Textos más cortos de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 15

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El Pozo de la Vida

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La caravana se alejó, dejando al camellero enfermo abandonado al pie del pozo.

Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.

Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.

El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvanecerse la nube de polvo de la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del desierto.

Verdad que el pozo se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dátiles. Su sostén era el agua del pozo.

—No en balde se llama el Pozo de la Vida... Bebiendo sanaré.


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4 págs. / 7 minutos / 48 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Guardapelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque son raros los casos que pueden citarse de maridos enamorados que no trocarían a su mujer por ninguna otra de las infinitas que en el mundo existen, alguno se encuentra, como se encuentra en Asia la perfecta mandrágora y en Oceanía el pájaro lira o menurio. ¡Dichoso quien sorprende una de estas notables maravillas de la Naturaleza y tiene, al menos, la satisfacción de contemplarla!

Del número de tan inestimables esposos fue Sergio Cañizares, unido a Matilde Arenas. Su ilusión de los primeros días no se parecía a esa efímera vegetación primaveral que agostan y secan los calores tempranos, sino al verdor constante de húmeda pradera, donde jamás faltan florecillas ni escasean perfumes. Cultivó su cariño Sergio partiendo de la inquebrantable convicción de que no había quien valiese lo que Matilde, y todos los encantos y atractivos de la mujer se cifraban en ella, formando incomparable conjunto. Matilde era para Sergio la más hermosa, la más distinguida, donosa, simpática, y también, por añadidura, la más honesta, firme y leal. Con esta persuasión él viviría completamente venturoso, a no existir en el cielo de su dicha —es ley inexorable— una nubecilla tamaño como una almendra que fue creciendo y creciendo, y ennegreciéndose, y amenazando cubrir y asombrar por completo aquella extensión azul, tan radiante, tan despejada a todas horas, ya reflejase las suaves claridades del amanecer, ya las rojas y flamígeras luminarias del ocaso.

La diminuta nube que oscurecía el cielo de Sergio era un dije de oro, un minúsculo guardapelo que, pendiente de una cadenita ligera, llevaba constantemente al cuello Matilde. Ni un segundo lo soltaba; no se lo quitaba ni para bañarse, con exageración tal, que como un día se hubiese roto la cadena, cayendo al suelo le dijo, Matilde, pensando haberlo perdido, se puso frenética de susto y dolor; hasta que, encontrándolo, manifestó exaltado júbilo.


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4 págs. / 7 minutos / 52 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Escondrijo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en ocasión de querer reconstruir el señor de Barbosa su antigua vivienda, cuando se descubrió en la pared aquel escondrijo que tanto dio que hablar y que hacer.

La vivienda era realmente un cascajo, aunque conservaba ese aire de grandiosidad de las casas que han sido siempre de señores y cuentan de fecha cuatro siglos. Sus balcones salientes, de hierro forjado y su puerta formando arco apuntado, le prestaban dignidad y reposo. Causaba pena que cayese tan respetable edificio y le reemplazasen paredes a la malicia, con ventanas angostas y muy próximas, puertas prosaicas, estrechas también, y alguna tendezuela de aceite y vinagre o de hilos y sedas, que deshonrase los bajos con sus escaparates mezquinos. Aunque nada tengan de monumental, las casas viejas son infinitamente más nobles para la vida humana que estas construcciones actuales, tocadas de nuestra irremediable inferioridad estética.

La piqueta —sin atender a tales consideraciones— empezó a hacer su oficio. Se desmoronaban lienzos de pared, y las entrañas de la casa se descubrían patentes. Se veían, como en decoración de teatro, los pisos unos encima de otros, con restos de mobiliario; la cocina con su campana y su fogón, los destrozados jirones del empapelado, los frisos pintados, las escocias resquebrajadas; y en los muros, todavía en pie, los clavos de donde pendían cuadros y estantes, negreando sobre la albura de la cal, mientras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse el cielo azul a través del pentagrama de sus recios troncos.

En la calle el escombro se hacinaba, y las maromas tendidas aislaban el derribo. Al pronto, los transeúntes se paran; después, según avanza la faena y el edificio pierde su forma, la curiosidad se amortigua y los obreros quedan solos, despedazando la vivienda muerta ya.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 40 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Presentido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Corría el tren violentamente, cuneando, a causa de las desigualdades y asperezas de la vía, y su trepidación anhelante era como el resuello de un monstruo antediluviano a quien persiguiesen enemigos invisibles y que huyese de ellos a través de la desolación solitaria de los campos enormes. Hay en la marcha, entre las sombras de la noche sin estrellas —hecho tan vulgar— algo profundamente terrorífico, que solo no percibimos en fuerza de la costumbre.

