Textos más antiguos de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 25

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El Peligro del Rostro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El fundador de aquel Imperio turco, que tanto dio que hacer antaño a venecianos y españoles, hasta que logramos contenerle definitivamente en sus fronteras europeas, por medio de la función de Lepanto, fue uno de esos héroes que, dotados de valor sin límites, unía a él —sucede lo mismo a casi todos los superhombres de acción— prudencia y astucia dignas de un discípulo de Maquiavelo, que aún había de tardar en nacer algunos siglos cuando vivió Gazi-Osmán.

Gazi-Osmán no nació en las gradas del trono, y todavía andaba lejos de él al ocurrir la aventura que os refiero. Los cronistas orientales se han complacido en atribuir al fundador del Imperio otomano fabulosos orígenes, remontando su genealogía hasta el diluvio; pero esto sólo prueba que en todas partes pasan las mismas cosas. No por eso se crea tampoco que Osmán hubiese nacido en las pajas: descendía de un general de la Horda, lo cual ya es honorífico. La sangre nómada que latía en las arterias de Osmán, le prestó esa energía de instinto que conduce a acometer sin recelo las más increíbles empresas. Mientras el padre de Osmán ejercía irrisorio poder feudal sobre un pedacillo de tierra, el hijo meditaba en el Imperio magnífico que extendería la palabra y la doctrina del Profeta por Europa y Asia, cogiendo a los perros cristianos entre los brazos de la tenaza del Islam; los africanos por España y los turquestanos desde el canal del Bósforo hasta Transilvania, para avanzar de allí hasta donde fuese preciso.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recompensa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al pie del bosque consagrado a Apolo, allí donde una espesura de mirtos y adelfas en flor oculta el peñasco del cual mana un hilo transparente, se reunieron para lavar sus pies resecos por el polvo Demodeo y Evimio, que no se conocían, y habían venido por la mañana temprano, con ofrendas al numen.

Demodeo era arquitecto y escultor. Muchos de los blancos palacios que se alzaban en Atenas eran obra suya, y se esperaba de él un monumento magnífico en que revelase la altura y el arranque vigoroso de su genio.

Evimio era un opulento negociante establecido en Tiro, que expedía flotas enteras con cargamentos de lana teñida, polvo de oro, plumas de avestruz y perlas, traficando sólo en esos géneros de lujo en que es incalculable el beneficio. Contábase que en los subterráneos de su quinta guardaba tesoros suficientes para costear una guerra con los persas, si el patriotismo a tanto le indujese.

A pesar de su riqueza, Evimio había querido venir al santuario de Apolo sin séquito, como un navegante cualquiera, subiendo a pie la riente montaña, cuyos senderos estaban trillados por el paso de los devotos; y cual los demás peregrinos, había dejado pendientes de una rama sus sandalias, y trepado descalzo hasta el edículo, donde, sobre un ara de mármol amarillento ya, se alzaba la imagen del dios del arco de plata.

Ahora, el millonario y el artista bañaban con igual fruición sus plantas incrustadas de arenas —a cuya piel se habían adherido hojas de mirto— en el hialino raudal y, respirando la fragancia de los ardientes laureles, arrancada por el sol, se comunicaban sus impresiones. Se conocían de nombre y fama, y se miraban, buscándose en la faz la causa de la inspiración del uno y del fabuloso caudal del otro.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Dioses

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuidadosamente elegidos en el mercado, según es ley cuando se trata de mercancía destinada al servicio del templo, los dos esclavos eran hermosos ejemplares de raza, y si él parecía gallarda estatua de barro cocido, modelada por dedos viriles, ella tenía la gracia típica y curiosa de un idolillo de oro. Los pliegues del huépil apenas señalaban sus formas nacientes, virginales; los aros de cobre que rodeaban su antebrazo acusaban la finura de sus miembros infantiles. Entre él y ella no sumarían treinta y cinco años y, recién cautivos, el trabajo no había alterado la pureza de sus líneas ni comunicado a sus rostros esa expresión sumisa, aborregada, que imprime el yugo.

