Ocurren en el mundo cosas así; se diría que la casualidad,
inteligente, se complace en arreglarlas... o en desarreglarlas. En el
presente caso, la casualidad dispuso que Juaniño de Rozas y Culás de
Bonsende, oyendo toda la vida hablar el uno del otro, contar el otro las
proezas del uno, hartos de alabanzas a la guapeza recíproca, no se
hubiesen encontrado, lo que se dice encontrarse cara a cara, jamás.
Cierto que concurrían a las mismas fiestas; es indudable que allí
pudieran haberse tropezado; imposible negar la hipótesis; pero fuese
porque, lo repito, la casualidad es el diantre, o porque a veces la
ayudamos nosotros, hay que consignar el hecho, ya tan comentado.
Juaniño de Rozas no había cruzado la palabra con Culás de Bonsende, y
las respectivas parroquias ya lo hallaban extraño, shocking, diríamos
si el ambiente no lo vedara.
Los que conocen tan sólo a la España superficial y epidérmica creen
que esto de la guapeza y la fanfarronería pertenece al Sur, como el sol,
las naranjas y las palmeras. Los valientes, que comparten con el buen
vino el privilegio de durar poco, parecen pintables en pandereta, pero
no acompañables con gaita; y, sin embargo, los que hemos nacido en
tierras de nublado cielo, sabemos hasta qué punto nuestros temerones
achican a los majos andaluces, hasta en la hipérbole, que es la forma
retórica de los guapos.
Paisanos somos de aquel soldadito, al cual se propusieron tomar el
pelo unos cuantos del mediodía, contándole cómo el uno había escabechado
a más de veinte mambises y el otro había defendido él solo un fortín,
rechazando a cuatrocientos de negrada.
—Y tú, ¿qué hiciste, gallego? —preguntaron, irónicos, al ver que el soldadito escuchaba sin despegar los labios.
—¿Yo? —respondió él, levantando la cabeza—. Yo..., ¡morrín en todas las batallas!
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