Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 24

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El Desaparecido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En aquella calle popular, transitada, llena de tiendas y próxima al mercado, la greguería de la Nochebuena era formidable hasta el amanecer. La familia Sampedro, que iba a sentarse a cenar, cerró las maderas, por no oír el rasgueo de las guitarras, los canticios de los beodos, el estridor de las trompas, el repique de las panderetas. Cuando la gente está contristada, el alborozo ajeno parece que aumenta el pesar.

La familia Sampedro no vestía luto; era algo peor: el peso de un misterio, de una trágica incertidumbre. El hijo menor, Solano, llevaba más de año y medio sin aparecer, aunque se le buscaba incesantemente. Ciertos amoríos con una «pícara» chalequera de profesión —¡o vaya usted a saber!—, determinaron severidades del padre, honrado industrial, dueño de un importante establecimiento de ferretería; vino la tirantez, el rompimiento y, por último, la desaparición del muchacho.

Abrumada por mortal pesadumbre, suponía la madre que su hijo, al dar el «cabezazo», se había ido a la guerra, tragadora de gente; a las trincheras, en que el hombre se esfuma. Todos los incidentes y pormenores de tal hipótesis los repasaba constantemente en su imaginación doña Mercedes Sampedro. Veía a su hijo tendido, desangrándose; le veía en el hospital, agonizando, amputado, asistido por una mujer de blancas ropas y roja cruz; le veía en la fosa, descompuesto, olvidado bajo la tierra helada. La menos terrible de sus visiones era el hijo hambriento, calado, enfangado, ardiendo en calentura, temblando de fiebre, sordo del estrépito del cañón, loco, aullando...


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4 págs. / 8 minutos / 103 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Destino

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Casi todos creemos haber librado de algún peligro, por alguna casualidad; casi todos hemos visto, una vez al menos durante nuestra vida, inclinarse sobre el abismo el platillo de la balanza, y no volcarse, vencido ya, por milagro…

Pocos estarán de ello tan seguros como Matías Reñales, mocetón de pelo en pecho, que ejerce el desalmado oficio de guarda de consumos, y más veces anda a tiros que reza el rosario. Aparte de los lances del oficio, Matías suele encontrarse enredado en otros que nada tienen que ver con las gabelas del Ayuntamiento, pues Matías es más enamorado que dromedario africano, amén de celoso y matón y reñidor sin jactancias, pero con derroches de valentía que rayan en bizarra temeridad; y a su manera, y dentro del círculo nada selecto de sus relaciones, Matías se procura una serie de emociones románticas, y se juega el pellejo con desgaire de guapo e indiferencia de fatalista.

—Porque, miusté —díjome en ocasión de haber venido a verme para pedirme cierta recomendación, la número quinientos mil de las que a toda hora llueven sobre todo el mundo, sea o no sea influyente— en no estando de allá… —Y señaló, alzando el índice, al techo de mi escritorio—. Si está de allí, sale usté a la calle, hace viento, cae una teja de punta, le da en la cabeza…, y a San Ginés.


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4 págs. / 8 minutos / 43 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Escondrijo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en ocasión de querer reconstruir el señor de Barbosa su antigua vivienda, cuando se descubrió en la pared aquel escondrijo que tanto dio que hablar y que hacer.

La vivienda era realmente un cascajo, aunque conservaba ese aire de grandiosidad de las casas que han sido siempre de señores y cuentan de fecha cuatro siglos. Sus balcones salientes, de hierro forjado y su puerta formando arco apuntado, le prestaban dignidad y reposo. Causaba pena que cayese tan respetable edificio y le reemplazasen paredes a la malicia, con ventanas angostas y muy próximas, puertas prosaicas, estrechas también, y alguna tendezuela de aceite y vinagre o de hilos y sedas, que deshonrase los bajos con sus escaparates mezquinos. Aunque nada tengan de monumental, las casas viejas son infinitamente más nobles para la vida humana que estas construcciones actuales, tocadas de nuestra irremediable inferioridad estética.

