Textos más cortos de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 14

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Un Sistema

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.

En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuidos, que para sostener el decoro de sus funciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o, mejor dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer opimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.

El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería… Entendámonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero, en lucha con la intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote, en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.

Confieso que, al pronto, no lo creía. Fue necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpio su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España toda.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Mariposa de Pedrería

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Érase que se era un mozo muy pobre, y vivía en una guardilla de las más angostas y desmanteladas de la gran capital. Los muebles del tugurio se reducían a dos sillas medio desfondadas, un catre con ratonado jergón, una mesilla mugrienta, un tintero roñoso y un anafre comido de orín. El mozo —a quien llamaré Lupercio— cubría sus carnes con traje sutil de puro raído y capa ya transparente. Las botas, entreabiertas; por ropa blanca, cuatro andrajos de lienzo; por corbata, un pingo. Así es que Lupercio sufría grandes fatigas y rubores, y cuando al salir a la calle para comprar un panecillo o diez céntimos de leche se cruzaba con alguna niña bonita, limpia y bien puesta, ardiente oleada de fuego le subía al rostro.

Para evitar el bochorno de que las mujeres se fijasen en su pergeño, sólo salía al anochecer, cuando es más fácil pasar inadvertido entre la gente que por las calles se codea y empuja. Entonces Lupercio, llevado por la marejada del gentío, veía y hasta rozaba cuerpos gallardos, recibía el rayo de fulgurantes pupilas, sentía el roce eléctrico de la seda crujidora y aspiraba bocanadas de finas esencias. Sus ojos ávidos seguían al tren de lujo, maceta de donde emergen, blandamente columpiadas, aristocráticas flores. Detrás de los vidrios de las tiendas alzábanse pirámides de botellas de vinos generosos, y la luz se filtraba al través de su vientre con reflejos de oro y de sangre. Otros escaparates presentaban el libro nuevo, gentil, de lustrosa cubierta, o el rancio infolio, clave del pasado. Y Lupercio temblaba de fiebre, de ansia de amar, de gozar, de aprender, de vivir.


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4 págs. / 7 minutos / 49 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Los Rizos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando pasa la reducida cajita blanca con filetes azules o color de rosa, que en hombros va camino del cementerio, no volvemos la cabeza siquiera. El tráfago del vivir es tal, que no hay tiempo de mirar cómo desfila la muerte, segando capullos con el mismo brío certero con que siega los árboles añosos.

Aquella caja, sin embargo —rosados eran los filetes—, me obligó a recordar un incidente ya olvidado… La señora que me acompañaba me refrescó la memoria…

—¿Sabe usted de quién es el entierro? Pues de la chiquilla bonita que le llamó a usted la atención…, ¡y mucho!, en la visita a las escuelas municipales, cuando fuimos a designar las niñas para la colonia escolar del año…

—Hace ya lo menos dos o tres que sucedió eso… Sí; me acuerdo ahora perfectamente: una criatura morena, de facciones de cera, perfiladitas, con unos ojos oscuros, grandes, que le comían la cara, y unos rizos negros también, flotantes por los hombros; una melena maravillosa… ¿Y es ésa?

—Ésa misma…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Tigresa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El joven príncipe indiano Yudistira, famoso ya por alentado y justo, alegría de sus súbditos y terror de los enemigos de Pandjala, tenía momentos de tristeza honda, por recelar que su fin estaba próximo y que moriría de muerte violenta. Un genio, en un sueño, se lo había pronosticado, y Yudistira, en medio de su existencia de semidiós —siempre victorioso y siempre adorado de las mujeres y del pueblo, que veía en él a una encarnación de Brahma—, ocultaba en el pecho la roezón de la inquietud, y cada día, al despertar, se preguntaba si aquél sería el postrero.

La mayor amargura era no saber por dónde vendría el peligro. Cuando se ignora lo que se teme, el temor se exalta. No por esto vaya a creerse que Yudistira fuese un cobarde miserable. Al contrario, hemos dicho que Yudistira era un héroe. De él se referían cien rasgos de temeridad en batallas y cacerías; especialmente en la del tigre —en los selvosos montes de Bengala— había realizado prodigios de temeridad y recibido heridas, de que guardaba señales en su cuerpo.