Al encontrarse reunidos en la casa donde los soltaron —casa bien provista de ropas, vajillas y víveres—, se miraron con sorpresa, reconociendo que eran de una misma casta, la de los belicosos tecos, adoradores del Colibrí. Desde el primer instante hubo, pues, entre los esclavos confianza, y se llamaron por sus nombres —él, Tayasal; ella, Ichel—. Sin preliminares se concertó la unión. Tayasal se declaraba marido y dueño de Ichel, «la de los pies veloces», y ella le serviría a la mesa y en todo. Dócilmente, Ichel presentó a su esposo los puches de maíz, el zumo del maguey y el agua para purificarse las manos, y a su turno comió después, con buen apetito juvenil.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Idilio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Desde la aldeíta de Saint-Didier la Sauve, el soñador y dulce Armando se vino derecho a París. Había estudiado para cura antes de que estallara la revolución, interrumpiendo de golpe su carrera y dejándole sin saber a qué dedicarse. El hábito de la lectura y la timidez del carácter, sus manos blancas y la delicadeza de sus gustos, le alejaban del ejército y de la ardiente y furiosa lucha social de aquel período histórico, lo mismo que de los oficios manuales y mecánicos. De buena gana sería preceptor, ayo de unos adolescentes nobles y elegantemente vestidos de terciopelo y encajes... Pero ahora esos adolescentes, con ropa de luto, lloraban en el extranjero a sus familias degolladas, o ni a llorarlas se atrevían, porque no habían podido emigrar a un país donde no fuese peligroso derramar llanto...

Y el caso es que urgía decidirse a emprender un camino, porque los padres de Armando, aldeanos menesterosos, no estaban dispuestos a mantenerle a sus expensas, y el mozo, en su afinación, no acertaba ya a coger la azada ni a guiar el arado. Bocas inútiles no se comprenden entre los labriegos. El que come, que se lo gane. A París con su hatillo al hombro. Una vez allí, ya le acomodaría de escribiente, o de lo que saltase, el ebanista Mauricio Duplay, nacido en aquel rincón y grande amigo del alcalde de Saint-Didier. En la aldehuela se contaba que Mauricio Dupley, no contento con labrarse una fortuna por medio de su trabajo, actualmente era poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo y por qué mandaría? No le importaba eso a Armando. Se sentía indiferente a la política, que tanto agitaba entonces los espíritus.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Por Otro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi profesora de francés era una viejecita con espejuelos de aro reluciente, «falla» de encaje negro decorado por lazos de cinta amaranto, bucles grises a lo reina Amelia y manos secas y finas, prisioneras en mitones que ella misma calcetaba. Sus ojos, de un azul desteñido por la edad, se encadilaban al recuerdo de la juventud, y sus labios rosa-muerto sonreían enigmáticos, al entreabrirse, sin soltar los secretos del ayer.

Su apellido, Ives de l'Escale, olía a buena nobleza de provincia; sus ideas no desmentían el apellido; legitimista acérrima, usaba, pendiente de una cadenita sutil, una medalla conmemorativa, la efigie del Delfín preso en el Temple, y que ella no creía muerto allí, sino evadido. De este misterio histórico, acerca del cual le hice mil preguntas, no quería decir nada: movía la cabeza; una compunción religiosa solemnizaba su semblante; un ligero carmín teñía sus mejillas chupadas; pero lo único que pude arrancar a su reserva fue un dicho propio para avivar la curiosidad:

—¡Ah! Eso, quien lo sabía bien era aquel que vivió por otro.

Como transacción, pues yo la acosaba, se resignó a explicarme de qué manera se puede vivir por otro. En cuanto al enigma del Delfín, tuve que resignarme a estudiarlo años después, en libros y revistas, cuando ya la anciana francesa se convertía en ceniza dentro de su olvidada sepultura.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Madrina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al nacer el segundón —desmirriado, casi sin alientos— el padre le miró con rabia, pues soñaba una serie de robustos varones, y al exclamar la madre —ilusa como todas—: «Hay que buscarle madrina», el padre refunfuñó:

—¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡porque si éste pelecha!

Con la idea de que no era vividero el crío, dejó el padre llegar el día del bautizo sin prevenir mujer que le tuviese en la pila. En casos tales trae buena suerte invitar a la primera que pasa. Así hicieron, cuando al anochecer de un día de diciembre se dirigían a la iglesia parroquial. Atravesada en el camino, que la escarcha endurecía, vieron a una dama alta, flaca, velada, vestida de negro. La enlutada miraba fijamente, con singular interés, al recién, dormido y arrebujado en bayetes y pieles. A la pregunta de si quería ser madrina, la dama respondió con un ademán de aquiescencia. Despertóse en la iglesia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le tomó en brazos su futura madrina, la carita amarillenta adquirió expresión de calma, y el niño se durmió, y dormido recibió en la chola el agua fría y en los labios la amarga sal.

