Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 13

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Vidrio de Colores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Esto sucedía en los tiempos en que la Fe, extendiendo sus alas de azur oceladas de vívidos rubíes, cubría y abrigaba con ellas el corazón de los mortales; en que la Esperanza, desparramando generosamente las esmeraldas que bordean su regia túnica, al punto hacía renacer otras más limpias y transparentes; en que la Caridad, apartando con ambas manos los labios de su herida, descubría sus entrañas de pelícanos para ofrecer sustento a la Humanidad entera.

Esto sucedía cuando las ojivas, esbeltas y frágiles como varas de nardo, empezaban a brotar del suelo, y los rosetones a abrir sus pétalos de mística fragancia; cuando por las aldeas pasaban hombres vestidos de sayal y con una cuerda a la cintura, anunciando segunda vez la Buena Nueva, y por las calles de las ciudades, en larga y lenta procesión a la luz de las antorchas, cruzaban los flagelantes, de espaldas desnudas acardenaladas por los latigazos, y las piedras de los altares se estremecían al candente contacto de las lágrimas de amor que derramaban las reclusas.

Esto sucedía, sin embargo, en una metrópoli de la Francia meridional, en la floreciente Tolosa, donde, en vez de la devoción y el temor de Dios, reinaban la impiedad, la molicie y el desenfreno. Un alma pura sólo motivos de escándalos encontraría allí. La herejía, insinuándose y dominando las conciencias, había traído de la mano la licencia y el vicio, y lo mismo en Tolosa que en Beziers y Carcasona y en todo el país de Alby, no oyerais resonar los rezos, sino los afeminados acordes del laúd y la viola y las endechas de los trovadores.


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4 págs. / 8 minutos / 43 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue a la salida de misa cuando la vi. Mal podría ser en otra parte; sólo ponía los pies en la calle para eso, y madrugando. El tupido velo de su manto de luto, casualmente no le tapaba el rostro; el traje de negro merino moldeaba estrechamente sus majestuosas formas, haciendo resaltar lo aventajado de la estatura; al detenerse a humedecer los dedos en la pila del agua bendita y trazar con lentitud sobre su frente el signo crucífero, pude cerciorarme de que no me habían contado una conseja vana. La tez presentaba el tono enverdecido y hasta la pátina lustrosa del bronce. Los ojos eran amarillentos. Los labios, una línea más oscura. Tenía en mi presencia una fundición viva, envuelta en ropajes de tristeza.

¡Qué efecto me causó! Sentí frío; una especie de terror cuajó mi sangre. La había conocido antaño, en el esplendor de su morena y pálida beldad, vestida de gasa junquillo, en un asalto de esos que se convierten en animadísimos bailes. Reconocerla después de aquel cambio tan extraño… imposible. A duras penas discernía los lineamientos de las facciones. Sólo el aire, el andar de diosa, recordaba a la belleza admirada bajo las luces y entre las bocanadas de música que venían del jardín, en el giro de un vals, que arremolinaba los volantes finos de su traje como nube dorada alrededor de un sol de alegría…


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5 págs. / 8 minutos / 42 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado —hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror—, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos —para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas— las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida —pero respirando aún— y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.


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3 págs. / 6 minutos / 38 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Belona

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El destacamento, al regresar de su arriesgada expedición de descubierta, no volvía de vacío: traía un prisionero, y era nada menos que un oficial. Venía suelto, arrogante y despreciativo, fruncido el rubio ceño, contraídos los labios juveniles por una mueca colérica, como si retase a los que, sorprendiéndole en la avanzada, le habían cogido casi sin lucha, sin darle tiempo a una defensa leonina. Ni aun preguntaba adónde le llevaban así; seguro estaba de que no era a cosa buena, porque ya conocía de oídas la siniestra fama del Zurdo, el cabecilla en cuyas garras había caído, y como no esperaba misericordia, quería al menos morir en actitud de caballero y de valiente.