Pero así es el hombre: cuando se arroja al peligro, le sostiene la esperanza de desafiarlo victoriosamente; y, en cambio, un agüero fatídico le rinde. No le importa exponerse a morir, ni aun morir, si le acompaña la ilusión de la vida.

En sus horas de meditación, el propio Yudistira reconocía esta verdad, y se increpaba, y resolvía lanzarse como antes a continuas y aventuradas empresas. ¿Qué conseguía con retirarse, con vegetar encerrado en su palacio? El destino, cuando nos busca, sabe encontrarnos dondequiera que nos ocultemos. No obstante, el príncipe continuaba bajo la protección de su guardia, al amparo de su alcázar inexpugnable, donde sólo penetraban personas de cuya adhesión estaba seguro.


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4 págs. / 7 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Mascarón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No quería señá Cipriana, la prendera, cerrar tan temprano aquel lunes del Carnaval. La prisa que le estaba dando la buena pieza de su sobrino, era «motivá» por las ganas de largarse al baile, a gastar las perras y volver, si a mano viene, con la crisma rota.

El lunes de Carnaval era la gran ocasión de alquilar los mantones que se ostentaban en el escaparate, y hasta las once y las doce estaban viniendo chulillas del barrio, modistas y ribeteadoras, a llevarse aquellos trapos castizos, donde pajarracos y floripondios desplegaban sus formas, sus asiáticos colorines. Noches semejantes engrosaban el cajón del mostrador, y después, el fajo de billetes que, ocultos por algún tiempo en el buró, salían luego para préstamos a rédito seriecito, del quince o del veinte.

Tanto, sin embargo, la mareó el sobrino, alborotado por el olor de juerga que exhalaba el barrio entero, las calles regadas de confeti, los chiquillos vestidos de demonios verdes, azotando a los transeúntes con el rabo, que acabó por decirle:

—¡Ay, hijo! No vayas a mal parirte. Cierra el escaparate, deja la puerta encajá, pa que si pasa alguna de ésas, sepa que velo… Y listo, en aeroplano, pa llegar más antes.

Por conciencia, el mozo avisó:

—No debía usté velar. Cierre pronto. No quea usté bien, así sola…

—No me come el coco. Sola está una por lo regular…

Sin meterse en más advertencias, el sobrino requirió capa y gorra, y salió, al paso elástico de los que van hacia su deseo.

La prendera se sentó en la tienda, en su rincón favorito, notando lo mal que alumbraba aquel día la luz eléctrica, y su fulgor pálido y extraño.

«Como encienden pa tanta fiesta y tanto bailoteo…», pensó.


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4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Palacio de Artasar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de Salomón, el rey más poderoso y opulento de la tierra fue, sin duda, Artasar, descendiente directo de uno de aquellos tres Magos que vinieron a postrarse en el establo y gruta de Belén, guiados por la luz de una estrella misteriosa, nueva, diferente de las demás, estrella que abría en el azul del firmamento surco diamantino.

Artasar conservaba entre otras muy gloriosas de su estirpe la tradición de la jornada de su antecesor a adorar al Mesías, Redentor del mundo; pero ya el bendecido recuerdo iba perdiéndose, y en el cielo turquí cada día se borraba más el rastro de la estrellita, así como su claridad celeste palidecía en el corazón del descendiente de los Magos (que fueron doctos por su arte de adivinar, y santos porque les infundió gracia el haber apoyado los labios sobre los tiernos piececillos del recién nacido Jesús). ¿Qué mucho que Artasar olvidase las enseñanzas transmitidas por los Magos, si Salomón, hijo de David, autor de libros sagrados, favorecido por el Señor con el don de la sabiduría, prevaricó de tan lastimosa manera, llegando a incensar a los ídolos? Mientras el hombre vive en la tierra, sujeto está a la tentación.

Artasar se parecía al hijo de David en la magnificencia, en el ansia de rodearse de lo más precioso, delicado y raro venido de los confines del orbe. Cada día, galeras cargadas de riquezas abordaban a los puertos del reino de Artasar trayendo al monarca presas y joyas. Alfombras blandas como el vellón de la oveja; tapices de seda, cuyos bordados representaban batallas y lances de amor; imágenes de mármol, de egregia desnudez; pebeteros de oro que embalsamaban el ambiente; jarrones y vasos de plata y ágata; pieles de tigre y plumas de avestruz se amontonaban en la regia mansión estrecha ya para contener tantos tesoros.