La piqueta —sin atender a tales consideraciones— empezó a hacer su oficio. Se desmoronaban lienzos de pared, y las entrañas de la casa se descubrían patentes. Se veían, como en decoración de teatro, los pisos unos encima de otros, con restos de mobiliario; la cocina con su campana y su fogón, los destrozados jirones del empapelado, los frisos pintados, las escocias resquebrajadas; y en los muros, todavía en pie, los clavos de donde pendían cuadros y estantes, negreando sobre la albura de la cal, mientras las vigas, aún fuertes, dejaban colarse el cielo azul a través del pentagrama de sus recios troncos.

En la calle el escombro se hacinaba, y las maromas tendidas aislaban el derribo. Al pronto, los transeúntes se paran; después, según avanza la faena y el edificio pierde su forma, la curiosidad se amortigua y los obreros quedan solos, despedazando la vivienda muerta ya.


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4 págs. / 7 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Espíritu del Conde

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Os acordáis de algo que os conté aquí mismo hace tiempo, no mucho? Pero todo va hoy tan de prisa, que presumo lo habréis olvidado.

Se trataba del conde filántropo, del que tuvo misericordia de las turbas, del que con exaltación profesó el culto de los humildes, del que, en su vocación entusiasta, tomó el arado en sus manos aristocráticas y, descalzos los pies, rompió las entrañas de la tierra para que produjese el dorado trigo que sustenta al hombre.

En aquella ocasión os narré algún episodio de la existencia del que amó a su naturaleza y a los humanos —no a todos por igual—, siendo la razón de su preferencia la mayor miseria e ignominia de los preferidos. Y os conté cómo San Francisco y el conde dialogaron una tarde otoñal, sentados en un muro, mientras dejaban rebosar la marejada del humano sufrimiento, que ambos habían convertido en materia religiosa, dulce y alegre en el fraile, en el conde sombría y pesimista.

Y he aquí que el conde, en un viaje por llanuras acolchadas de nieve, mientras un cierzo áspero y polar desgarraba los escarchados arabescos del ramaje sin hojas: yendo, como un «mujik», en la plataforma del tren, enfundado en su hopalanda de pellejas de carnero mal curtidas, endurecidas por el hielo, sintió en su pecho, repentinamente, como una punzada. A poco, la punzada era agudo dolor. Y al penetrar en el convento donde quería refugiarse, la calentura le abrasaba, mientras sus dientes entrechocaban por efecto de ese frío que no se parece a ningún otro: el frío de la invasora pulmonía.


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5 págs. / 9 minutos / 72 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Fantasma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cuando estudiaba carrera mayor en Madrid, todos los jueves comía en casa de mis parientes lejanos los señores de Cardona, que desde el primer día me acogieron y trataron con afecto sumo. Marido y mujer formaban marcadísimo contraste: él era robusto, sanguíneo, franco, alegre, partidario de las soluciones prácticas; ella, pálida, nerviosa, romántica, perseguidora del ideal. Él se llamaba Ramón; ella llevaba el anticuado nombre de Leonor. Para mi imaginación juvenil, representaban aquellos dos seres la prosa y la poesía.

Esmerábase Leonor en presentarme los platos que me agradaban, mis golosinas predilectas, y con sus propias manos me preparaba, en bruñida cafetera rusa, el café más fuerte y aromático que un aficionado puede apetecer. Sus dedos largos y finos me ofrecían la taza de porcelana «cáscara de huevo», y mientras yo paladeaba la deliciosa infusión, los ojos de Leonor, del mismo tono oscuro y caliente a la vez que el café, se fijaban en mí de un modo magnético. Parecía que deseaban ponerse en estrecho contacto con mi alma.

Los señores de Cardona eran ricos y estimados. Nada les faltaba de cuanto contribuye a proporcionar la suma de ventura posible en este mundo. Sin embargo, yo di en cavilar que aquel matrimonio entre personas de tan distinta complexión moral y física no podía ser dichoso.

Aunque todos afirmaban que a don Ramón Cardona le rebosaba la bondad y a su mujer el decoro, para mí existía en su hogar un misterio. ¿Me lo revelarían las pupilas color café?


