Textos peor valorados de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 13

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La Gota de Cera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque los historiadores apenas le nombran, Higinio fue de los más íntimos amigos de Alejandro Magno. No se menciona a Higinio, tal vez porque no tuvo la trágica muerte de Filotas, de Parmeion, y de aquel Clitos a quien Alejandro amaba entrañablemente, y a quien así y todo, en una orgía atravesó de parte a parte; y sin embargo (si no mienten documentos descubiertos por el erudito Julios Tiefenlehrer), Higinio gozó de tanta privanza con el conquistador de Persia, como demostrarán los hechos que voy a referir, apoyándome, por supuesto, en la respetabilísima autoridad del sabio alemán antes citado.

Compañero de infancia de Alejandro, Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y se bañaron en Pela, en los estanques del jardín de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones de Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría la gustaron, así puede decirse, en un mismo plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar del amor, cuando deshojaron la primera guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa de la gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto con sello más hondo el batirse juntos en la memorable jornada de Queronea, en la cual quedó toda Grecia por Filipo, padre de Alejandro. Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve años entonces, mandaron el ala izquierda del ejército, y destruyeron por completo la famosa «legión sagrada» de los tebanos. La noche que siguió a tan magnífica victoria, Higinio pudo haber conseguido el generalato; Alejandro se lo brindaba, con hartos elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Palinodia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El cuento que voy a referir no es mío, ni de nadie, aunque corre impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su Asno de oro: Fabulam groecanica incipimus: es el relato de una fábula griega. Pero esa fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el sabor a miel de todas sus hermanas; es una flor del humano entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se había divorciado la razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y los mitos expresivos y arcanos.

Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de su lira heptacorde y haciendo antes una libación a las Euménides con agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Helena, esposa de Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero, las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos, las doncellas entregadas a la esclavitud, los hijos huérfanos, los guerreros que en el verdor de sus años habían descendido a la región de las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj de sus agudas flechas, acribillando a Helena de invectivas y maldiciones, cubriéndola de ignominia y vergüenza a la faz de Grecia toda.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Mandil de Cuero

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No creáis que esto que voy a referir sucedió en nuestros días ni en nuestras tierras, ni que es invención o ficción. Si encierra alguna moraleja aprovechable, consistirá en que la historia tiene sentido y enseñanza. ¡Ay del género humano si la Historia se redujese a la opresión del débil por el fuerte, al triunfo de la violencia!

Érase que se era un rey de Persia, a quien muchos llaman Nemrod, pero que según versiones más fundadas, debió de llamarse Doac, y fue matador y sucesor de aquel Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto. Este Doac era mago brujo y sabidor; pero en vez de ejercer su ciencia según la habían ejercitado sus predecesores — fundando ciudades, enseñando y propagando artes e industrias, venciendo en singular batalla a los divos o genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el conocimiento del alfabeto y de los signos que, trazados sobre ladrillo o piedra, conservan al través de las edades el recuerdo de los hechos insignes —, el empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y destilar filtros y venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se deleitaba en el dolor, y los gemidos eran para él regalada música. Hasta el reinado de Doac, no sabían los persas cómo desgarra las carnes un haz de varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué enseñó Doac a sus súbditos, la crónica responde que enseñó a azotar y ahorcar.

Cansado sin duda el Cielo, infligió a Doac un padecimiento cruel y vergonzoso. Una mañana, al disponerse a gozar las delicias del baño, notó el rey que en cada hombro le había salido gruesa verruga, tamaña como un huevo y de la mismísima figura que una cabeza de serpiente: chata, verdosa, horrible.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cabellos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era en el doble reducto de la plaza fuerte de Mahanaim. Entre ambas líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía la casamata, David, extenuado, se sentó a esperar noticias. Más de dos horas hacía que daba vueltas impaciente porque no acababan de llegar los mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en persona al campo de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no mandar nunca tropas en casos de guerra civil. Si se tratase de combatir a los filisteos y de renovar los laureles de Balparasim, derramando la heroica libación del agua sagrada de Belén, por no aplacar la sed cuando desfallecían los soldados, o de organizar otra batalla de Refaim, donde por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la estrategia; si se encendiese la lucha con los moabitas idólatras y libres, o con los opulentos arameos, o con los insolentes amonitas, que habían ultrajado a los embajadores de Israel, allí estaría David el hondero, el gibor, el aventurero para quien es dulce música, más que el acorde de la cítara, el choque de las armas. Pero oponerse a los suyos, desenvainar la espada o blandir la lanza para que busque el costado de un amigo, de un pariente, de un compañero, había repugnado a David. Y ahora, en el trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución, que le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la luz de su ojo derecho, su hijo.


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Fausto y Dafrosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La aguardaba en el embarcadero a boca de noche, y cuando divisó a lo lejos la barca, que avanzaba al empuje de los brazos fuertes de los remeros, abriendo estela de luz verdosa en el mar fosforescente, al corazón de Fausto se agolpó la sangre, y sus ojos se nublaron.

Venía o, mejor dicho, la traían, se la entregaban; en su poder iba a estar aquella por quien tantas veces había pasado la noche en vela, febril, paladeando acíbar, desesperando y mordiéndose los puños de rabia, o esperando insensatamente.