Pero el viajero, arrollado en su manta y reclinado sobre su almohada de camino, notaba sin querer, en medio de su insomnio de modorra, la sensación oscura y angustiosa del miedo. ¿Miedo a qué? Ni él mismo lo sabía. Percibía la aproximación del peligro como se puede percibir, al entrar en una caverna, la presencia de los murciélagos colgados de sus paredes, de la cual avisan, no los sentidos corporales, sino algo que va más allá del sentido, un instinto indefinible, profundo, radicado en lo hondo del ser…


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4 págs. / 7 minutos / 43 visitas.

Publicado el 7 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Un Poco de Ciencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito donde mi madre —cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado— me obligaba a residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado en su provincia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo, y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que aumentaron la consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre. Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron humanamente evitarlo.

He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo.


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4 págs. / 7 minutos / 92 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Lumbrarada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.

A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.

—Entonces, ¿viene por rama? —preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.

—¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?

—¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.

—¿Paseando con la macheta?

—Bueno, cada persona tiene su gusto...

Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?

—¿Tienes la casa muy lejos?

—¿Por qué me lo pregunta? —articuló ella súbitamente recelosa—. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!

—Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.


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4 págs. / 7 minutos / 68 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Solo Cabello

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mil gracias, condesa —pronunció en tono respetuoso y visiblemente conmovido el embajador—. No sabe usted qué reconocido quedo a sus bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio, da las gracias a nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en relación con la señorita de Uribarri, a quien tanto deseabas tratar.

Correcto, sonriente, Leoncio, entre una reverencia y un murmurio de veneración, tomó la mano de la condesa de Morla, cuya piel, ya arrugada, se traslucía por un mitón de rico encaje blanco, y la besó con ahínco y gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las mejillas marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentina, se puso a charlar vivamente.

—Yo sí que me alegro de haber hecho esta presentación, y no sé por qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita Uribarri reúne tantas cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las envidiosas, es muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable…

El joven hizo un ademán, como el que desvía una importuna mosca, y recogió sólo la primera parte de la conversación.

—Es una mujer encantadora. Sentado a su lado, por bondades de usted, en la mesa, he podido apreciar que tiene talento, ilustración. Salgo…, ¿a qué negarlo?, un poco impresionado, condesa.

—Pues no nos haga usted el cumplido: váyase corriendo al Real, donde volverá usted a encontrarla. Hoy cantan Walkyria, ópera muy larga; todavía tiene usted tiempo… Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta…

—Si usted no pensaba retirarse, me quedaré un instante, condesa —murmuró el diplomático.

—No suelo acostarme antes de la una… Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.

Leoncio se despidió con igual rendimiento, y apenas su elegante silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda brochada, el embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Risa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Conocí en París a la marquesa de Roa, con motivo de encontrarnos frecuentemente en la antesala del célebre especialista en enfermedades nerviosas doctor Dinard. Yo iba allí por encargo de una madre que no tenía valor para llevar en persona a su hija, atacada de uno de esos males complicados, mitad del alma, mitad del cuerpo que la ciencia olfatea, pero no discierne aún, y la marquesa iba por cuenta propia, porque era víctima de un padecimiento también muy singular.

La marquesa sufría accesos de risa sin fin, en que las carcajadas se empalmaban con las carcajadas, y de los cuales salía despedazada, exánime, oscilando entre la locura y la muerte.

Uno tuvo ocasión de presenciar en la misma salita de espera del doctor, de vulgar mobiliario elegante, adornada con cuadros y bustos que atestiguaban el reconocimiento de una clase muy expuesta a la neurosis: los artistas. Y aseguro que ponía grima y espanto el aspecto de aquella mujer retorciéndose convulsa, hecha una ménade, sin una lágrima en los ojos, sin una inflexión tierna en la voz, escupiendo la risa sardónica y cruel, como si se mofase, no sólo de la humanidad, sino de sí misma, de su destino, de lo más secreto y hondo de su propio ser…

Fue el especialista, que se hizo un poco amigo mío y a quien invitamos a almorzar en nuestro hotel varias veces, quien me enteró de la causa del achaque, que no acertó a curar, sino solamente a aliviar algo, consiguiendo que las crisis crónicas se presentasen con menos frecuencia. Él me refirió la historia, justificando así su aparente indiscreción:


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Ahogado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Atacado de hipocondria y roído de tedio; cansado del mundo, de los hombres, de las mujeres y hasta de los caballos; agotados los nervios y vacía el alma, Tristán decidió morir. ¡Bueno fuera quedarse, porque sí, en un mundo tan patoso y de tan poca lacha; un mundo en que los goces se resuelven en bostezos, y en desencantos las ilusiones! Acabar de una vez; dormir un sueño que no tuviese el contrapeso del despertar probable. Y Tristán, resuelto ya a la acción, empezó a pensar en el «modo».


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4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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