Textos de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 36

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Morrión y Boina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡La casa número 16 de la calle de la Angustia, en Marineda, trae a mi memoria tantos recuerdos! Y no de esos que producen melancolía, sino de los que infunden cierta nostalgia regocijada y benévola; algo como el ritornello de una sana explosión de risa al acordarse de un castizo sainete.

Hace ya ocho años que los inquilinos de los pisos principal y segundo de aquella vieja casa se fueron a habitar en otra más espaciosa, aunque de aposentos angostos, helados y oscuros; más alta de techo, como que se lo da la bóveda celeste; más poblada, aunque siempre muda... Ocho años, si..., ¡y en ocho años, cuántos sucesos y qué rodar del mundo!, hace que duermen en el camposanto de Marineda, al arrullo del ronco Cantábrico, las dos irreconciliables estantiguas, los dos vejestorios enemigos, a quienes, por no andar zarandeando los apellidos de su esclarecida prosapia, llamaré sonora y significativamente don Juan de la Boina y don Pedro del Morrión.


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29 págs. / 51 minutos / 61 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Por el Arte

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras residí en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada —porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles—, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.


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29 págs. / 52 minutos / 56 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doradores

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alrededor de la fábrica —una fábrica elegante, de marcos, molduras y rosetones dorados, en mate y brillo— apostóse el nutrido grupo de huelguistas. A media voz trocaban furiosas exclamaciones y sus caras, pálidas de frío y de ira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolución. Que se preparasen los vendidos, los traidores que iban a volver al trabajo, no sin darse antes de baja en la sociedad El Amanecer.

Algunos de estos vendidos, deseosos de ganar para la olla, habíanse aproximado con propósito de entrar en la fábrica, y ante la actitud nada tranquilizadora del corro vigilante, retrocedieron hacia las calles céntricas. Conversaban también entre sí: «Aquello no era justo, ¡concho! El que quiera comerse los codos de hambre, o tenga rentas para sostenerse, allá él; pero cuando en casa están los pequeños y la madre aguardando para mercar el pedazo de tocino y las patatas a cuenta del trabajo de su hombre... hay que arrimar el hombro a la labor». Hasta hubo quien refunfuñó: «Con este aquél de las sociedades no mandamos, ¡concho!, ni en nosotros mismos...» Melancólicos se dispersaron a la entrada de la calle Mayor para llevar la mala noticia a sus consortes.

Los huelguistas no se habían movido. Nadie los podía echar de su observatorio; ejercitaban un derecho; estaban a la mira de sus intereses. Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvo un esguince de extrañeza al ver venir, de lejos, a una chiquilla rubia —de unos catorce, o que, en su desmedramiento de prole de obrero, los representaba a lo sumo—, y que, ocultando algo bajo el raído mantón, se dirigía a la fábrica de un modo furtivo, evitándolos.

—¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí?

Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelosa de terror. Y, al fin, hollipó:

—¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen!


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4 págs. / 7 minutos / 43 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Pasarela

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el muelle, en fría noche de un noviembre triste, un grupo de señoritos locales aguardaba la llegada del vapor que traía a la compañía de opereta italoaustríaca desde la ciudad departamental.

Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones, aficionados al revuelo de las enaguas de seda que «frufrutan», a los trajes de funda indiscreta y a los olores de esencias caras, con otras serie de ideales de ardua realización en la vida diaria de una capital de provincia, donde hasta lo vedado reviste formas de lícito aburrimiento. Y a los señoritos, continuamente dedicados a la contemplación de postales iluminadas y primeras y aun segundas planas de periódicos ilustrados, soñaban con ver en carne y hueso a las deslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando y manándoles de la nariz aguadilla, para no sentir tanto en los pies la humedad viscosa de las tablas, al través de cuyas junturas entreveían el agua negra y oían su quejido sordo, cambiaban impresiones sobre motivos de noticias recogidas aquí y acullá. Además de algunas chiquillas del coro, había dos mujeres super: la primera actriz y la genérica o graciosa. Se comparaban los méritos de ambas: la primera vestía de un modo despampanante, al estilo parisiense genuino; tenía una pantalla espléndida, una exuberancia de formas... Pero, objetaban los partidarios de la genérica —a la cual no conocían sino por sus retratos—, estaba ajamonada, mientras la otra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie de diablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hasta lo increíble, que bailaba como un trompo los eternos valses del repertorio nuevo. Y se entablaba una vez más la constante disputa, que entretenía muchas tardes y no pocas noches los ocios de la tertulia de la Pecera: cuales valen más, si las de libras o las menuditas y flacas.