Los que le escoltaban iban silenciosos. Dígase lo que se diga, y por muy avezado y endurecido que se esté en ver correr sangre, infunde cierto respeto indefinible el hombre que va a morir, y si el que va a morir es un joven, como se ha tenido madre, se piensa en el dolor de la mujer desconocida, asimilándolo al que sufriría en caso igual la otra mujer que nos llevó en las entrañas. Quizás este pensamiento no se define: es un sentir obscuro y vago, una sorda opresión ante la fatalidad que nos subyuga a todos. Ello es que los de la escolta callaban, callaban con huraño silencio. Únicamente lo rompieron para decir hoscamente:

—La tienda del general... Adentro.

Era orden del cabecilla que se le llevasen directamente los prisioneros, de los cuales sacaba, con su astucia característica de leguleyo, con su cautela de perseguidor y perseguido que combate empleando la precaución tanto como las armas, noticias e indicaciones útiles. El cautivo entró, siempre altanero y firme: pero guardando esas fórmulas de respeto a que nadie falta en campaña, saludó militarmente. El Zurdo contestó al saludo haciendo la indicación de que el prisionero se sentase.


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4 págs. / 7 minutos / 155 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Benito de Palermo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Preguntáronle sus amigos al marqués de Bahama —riquísimo criollo conocido por su fausto, sus derroches y su aristocrática manía de defender la esclavitud— porqué singular capricho llevaba a su lado en el coche y sentaba a su mesa a cierto negrazo horrible, de lanuda testa y morros bestiales, y por contera siempre ebrio, siempre exhalando tufaradas de aguardiente, que no lograban encubrir el característico olorcillo de la Raza de Cam.

—Hay —le decían— negros graciosos, bien configurados, de dientes bonitos, de piel de ébano, de formas esculturales. Pero éste da grima. Más que negro es verde violeta; es una pesadilla.

Y el marqués, sonriendo, defendía a su negrazo con algunas frases de conmiseración indolente:

—¡Probrecillo! ¡Qué diantre!... Yo soy así.

Al cabo en una alegre cena donde se calentaron las cabezas, merced a que se bebió más champaña y más manzanilla y más licores de lo ordinario, y lo ordinario no era poco; viendo yo al marqués animado, decidor —en plata, algo chispo—, aproveché la ocasión de repetir la pregunta. ¿Por qué Benito de Palermo —así se llamaba el negrazo— gozaba de tan extraordinarias franquicias? Y el marqués, a quien le relucían los hermosos ojos negros, de pupila ancha, contestó sonriendo y señalando a Benito, que yacía bajo la mesa, completamente beodo:

—Por borracho, cabal; por borracho.

No logré que entonces se explicase más, Parecióme tan rara la causa de privanza de Benito como la privanza misma. De allí a dos días, paseando juntos, recordé al marqués su extraña contestación y él, arrojando el magnífico «recorte» que chupaba distraídamente, murmuró con entonación perezosa:

—Bueno; pues ya que solté esa prenda, diré lo que falta... Ahora se sabrá cómo si no es por la borrachera de Benito estoy yo muerto hace años, y de la muerte más horrorosa y cruel.


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5 págs. / 10 minutos / 60 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Berenice

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en un libro encuadernado en pergamino, impreso en caracteres góticos y taraceado por la polilla, donde encontré la leyenda de Berenice, a quien suelen llamar la Verónica. Sin darle crédito ni atribuirle autoridad alguna, voy a trasladarla aquí, lector piadoso, que acaso habrás adorado alguna reproducción de la Santa Faz.

Berenice, casada con Misael el rico, era de origen hebreo, nacida, sin embargo, en Alejandría. De su ciudad natal había traído a Sión costumbres refinadas, un vestir lujoso, gasas más sutiles, y joyas más caprichosas que las que usaban sus convecinas y aun las romanas del séquito de la esposa de Pilatos. Berenice gastaba exquisitos perfumes, iguales a los de la tetrarquesa Herodías, y se los traía Misael de sus frecuentes viajes a los países de Arabia y Persia. Con todo eso, Berenice no era dichosa y Misael tampoco.