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4 págs. / 7 minutos / 73 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Frac

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Le conocí, y le conocíamos los pocos aficionados a cierta clase de estudios, en los cuales él era indiscutible maestro... Pero decir que le conocíamos no significa que estuviésemos enterados de ninguna intimidad suya; casi no sabíamos las señas de su domicilio. Era, para todos nosotros, un señor algo huraño, tímido entre gentes, vestido con el descuido propio de los sabios; y a lo mejor no le veíamos en tres años, a no tropezarle casualmente en alguna librería de viejo o en los pasillos de alguna Academia, un día de recepción... Ni frecuentaba cafés ni sitios públicos, y se le olvidaba sin sentir, entre la penumbra telarañosa que envuelve a las seminotoriedades, de las cuales nadie se acuerda, como no sea para exclamar enfática y distraídamente: «¡Ah! ¡Ya lo creo! ¡Don Pedro Hojeda de las Lanzas! ¡Una eminencia! ¡Creo que ha escrito últimamente unos trabajos!». «¿Sobre qué?». «Hombre, deje usted que haga memoria». Y rara vez la hacían.


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4 págs. / 8 minutos / 68 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Invento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El bazar, aún pareciéndose a los demás bazares, revestía un aspecto particularmente depresivo para el ánimo. Era el mismo hacinamiento de camas doradas, sillas curvadas de madera, paquetes de ferranchinería oxidados, cubos de cinc, loza grosera y pretenciosa, cacerolas ordinarias y cromos que dan ganas de llorar; erizaba el pelo de la estética, a fuerza de fealdad moderna acumulada; pero tenía, además, una nota de abandono de descuido, que aumentó la repulsión que me infunde este género de establecimientos, en los cuales no hay más remedio que entrar a veces, obligado por la necesidad prosaica de un kilo de tachuelas o un litro de barniz Flatting...

El dueño del bazar era un viejo que existía sin deber existir; un residuo humano. Aunque a los comerciantes españoles, en general, dijérase que les importaba poco vender, éste exageraba el desdén hacia la ocupación. Se creía que, al pedirle el género, se le daba una mala noticia...

El dependiente, un chico escrofuloso y atontado, con las manos colgantes, no llenaba más fin que añadir un detalle antipático al conjunto; así es que fue el mismo dueño el que se dedicó a servirme renqueando. Me fijé entonces en su cara, y noté que estaba como devastada por un torrente de llanto, una convulsión dolorosa. Había en ella surcos de amargura, y en los ojos, un abismo de desconsuelo y de horror. Los hombros se inclinaban, agobiados, vencidos, como si les hubiese caído encima un peso enorme...

Al recoger un envoltorio mal liado, dije, sin fijarme:

—¿No tiene usted familia que le ayude?

Sobresalto... Me miró como quien pide justicia —de esas miradas que protestan, que claman al Cielo— y suspiró:

—¡Ah! Usted, por lo visto, ha oído algo ya...

Yo no había oído palabra, pero hice que sí con la cabeza.

—Pues si ha oído, comprenderá...

Y recibiendo el dinero, sin mirarlo, añadió esta reflexión incongruente:


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4 págs. / 7 minutos / 62 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Linaje

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La noche había caído, envolviendo en sombras el arrogante castillo señorial, confundiendo los términos de sus jardines y parques, y prestando nueva y plañidera música al surtir y gotear de sus fuentes de mármol. Dijérase que lloraban, en aquella plácida y serena noche de Junio; y era que las lágrimas de la madre, velando en el inmenso salón el cuerpo del hijo que acababa de morir, iban sin duda, llevadas por la suave brisa, a confundirse con hilitos de agua, tan rientes a la luz, tan quejumbrosa ahora…

Velaba la madre —ella sola, pues no había querido consentir que la acompañase nadie, al rendir el postrer tributo de amor y de dolor al único fruto de sus entrañas—. Altos blandones, en candeleros de plata antigua, alumbraban apenas la parte del salón en que, dentro del blanco ataúd y sobre extendido paño heráldico, bordado de históricos blasones, yacía el niño, del mismo color de la cera que se consumía en los hacheros. La madre, arrodillada, sollozaba, sin fuerzas para orar; faltábale en aquel instante resignación, y no podía contener su desesperado llanto. Era la criatura que acababa de expirar, a la vez su consuelo y su esperanza: con el niño al lado, sentía menos la soledad y el abandono en que la dejaba un esposo inconstante, ingrato y libertino; por el niño se prometía reconquistar al padre, convertirle otra vez al hogar y al afecto. Al perderle, lo había perdido todo, hasta la sonrisa misteriosa y prometedora que el porvenir tiene para los más desventurados…

