Fue en una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente
fría, en que por la pureza glacial del ambiente se oía aullar a los
lobos lo mismo que si estuvisen al pie de la solitaria rectoral y la
amenazasen con sus siniestros ¡ouu... bee!, cuando el cura de Andianes, a
quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la convenida señal, el
canto del cucorei, y saltando de la cama, arropándose con un balandrán
viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió precipitadamente a abrir.
Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadas también por la
emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.
Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa
puerta de roble, dejando penetrar por el boquete la negrura y el helado
soplo nocturno, alguien que no estuviese prevenido sentiría pavor viendo
avanzar a tres hombres, más que embozados, encubiertos, tapados por el
cuello de los capotes, que se juntaba con el ala del amplio sombrerazo.
Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de un carrito y se oía el
jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas patas temblaban
aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber sentido
tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.
—¿Está todo corriente? —preguntó el que parecía capitanear el grupo.
—Todo. No hay más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a la gente!...
Metiéronse en el portal e hicieron avanzar el carrito, que al fin
cupo, no sin trabajo, por el hueco de la puerta; cerrándola aprisa sólo
con llave, sin echar los cerrojos otra vez, y ya defendidos de
curiosidades —aunque en tal lugar y tal noche no era verosímil ningún
riesgo—, bajaron los cuellos de los abrigos y se vieron unos rostros
curtidos por la intemperie, animados por la resolución; unas barbas
salpicadas de goteruelas: la respiración, liquidada al abrigo del paño.
Leer / Descargar texto 'Armamento'