acolchada rodando por las desiertas calles del Retiro a las once de una espléndida y glacial mañana de diciembre.

—¿Mi marido? —contestó Beatriz marcando sorpresa, porque creía que su completa felicidad debía leerse en la cara—. ¿Mi marido? ¿No me ves? ¡Otro así!…

Por la de nadie cambiaría yo mi suerte…

Rosalía hizo un gestecillo, el mohín de instinto malévolo con que los mejores amigos acogen la exhibición de la ajena dicha, y murmuró impaciente:

—Mira; yo no te pregunto de interioridades. No soy tan indiscreta… Me refería a las ideas religiosas… ¿No te acuerdas?… ¡Gonzalo era… así… . de la cáscara amarga, vamos!

Beatriz guardó silencio algunos instantes; y después, como se resolviese a completas revelaciones, de esas que hacemos más por oírnos a nosotros mismos que porque un amigo las escuche, se volvió hacia su compañera de encierro, y alzando el velito a la altura de la nariz par emitir libremente la voz, habló aprisa:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Panorama de la Princesa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El palacio del rey de Magna estaba triste, muy triste, desde que un padecimiento extraño, incomprensible para los médicos, obligaba a la princesa Rosamor a no salir de sus habitaciones. Silencio glacial se extendía, como neblina gris, por las vastas galerías de arrogantes arcadas, y los salones revestidos de tapices, con altos techos de grandiosas pinturas, y el paso apresurado y solícito de los servidores, el andar respetuoso y contenido de los cortesanos, el golpe mate del cuento de las alabardas sobre las alfombras, las conversaciones en voz baja, susurrantes apenas, producían impresión peculiar de antecámara de enfermo grave. ¡Tenía el Rey una cara tan severa, un gesto tan desalentado e indiferente para los áulicos, hasta para los que antaño eran sus amigos y favoritos! ¿A qué luchar? ¡La princesa se moría de languidez… Nadie acertaba a salvarla, y la ciencia declaraba agotados sus recursos!


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Remordimiento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Conocí en su vejez a un famoso calaverón que vivía solitario, y al parecer tranquilo, en una soberbia casa, cuidándose mucho y con un criado para cada dedo, porque la fortuna —caprichosa a fuer de mujer, diría algún escritor de esos que están tan seguros del sexo de la fortuna como yo del del mosquito que me crucificó esta noche— había dispuesto (sigo refiriéndome a la fortuna) que aquel perdulario derrochase primero su legítima, después la de sus hermanos, que murieron jóvenes, luego la de una tía solterona, y al cabo la de un tío opulento y chocho por su sobrino. Y, por último, volvieron a ponerle a flote el juego u otras granjerías que se ignoran, cuando ya había penetrado en su cabeza la noción de que es bueno conservar algo para los años tristes. Desde que mi calvatrueno (llamábase el Vizconde de Tresmes) llegó a persuadirse de que interesaba a su felicidad no morirse en el hospital, cuidó de su hacienda con la perseverancia del egoísmo, y no hubo capital mejor regido y conservado. Por eso, al tiempo que yo conocí al vizconde —poco antes de que un reuma al corazón se lo llevase al otro barrio— era un viejo rico, y su casa —desmintiendo la opinión del vulgo respecto a las viviendas de los solteros— modelo de pulcritud y orden elegante.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Temprano y con Sol...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El empleado que despachaba los billetes en la taquilla de la estación del Norte no pudo reprimir un movimiento de sorpresa, cuando la infantil vocecica pronunció, en tono imperativo:

—¡Dos de primera… . a Paris!…

Acercando la cabeza cuanto lo permite el agujero del ventano, miró a su interlocutora y vio que era una morena de once o doce años, de ojos como tinteros, de tupida melena negra, vestida con rico y bien cortado ropón de franela inglesa, roja y luciendo un sobrerillo jockey de terciopelo granate que le sentaba a las mil maravillas. Agarrado de la mano traía la señorita a un caballerete que representaba la misma edad sobre poco más o menos, y también tenía trazas en su semblante y atavío de pertenecer a muy distinguida clase y muy acomodada familia. El chico parecía azorado; la niña, alegre, con nerviosa alegría. El empleado sonrió a la gentil pareja y murmuró como quien da algún paternal aviso:

—¿Directo o a la frontera? A la frontera… son ciento cincuenta pesetas, y…

—Ahí va dinero —contestó la intrépida señorita, alargando un abierto portamonedas.