Poco a poco, la fatiga y el exceso de la pena trajeron una reacción inevitable: los nervios agotados y el cuerpo rendido por larga y trabajosa asistencia dijeron que más no podían: la materia sonrió irónicamente de su triunfo, y la madre, recostando la frente al borde del almohadón en que descansaba la cabeza inerte de su hijo, se quedó dormida, con sueño de plomo, con letargo mortal…


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4 págs. / 8 minutos / 40 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Lorito Real

Emilia Pardo Bazán


Cuento, cuento infantil


¡Si supieseis qué alegre se puso Tina Gutiérrez cuando su padrino la regaló el día de Santa Tina (que era en el calendario el de Santa Florentina) un juguete vivo, que corría, se movía, mordía y chillaba!: ¡un loro preciosísimo, comprado cerca del Teatro Español, allí donde están expuestos en sus jaulas tantos avechuchos, canarios, palomos, guacamayos, monitos y perros!

Con mil transportes de gozo, Nené se propuso consagrarse a labrar la felicidad de su loro, cuidando de limpiarle la jaula, mudarle el agua, evitar que viese ni desde una legua el perejil (ya sabéis que el perejil mata a esos bichos), y traerle garbanzos bien cociditos, bizcocho y otras golosinas.

La verdad es que el lorito era una monada. Tina no cesaba de alabarle.

¡Qué diferencia entre él y las estúpidas de las muñecas, que no daban a pie ni a pierna, se estaban eternamente en la misma postura, y para que abriesen o cerrasen los ojos había que tirarles de un cordelito!

El loro hacía mil morisquetas chistosas: alzaba una pata; se rascaba el moño; cogía los garbanzos y los trituraba con el pico; se enfadaba; se erguía; intentaba morder, y aunque en lo de hablar no estaba tan fuerte, ya iría aprendiendo —decía Tina—, que se había declarado profesora del loro.

A fuerza de repetirle a Perico (éste fue el nombre que le pusieron) algunas palabras y luego algunas frases, el animalito daba esperanzas de aprenderlas.

«Lorito real» —le decían— y él graznaba: «¡Lorrito!», o cosa semejante. «¡Rico! ¡Ric… co! ¡Precioso! ¡Prerrccioss!».


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2 págs. / 4 minutos / 69 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Malvís

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Entre las mezquinas construcciones del barrio de la Judería, destacábase una espaciosa, bien encalada, alta, con volado balconcillo lleno de cajas de claveles reventones y plantas floridas.

Era la del judío David, negociante en joyas, telas y pieles, y el pensil lo cuidaba su hija Séfora, que solía asomarse para regar y para colgar al sol la jaula de un malvís, el ruiseñor de aquella comarca.

Aunque tan activo traficante, desmentía David las características del hebreo avariento y sórdido. Sus estancias lucían mobiliario más rico que el del conde de Lemos, señor de la ciudad. Su mano se abría frecuentemente para la limosna. Hasta a los mendigos cristianos socorría. Su rostro no era el de nariz corva y boca astuta de los fariseos, sino una faz grave y bella, con ahorquillada barba rizosa.

Dentro de su hogar, David ocultaba, o por lo menos callaba, sus buenas obras, cuando en cristianos recaían, porque su esposa, Raquel, profesaba a los cristianos odio de muerte, acrecentado por la rabia de notar que ni su marido ni su hija compartían tal furor, acentuado como una monomanía. Era una mujer que había sido muy hermosa, de ojos sombríos, cejas pobladas, labios que había estrechado y secado la cólera, y biliosa tez. Frecuentemente, tomaba de la leñera dos palitos, los cruzaba, los ataba, y arrojándolos al suelo, se complacía en escupirlos y pisarlos repetidamente.


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5 págs. / 9 minutos / 40 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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