El pensador oyó sonar pausadamente, cayendo del alto reloj inglés que
coronaban estatuitas de bronce, las doce de la noche del último día del
año. Después de cada campanada, la caja sonora y seca del reloj quedaba
vibrando como si se estremeciese de terror misterioso.
Se levantó el pensador de su antiguo sillón de cuero, bruñido por el
roce de sus espaldas y brazos durante luengas jornadas estudiosas y
solitarias, y, como quien adopta definitiva resolución, se acercó a la
chimenea encendida. O entonces o nunca era la ocasión favorable para el
conjuro.
Descolgó de una panoplia una espada que conservaba en la ranura el
óxido producido por la sangre bebida antaño en riñas y batallas, y con
ella describió, frente a la chimenea y alejándose de ella lo suficiente,
un pantaclo, en el cual quedó incluso. Chispezuelas de fuego brotaban
de la punta de la tizona, y la superficie del piso apareció como
carbonizada allí donde se inscribió el cerco mágico, alrededor del osado
que se atrevía a practicar el rito de brujería, ya olvidado casi.
Mientras trazaba el círculo, murmuraba las palabras cabalísticas.
Una figura alta y sombría pareció surgir de la chimenea, y fue
adelantándose hacia el invocador, sin ruido de pasos, con el avance mudo
de las sombras.
La capa vasta, flotante, color de humo, en que se rebozaba la figura;
el sombrero oscuro, inmenso, cuya ala descendía hasta el embozo, no
permitían ver el rostro del aparecido. Y el pensador no podía acercarse a
él. Un encanto le sujetaba dentro del círculo; sólo se libertaría si
recitase el conjuro al revés y marcase el pantaclo en sentido también
inverso. Pero le faltaba valor: sentía cuajarse sus venas ante el
figurón silencioso, que acaso no tenía cuerpo; que tal vez era una
ilusión perversa de los sentidos, una niebla psíquica.
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