Santos Bueno
Emilia Pardo Bazán
Cuento
Hacía tiempo —muchos meses— que no le veía yo por ninguna parte: ni en la calle, ni en el Casino de la Amistad, ni en la Pecera, ni siquiera en la barriada nueva que se está construyendo. Porque Santos Bueno es de los que tienen afición a ver edificar y gustan de plantarse delante de los andamios con las manos a la espalda, diciendo sentenciosamente: «Estas sí que son vigas de recibo; no pandarán».
Extrañando tan largo eclipse, temiendo que Santos Bueno estuviese enfermo de cuidado, resolví buscarle en su casa, donde le encontré entregado a sus habituales tareas, apacible y afable como de costumbre.
—¿Qué es esto? ¿Se ha metido usted cartujo? ¿Es voto de clausura?
—No, señor...; ¡no, señor! —respondió sonriendo Santos—. Si yo salgo y me paseo. No parece sino que vivo encerrado.
—¿Que sale usted? Pues no le veo nunca.
—Porque salgo un poco tarde..., a las horas en que no hay gente.
—Esconderse se llama esa figura.
Volvió Santos a sonreír con aquella su indescriptible expresión enigmática, y dijo tranquilamente:
—Pues ha acertado usted. Hay ocasiones en que... se encuentra uno muy a gusto escondido.
Adiviné que bajo la teoría de las ventajas del escondite se ocultaba alguna crisis dolorosa de la vida de Santos Bueno.
Yo creía conocerle, y además sabía su historia y sus aspiraciones, como se saben en un pueblo pequeño las de cada hijo de vecino. Santos Bueno era un burgués modesto, sin grandes aspiraciones; ni pobre ni rico, poseía un capitalito, producto de la afortunada venta de unos bienes patrimoniales, lindantes con el prado de un indianete, que por tal circunstancia los había pagado a peso de oro.
Dominio público
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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.