No tenían hijos. Las entrañas de Berenice no eran fecundas. Y, como la esperanza en la venida del hijo de David, del Mesías prometido, se hubiese exaltado con el yugo puesto en Jerusalén por la despótica Roma, cada matrimonio soñaba con engendrar al Salvador. Las estériles eran objeto de compasiva burla. Cada vez que una aguadora cargada con sus ánforas y con el peso de su embarazo pasaba ante la puerta de Berenice, la opulenta arrojaba una mirada de envidia a la miserable. ¿Quién sabe si sería tan venturosa que albergase en su seno la redención de Israel?


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5 págs. / 8 minutos / 141 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Bucólica

Emilia Pardo Bazán


Novela corta


Sr. D. Camilo Jiménez.

Fontela, Setiembre.

Querido Camilo: ya ves si cumplo mi palabra, y eso que estoy dado á los demonios en este destierro, que me parecería menos horrible á poder salir de él libremente y cuando quisiese. Mucho vale la libertad. Hasta perderla no se conoce su precio.

¿Qué sacrificio hago yo, en realidad, con alejarme de Madrid unos meses, cazar, pescar y respirar aire sano? Protesto contra esta higiénica medida porque me la imponen, no porque en sí me desagrade. Tú me recordabas, para aplacarme, que cedo á la tiranía del cariño, lo cual no humilla: convenido; mamá me adora, me aparta de sí desgarrándose el alma, ha llorado como una Magdalena en la estación, y me decía, mojándome la cara de llanto, que ojalá fuese millonaria para costearme la invernada en Niza, ó en Alicante siquiera; pero que no poseía sino este palomar grieteado en el corazón de Galicia, donde yo pudiese beber leche fresca, dormir sobre un establo y reponerme... Que, no obstante, si me empeoraba ó me aburría, cuatro renglones; la familia hará un esfuerzo, te mandaremos á Italia... Ante las lágrimas y el besuqueo, ¿qué se hace un hombre, Camilo? Jurar que le entusiasma Fontela y venirse á escape. ¿He de consentir que el consabido esfuerzo desequilibre los presupuestos de mi casa? El sueldo de magistrado de mi padre y las rentitas gallegas de mi madre, sólo á fuerza de orden y parsimonia cubren los gastos y permiten atender á las exigencias del decoro. Hacen milagros los pobres papás.

Por eso, por eso me incomoda á mí no servir para nada, ser á los veinticuatro abriles abogado sin pleitos, y por eso te suplico no olvides mi pretensión y trabajes con ahínco para que suban al poder los tuyos y me hagan á mí siquiera juez de entrada; bien poco pido; se trata de sentar el pié en la carrera y dejar de ser miembro inútil, cero social.


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51 págs. / 1 hora, 29 minutos / 119 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Carbón

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No se llamaba así, pero alguien se lo puso de mote, y el mote corrió en el balneario. Su verdadero nombre, o por lo menos el de cristiano, el que había recibido en la pila bautismal, era Francisco Javier. El de Carbón prevaleció porque pintaba con un solo enérgico trazo la cara negrísima del niño catequizado, recogido y prohijado por el buen obispo de R..., a quien acompañaba, como muestra viviente de los frutos del Evangelio en las posesiones lusitanas del África.

Al pronto, Carbón y su obispo fueron muy curioseados y celebrados; después la gente se acostumbró a ellos, y pasaban casi inadvertidos entre la muchedumbre de agüistas. A mí, por el contrario, cada día me interesaban más los dos portugueses, el apóstol y el catecúmeno. Aunque por lo general los obispos dan alto ejemplo de caridad y de dulzura, el de R... sobrepujaba en esto a cuantos conozco. Veíase en él al misionero que ha vivido en contacto con gente de muy varias creencias, y que siempre tuvo por armas la humildad y el amor, sin apoyo alguno en la autoridad ni en la fuerza. No por eso realizaba el tipo modernista del prelado vividor y cortesano: en medio de su tolerancia, el obispo respiraba una fe ardiente, tanto, que era refrigerante para el espíritu acercarse a él, escucharle. Cuando refería sus campañas y aventuras de soldado de la fe y los mil riesgos de que le había salvado casi milagrosamente la Providencia, su rostro amarillento y desecado por terrible enfermedad hepática parecía irradiar luz, y en sus pupilas pálidas y amortiguadas se encendía un resplandor celeste. Sólo el movimiento de su mano extendida sobre la cabeza de Carbón, sólo su sonrisa al decir al negro: «Hijo mío», bastaban para revelar el ardor de la bondad en su alma, y para probar que la sangre de Cristo florecía en ella, como los rojos granados en los oasis del desierto sahariano.