En las cocinas del castillo se murmuró largamente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo y aquella madrina, que al salir de la iglesia había desaparecido cual por arte de encantamiento. Un cuchicheo medroso corría como un soplo del otro mundo, hacía estremecerse el huso en manos de las mozas hilanderas, temblar la papada en las dueñas bajo la toca y fruncirse las hirsutas cejas de los escuderos, que sentenciaban:

—No puede parar en bien caso que empieza en brujería.


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El Pajarraco

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Así como es misteriosa la vena en el juego, lo es la vena en amor. Los seductores no reúnen infaliblemente dotes que expliquen su buena sombra. Siempre que dice la voz pública: «Ese tiene con las mujeres partido loco», nos preguntamos: ¿Por qué? Y a menudo no damos con la respuesta.

Todavía, en la villa y corte, la guapeza en lances y la destreza en sports; lo escogido de la indumentaria y lo vistoso de la posición social; ese conjunto de circunstancias que rodean a los llamados por excelencia «elegantes», dan la clave de ciertos triunfos. Mas no sucede así en los pueblos, donde los profesionales del galanteo suelen gastar corbatas de raso tramado y puños postizos. Allí, sin embargo —lo mismo que aquí— existen individuos que en opinión general ejercen la fascinación, y padres y maridos los miran de reojo.

Laurencio Deza, entre los veinticinco y los treinta y tres de su edad, fue fascinador reconocido en una ciudad donde faltarán grandes industrias y actividades modernas, pero donde abundan lindos ojos negros, verdes y azules, que desde las ventanas no cesan de mirar hacia la solitaria calle, por si resuena en sus baldosas desgastadas un paso ágil y firme, y por si una cabeza morena se alza como preguntando: ¿Soy costal de paja, niña?

Laurencio ni era feo ni guapo. Tenía, eso sí, gancho, una mirada peculiar, un repertorio de frases variado, y a su alrededor flotaban, prestigiándole, las sombras melancólicas de algunas abandonadas inconsolables y de otras desdeñadas caprichosamente. A la que rondaba, sabía alternarle azúcares con hieles, rabietas de despecho con satisfacciones orgullosas, y por este procedimiento la curtía, zurraba y ablandaba a su gusto, dejándola flexible como piel de fino guante.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda de la Torre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:


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La Almohada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La tarde antes del combate, Bisma, el veterano guerrero, el invencible de luengos brazos, reposa en su tienda. Sobre el ancho Ganges, el sol inscribe rastros bermejos, toques movibles de púrpura. Cuando se borran y la luna asoma apaciblemente, Bisma junta las manos en forma de copa y recita la plegaria de Kali, diosa de la guerra y de la muerte.

«¡Adoración a ti, divinidad del collar de cráneos! ¡Diosa furibunda! ¡Libertadora! ¡La que usa lanza, escudo y cimitarra! ¡A quien le es grata la sangre de los búfalos! ¡Diosa de la risa violenta, de la faz de loba! ¡Adoración a ti!»

Mientras oraba, Bisma creyó escuchar una ardiente respiración y ver unos ojos de brasa, devoradores efectivamente, como de loba hambrienta, que se clavaban en los suyos. Jamás Kali, la Exterminadora, se le había manifestado así; un presentimiento indefinible nubló el corazón del héroe. Casi en el mismo instante, la abertura de la tienda se ensanchó y penetró por ella un hombre: Kunti, el bramán. Silencioso, permaneció de pie ante Bisma, y al preguntarle el longibrazo qué buscaba a tal hora allí, Kunti respondió, espaciando las palabras para que se hincasen bien en la mente:

—Bisma, sé que al rayar el sol lucharéis los dos bandos de la familia, hermanos contra hermanos. Quiero amonestarte. Medita, sujeta las serpientes de tu cólera. ¿Qué importan el poder, los goces, la vida? Son deseos, aspiraciones, ilusiones; el bien consiste en la indiferencia. El sabio, cuando ve, oye, toca y respira, dice para sí: «Es otro, no yo mismo, no mi esencia, quien hace todo esto.» El insensato está aherrojado por sus deseos. El autor del mundo no ha creado ni la actividad ni las obras; lo que tiene principio y fin no es digno del sabio. Junta las cejas, iguala la respiración, fija los ojos en el suelo..., y no pienses en pelear contra tu descendencia.


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Hijo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los médicos son también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia, de acuerdo con la Escritura, afirma que la iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones.

Habituado estaba el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo corporal; o, por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo. Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de literatería, y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa de despacho!»


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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