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4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Triunfo de Baltasar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Me consta que aquella noche, los Magos se reunieron en consejo. Divididas estaban las opiniones, y dos de los reyes orientales no eran partidarios de que se prolongase tal estado de cosas.

—Es deprimente —exclamaba Gaspar, haciendo que sonasen las láminas de su coselete militar sobre su pecho robusto—. Consideren lo que significa mi personalidad, y díganme si no representa algo contrario a la mentira. Soy un caballero, el que abrió la serie de tantos como combatieron a la felonía y a la traición. Y vengo tolerando secularmente, que me tomen como pretexto de un engaño, del cual son víctimas unas criaturas candorosas. Se las hace creer que yo, y vosotros, también personas serias, entramos en los hogares como ladrones, nocturnamente, por el balcón o la chimenea, a dejar en los zapatuelos de la chiquillería juguetes y nonadas.

—¡Oiga su mercé! —interrumpió Melchor, el de la testa lanosa—. Los ladrones, amigo, no dejan na. Se lo llevan toito si pueden.

—Bueno, yo sé lo que digo —gruñó el guerrero—. No entiendo por qué no nos atenemos a la verdad monda y lironda. Sería esto más propio de monarcas, de sabios, de valientes; entiéndalo bien, abuelo Baltasar. Nos han repartido un papel de farsantes. Yo estoy cansado de él.

Baltasar, gravemente, movía la cabeza resplandeciente de blancura, como coronada, más que por la asiática mitra de oro, por la cabellera magnífica, que le bajaba hasta más de los hombros.

—A ti, Gaspar —murmuró—, no te agrada sino lo que cuesta llanto. A mí, al revés: me gusta lo que consuela un poco a la pobre humanidad. Aquel Niño a quien hemos adorado un día en un portal tan pobre, para consolar vino… Si todos fuesen como tú, Gaspar, a cada paso gemiría más la estirpe de Adán el Rojo, primer hombre que apareció en la superficie del planeta.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Agravante

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo —a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni— aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.

Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente —sin abanico no hay chino— y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Dioses

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuidadosamente elegidos en el mercado, según es ley cuando se trata de mercancía destinada al servicio del templo, los dos esclavos eran hermosos ejemplares de raza, y si él parecía gallarda estatua de barro cocido, modelada por dedos viriles, ella tenía la gracia típica y curiosa de un idolillo de oro. Los pliegues del huépil apenas señalaban sus formas nacientes, virginales; los aros de cobre que rodeaban su antebrazo acusaban la finura de sus miembros infantiles. Entre él y ella no sumarían treinta y cinco años y, recién cautivos, el trabajo no había alterado la pureza de sus líneas ni comunicado a sus rostros esa expresión sumisa, aborregada, que imprime el yugo.

Al encontrarse reunidos en la casa donde los soltaron —casa bien provista de ropas, vajillas y víveres—, se miraron con sorpresa, reconociendo que eran de una misma casta, la de los belicosos tecos, adoradores del Colibrí. Desde el primer instante hubo, pues, entre los esclavos confianza, y se llamaron por sus nombres —él, Tayasal; ella, Ichel—. Sin preliminares se concertó la unión. Tayasal se declaraba marido y dueño de Ichel, «la de los pies veloces», y ella le serviría a la mesa y en todo. Dócilmente, Ichel presentó a su esposo los puches de maíz, el zumo del maguey y el agua para purificarse las manos, y a su turno comió después, con buen apetito juvenil.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Madre Gallega

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era el tiempo en que las víboras de la discordia, agasajadas en el cruento seno de la guerra civil, bullían en cada pueblo, en cada hogar tal vez. El negro encono, el odio lívido, la encendida saña encarnando en el cuerpo de aquellas horribles sierpes, relajaban los vínculos de la familia, separaban a los hermanos y les sembraban en el alma instintos fratricidas. Hoy nos cuesta trabajo comprender aquel estado de exasperación violenta, y quizá cuando la Historia, con voz serena y grave, narra escenas de tan luctuosos días, la acusamos de recargar el cuadro, sin ver que las mayores tragedias son precisamente las que suelen quedar ocultas…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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