El empleado volvió a sonreír, ya con marcada extrañeza y compasión, y advirtió:

—Aquí no tenemos bastante…

—¡Hay quince duros y tres pesetas! —exclamó la viajerilla.

—Pues no alcanza… Y para convencerse, pregunten ustedes a sus papás.

Al decir esto el empleado, vivo carmín tiñó hasta las orejas del galán, cuya mano no había soltado la damisela, y ésta, dando impaciente patada en el suelo, gritó:

—¡Bien… , pues entonces… , un billete más barato!

—¿Cómo más barato? ¿De segunda? ¿De tercera? ¿A una estación más próxima? ¿Escorial, Ávila… ?

—¡Ávila… sí; Ávila… . justamente, Ávila… ! —respondió con energía la del rojo balandrán.


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Sí, Señor

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo que voy a contar no lo he inventado. Si lo hubiese inventado alguien, si no fuese la exacta verdad, digo que bien inventado estaría; pero también me corresponde declarar que lo he oído referir… Lo cual disminuye muchísimo el mérito de este relato y obliga a suponer que mi fantasía no es tan fértil y brillante como se ha solido suponer en momentos de benevolencia.

¿Eres tímido, oh tú, que me lees? Porque la timidez es uno de los martirios ridículos; nos pone en berlina, nos amarra a banco duro. La timidez es un dogal a la garganta, una piedra al pescuezo, una camisa de plomo sobre los hombros, una cadena a las muñecas, unos grillos a los pies… Y el puro género de timidez no es el que procede de modestia, de recelo por insuficiencia de facultades. Hay otro más terrible: la timidez por exceso de emoción; la timidez del enamorado ante su amada, del fanático ante su ídolo.

De un enamorado se trata en este cuento, y tan enamorado. que no sé si nunca Romeo el veronés, Marsilla el turolense o Macías el galaico lo estuvieron con mayor vehemencia.

No envidiéis nunca a esta clase de locos. A los que mucho amaron se los podrá perdonar y compadecer; pero envidiarlos, sería no conocer la vida. Son más desventurados que el mendigo que pide limosna; más que el sentenciado que, en su cárcel cuenta las horas que le quedan de vida horrible… Son desventurados porque tiene dislocada el alma, y les duele a cada movimiento…


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La Paloma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A nuestro padre el zar.

Cuando nació el príncipe Durvati primogénito del gran Ramasinda, famoso entre los monarcas indianos, vencedor de los divos, de los monstruos y de los genios; cuando nació, digo, este príncipe, se pensó en educarle convenientemente para que no desdijese de su prosapia, toda de héroes y conquistadores. En vez de confiar al tierno infante a mujeres cariñosas, confiáronle a ciertas amazonas hircanas, no menos aguerridas que las de Libia, que formaban parte de la guardia real; y estas hembras varoniles se encargaron de destetar y zagalear a Durvati, endureciendo su cuerpo y su alma para el ejercicio de la guerra. Practicaban las tales amazonas la costumbre de secarse y allanarse el pecho por medio de ungüentos y emplastos; y al buscar el niño instintivamente el calor del seno femenil, sólo encontraba la lisura y la frialdad metálica de la coraza. El único agasajo que le permitieron sus niñeras fue reclinarse sobre el costado de una tigresa domesticada, que a veces, como en fiesta, daba al principito un zarpazo; y decían las amazonas que así era bueno pues se familiarizaba Durvati con la sangre y el dolor, inseparable de la gloria.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Prejaspes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Pensamos los occidentales haber inventado la lealtad monárquica, y atribuimos el desarrollo de este singular sentimiento a las ideas cristianas, confundiendo los efectos que debe inspirarnos Dios, suma Causa y Bien sumo, con los que tienen por objeto a un hombre nacido de mujer. Yo no sé si un sentimiento se califica o descalifica por ser antiguo; pero sé que la lealtad monárquica es tan vieja como los más viejos cultos, y en apoyo de esta opinión recordaré la aventura que le sucedió al adictísimo Prejaspes.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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