Si recogiesen las disertaciones sobre este punto controvertible, llenarían varios abultados tomos.


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3 págs. / 6 minutos / 43 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Santiago el Mudo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¡Qué oscura, pero qué dulce y tranquila se deslizaba en el vetusto pazo de Quindoiro la existencia de Santiago!

Llamábanle en la aldea Santiago el Mudo no porque lo fuese, sino porque el mutismo voluntario equivale a la mudez, y Santiago acostumbraba a callar. Taciturno, reconcentrado, vegetaba en el pazo como la parietaria que se adhiere al muro ruinoso. Desde tiempo inmemorial, la familia de Santiago estaba al servicio de aquella casa; últimamente, sin embargo, se había roto la tradición; al trasladarse los señores del pazo a la ciudad, dos hermanos de Santiago emigraron a la América del Sur; Santiago, huérfano ya, se quedó solo en el noble caserón, declarando que se moría si de allí se apartase. Santiago era hermano de leche del señorito Raimundo, también huérfano.


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5 págs. / 9 minutos / 106 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Argumento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


¿Quién no conoce a aquel médico no sólo en la ciudad, sino en la provincia, y aun en Madrid, al que desdeña profundamente? Son muchas las cosas que desdeña, y entre ellas, el dinero. Lo desdeña con sinceridad, sin alharacas. Podría ser rico; su fama de mago, más que de hombre de ciencia, le permitiría exigir fuertes sumas por las curas increíbles que realiza; pero para él existen la conciencia, el alma, la otra vida —un sinnúmero de cosas que mucha gente suprime por estorbosas y tiránicas—, y se limita a tomar lo que basta al modesto desahogo de su existir. No tiene coche, ni hotel, ni cuenta corriente en el Banco; en cambio, espera tener un lugar en el cielo, al lado de los médicos que hayan cumplido con su deber de cristianos, que algunos hay, y hasta en el Santoral los encontramos, con su aureola y todo.


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4 págs. / 8 minutos / 63 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Arena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No le había visto en un año, y me lo encontré de manos a boca al salir del café donde almuerzo cuando vengo a Madrid por pocos días desde mi habitual residencia de El Pardo.

Apenas fijé en él los ojos, comprendí que algo grave le pasaba. Su mirar tenía un brillo exaltado, y una especie de ansia febril animaba su semblante, de ordinario grave y tranquilo.

—Tú estás enamorado, Braulio —le dije.

—Y tanto, que voy a casarme —respondió, con ese género de violencia que desplegamos al anunciar a los demás resoluciones que acaso no nos satisfacen a nosotros mismos.

Minutos después, sentados ambos ante la mesita, y empezando a despachar las apetitosas doradas criadillas, regadas con el zumo fresco y agrio del limón, entró en detalles: una muchacha encantadora, de la mejor familia, de un carácter delicioso...

—¿Sin defectos?

—¡Bah!... Un poco inconsistente en las impresiones... No toma en serio nada...

—¿Arenisca? —pregunté.

—Es la definición exacta: arenisca —contestó él súbitamente, plegado de preocupación el negro ceño—. Le dices hoy una cosa, parece hacerle impresión, y al otro día comprendes que todo se ha borrado... ¡Por más que quiero fijarla, no lo consigo! En fin, eso, ¿qué importa?