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4 págs. / 8 minutos / 127 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Casi Artista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de una semana de zarandeo, del Gobierno Civil a las oficinas municipales, y de las tabernas al taller donde él trabajaba —es un modo de decir—, preguntando a todos y a «todas», con los ojos como puños y el pañuelo echado a la cara para esconder el sofoco de la vergüenza, Dolores, la Cartera —apodábanla así por haber sido cartero su padre—, se retiró a su tugurio con el alma más triste que el día, y éste era de los turbios, revueltos y anegruzados de Marineda, en que la bóveda del cielo parece descender hacia la tierra para aplastarla, con la indiferencia suprema del hermoso dosel por lo que ocurre y duele más abajo...

Sentose en una silleta paticoja y lloró amargamente. No cabía duda que aquel pillo había embarcado para América. Dinero no tenía; pero ya se sabe que ahora facilitan tales cosas, garantizando desde allá el billete. En Buenos Aires no van a saber que el carpintero a quien llaman para ejercer su oficio es un borracho y deja en su tierra obligaciones. La ley dicen que prohíbe que se embarquen los casados sin permiso de sus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibir, y los tunos, a embarcar... y los señorones y las autoridades, a hacerles la capa..., ¡y arriba!

Bebedor y holgazán, mujeriego, timbista y perdido como era su Frutos, alias Verderón, siempre acompañaba y traía a casa una corteza de pan... Corteza escasa, reseca, insegura; pero corteza al fin. Por eso (y no por amorosos melindres que la miseria suprime pronto) lloraba Dolores la desaparición, y mientras corría su llanto, discurría qué hacer para llenar las dos boquitas ansiosas de los niños.


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4 págs. / 8 minutos / 257 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Caso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No es secreto de confesión —dijo el padre Morata—, que si lo fuese, callaría, aunque se hayan muerto ya todos los que intervinieron en la doliente historia. La protagonista me pidió consejo y me hizo confidencia, enseñándome la llaga horrible de su corazón... y estos casos pueden referirse; sobre todo, a personas que ni por conjetura han de adivinar nombres.

Llamaré a aquella desventurada Artemisa, por una analogía de situación que acaso no exista, sino en mi espíritu... Artemisa, pues, se casó, no muy joven, sino en la edad en que ya el dragón de las pasiones ronda a la mujer. Iba a cumplir los treinta, y era rica, libre y muy inteligente, además de hermosa. Eligió a su gusto, y cuando emprendieron marido y mujer el viaje de novios, se podía afirmar que llevaban consigo todas las probabilidades de ventura que humanamente pueden sumarse.

Regresaron, y yo, que les había dado la bendición nupcial porque el padre de Artemisa se contó entre mis mejores amigos, les visité por cortesía. Me enseñaron la casa, magníficamente alhajada, y el taller del marido, que era artista pintor y a quien nombraré Luis. Me parecieron enamorados y hasta extremosos en las recíprocas finezas, por lo cual —lo declaro paladinamente— temí por su porvenir, pues he notado, y es una de las observaciones que determinaron mi vocación al estado religioso, que donde entra el amor salen por otra puerta la paz y la escasa dicha que nos está permitido disfrutar en este mundo. Como he tenido allá antaño mis aficiones a leer versos, y hasta a componerlos, recuerdo lo que dice un poeta desconocido, Luis de Vivero, del traje que gastan los enamorados:

«Un jubón sin alegría,

un sayo de desear

y una capa de pesar

que me traigo cada día...»


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3 págs. / 6 minutos / 100 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

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