No hay discusión más baldía que la de la hermosura. Mil veces la
entablamos en aquella especie de senadillo de gentes al par
desengañadas y curiosas, donde se agitaban tantos problemas a un
tiempo atractivos e insolubles; y siempre —aunque no escaseaban las
disertaciones— quedábamos en mayor confusión. Uno sostenía que la
belleza era la corrección de líneas; otro, que la armonía del
color; éste, que la fusión de ambos elementos; aquél, que la
juventud; el de más allá, que la salud y robustez, o el donaire,
chiste y garabato, o el arte del tocador, o la melodía de la voz, y
hasta hubo alguno que identificó la belleza con la bondad y con la
inteligencia… Y el original de Donato Abréu, que solía escuchar
callando, al fin se descolgó con la sentencia siguiente:
—La belleza no es nada.
Acostumbrados a sus salidas, callamos para ver cómo se
desenredaba, y fue así:
—No es nada, nada absolutamente. Si nos ataca a los presentes
una oftalmía, se acabaron líneas, colores, aire de salud, juventud,
adorno… Todo eso estaba en nuestra retina… , y en ninguna parte
más.
—¡Vaya una gracia! —exclamamos—. Si empieza usted por dejarnos
ciegos…
—Es que lo están ustedes ya cuando tienen por realidad lo que no
existe fuera de nosotros. ¡Déjenme continuar! Yo aduciré ejemplos.
Ante todo, ¿supongo que se trata de la belleza femenil?
—¡Ah pícaro! —protestó el escultor—. ¡Se refugia usted ahí… ,
porque es donde menor refutación tienen sus herejías! A los
escultores no vale cegarnos. Acuérdese usted de aquel que, privado
de la vista, admiraba con las yemas de los dedos el torso de una
estatua griega…
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