—Sí importa, Braulio...

Y viéndole silencioso, agregué:


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5 págs. / 8 minutos / 103 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Hijo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los médicos son también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia, de acuerdo con la Escritura, afirma que la iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones.

Habituado estaba el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo corporal; o, por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo. Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de literatería, y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa de despacho!»


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6 págs. / 10 minutos / 356 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Almohada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La tarde antes del combate, Bisma, el veterano guerrero, el invencible de luengos brazos, reposa en su tienda. Sobre el ancho Ganges, el sol inscribe rastros bermejos, toques movibles de púrpura. Cuando se borran y la luna asoma apaciblemente, Bisma junta las manos en forma de copa y recita la plegaria de Kali, diosa de la guerra y de la muerte.

«¡Adoración a ti, divinidad del collar de cráneos! ¡Diosa furibunda! ¡Libertadora! ¡La que usa lanza, escudo y cimitarra! ¡A quien le es grata la sangre de los búfalos! ¡Diosa de la risa violenta, de la faz de loba! ¡Adoración a ti!»

Mientras oraba, Bisma creyó escuchar una ardiente respiración y ver unos ojos de brasa, devoradores efectivamente, como de loba hambrienta, que se clavaban en los suyos. Jamás Kali, la Exterminadora, se le había manifestado así; un presentimiento indefinible nubló el corazón del héroe. Casi en el mismo instante, la abertura de la tienda se ensanchó y penetró por ella un hombre: Kunti, el bramán. Silencioso, permaneció de pie ante Bisma, y al preguntarle el longibrazo qué buscaba a tal hora allí, Kunti respondió, espaciando las palabras para que se hincasen bien en la mente:

—Bisma, sé que al rayar el sol lucharéis los dos bandos de la familia, hermanos contra hermanos. Quiero amonestarte. Medita, sujeta las serpientes de tu cólera. ¿Qué importan el poder, los goces, la vida? Son deseos, aspiraciones, ilusiones; el bien consiste en la indiferencia. El sabio, cuando ve, oye, toca y respira, dice para sí: «Es otro, no yo mismo, no mi esencia, quien hace todo esto.» El insensato está aherrojado por sus deseos. El autor del mundo no ha creado ni la actividad ni las obras; lo que tiene principio y fin no es digno del sabio. Junta las cejas, iguala la respiración, fija los ojos en el suelo..., y no pienses en pelear contra tu descendencia.


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Leyenda de la Torre

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La expedición había sido fatigosa, a pie, por abruptas sendas y trochas de montañas; y después de despachar el almuerzo fiambre, sentados en las musgosas piedras del recinto fortificado, a la sombra de la desmantelada torre feudal, los expedicionarios experimentamos una laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Los únicos menos amodorrados éramos el arqueólogo y yo; él, porque le atraía y despabilaba la exploración minuciosa de aquellas piedras venerables, yo, porque me encendía la imaginación y me producían otros sueños muy diferentes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco, a orillas de una espesura de laureles, nos metimos como pudimos en el torreón, trepamos por sus piedras desiguales y desquiciadas ya, hasta la altura de una encantadora ventana con parteluz, guarnecido de poyales para sentarse, y desde la cual se dominaban el valle y las sierras portuguesas, azul anfiteatro, límite de la romántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamonde, tal cual la refieren las pastoras que lindan sus vacas en los prados del contorno, y los viñadores que cavan y vendimian las vides del antiguo condado; pero tuve la mala idea de preguntar al arqueólogo si leyenda semejante está en algún punto de acuerdo con la verosimilitud y la historia. Él meditó, se atusó la barba grisácea, y he aquí lo que me dijo, después de arrugar el entrecejo y pasear la vista una vez más por las derruidas paredes, cinco veces seculares:


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4 págs. / 8 minutos / 53 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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