¿Insensatamente? Criminalmente se diría mejor. Por aquella que se reclinaba en la proa, envuelta en blancos velos, en actitud pensativa, Fausto había descendido a la delación y al espionaje como un liberto, echando negra mancha sobre el decoro de su estirpe consular. Por ella había deslizado en los oídos del emperador «apóstata» el consejo fatal al ex prefecto Flaviano, y más de una velada, a la claridad indecisa de la triple lámpara cubicularia, las sombras del cortinaje dibujaron ante los ojos espantados de Fausto la pálida figura de un varón ilustre marcado en la frente con el hierro que estigmatiza a los facinerosos... Pero en aquel instante el musical chapaleteo de los remos ahuyentaba remordimientos y angustias, y de lo profundo de las aguas la voz de las sirenas de la felicidad subía como un himno...

Descendió Fausto al muelle con precipitación, y cogiendo de manos de los esclavos el taburete de cedro, lo presentó al pie de Dafrosa, que prontamente, sin hacer hincapié, saltó a las puntiagudas piedras. A la salutación, al «¡Ave!» que en temblorosa voz articuló Fausto, respondió ella con una sonrisa triste. Y echaron a andar hacia la villa, sin que Fausto se atreviese a ofrecer el antebrazo para que Dafrosa se apoyase. Un poco de sobrealiento de la matrona indicaba, sin embargo, que no hubiese sido superfluo el auxilio.


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Un Poco de Ciencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Solía yo reunirme con aquel sabio en mis paseos por los alrededores del pueblecito donde mi madre —cansada de mis travesuras de estudiante desaplicado— me obligaba a residir. El sabio lo era, casi, casi exclusivamente en epigrafía romana. Famoso y ensalzado en su provincia, le conocían muchos académicos de Madrid y algunos alemanes. Había publicado o, al menos impreso, un folleto sobre Dos lápidas encontradas en el Pico Medelo, y otro sobre Un sarcófago que se halló en las cercanías de Augustóbriga, folletos que aumentaron la consideración respetuosa y enteramente fiduciaria que rodeaba su nombre. Porque, en cuanto a leer los folletos, se cree que sólo lo harían los cajistas, que no pudieron humanamente evitarlo.

He notado después que casi siempre tienen aureola de sabios los que se dedican a una especialidad, y mejor cuanto más restringida. Esto es achaque de la Edad Moderna. Bajo el Renacimiento, el sabio es todo lo contrario: el «varón de muchas almas», la enciclopedia encuadernada en humana piel. Actualmente, para obtener diploma de sabio es menester encerrarse en una casilla, en la más estrecha. Con aprenderse la papeleta correspondiente a esta casilla, se está dispensado hasta de saber el nombre de las casillas restantes. El que es sabio en monedas árabes, verbigracia, puede, sin mengua de su sabiduría, ignorar si hubo moneda en los demás países del mundo.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Sin Querer

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ocurren en el mundo cosas así; se diría que la casualidad, inteligente, se complace en arreglarlas... o en desarreglarlas. En el presente caso, la casualidad dispuso que Juaniño de Rozas y Culás de Bonsende, oyendo toda la vida hablar el uno del otro, contar el otro las proezas del uno, hartos de alabanzas a la guapeza recíproca, no se hubiesen encontrado, lo que se dice encontrarse cara a cara, jamás.

Cierto que concurrían a las mismas fiestas; es indudable que allí pudieran haberse tropezado; imposible negar la hipótesis; pero fuese porque, lo repito, la casualidad es el diantre, o porque a veces la ayudamos nosotros, hay que consignar el hecho, ya tan comentado.

Juaniño de Rozas no había cruzado la palabra con Culás de Bonsende, y las respectivas parroquias ya lo hallaban extraño, shocking, diríamos si el ambiente no lo vedara.

Los que conocen tan sólo a la España superficial y epidérmica creen que esto de la guapeza y la fanfarronería pertenece al Sur, como el sol, las naranjas y las palmeras. Los valientes, que comparten con el buen vino el privilegio de durar poco, parecen pintables en pandereta, pero no acompañables con gaita; y, sin embargo, los que hemos nacido en tierras de nublado cielo, sabemos hasta qué punto nuestros temerones achican a los majos andaluces, hasta en la hipérbole, que es la forma retórica de los guapos.

Paisanos somos de aquel soldadito, al cual se propusieron tomar el pelo unos cuantos del mediodía, contándole cómo el uno había escabechado a más de veinte mambises y el otro había defendido él solo un fortín, rechazando a cuatrocientos de negrada.

—Y tú, ¿qué hiciste, gallego? —preguntaron, irónicos, al ver que el soldadito escuchaba sin despegar los labios.

—¿Yo? —respondió él, levantando la cabeza—. Yo..., ¡morrín en todas las batallas!


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La Corpana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Infaliblemente pasaba por debajo de mi balcón todas las noches, y aunque no la veía, como ella iba cantando barbaridades, su voz enroquecida, resquebrajada y aguardentosa me infundía cada vez el mismo sentimiento de repugnancia, una repulsión física. La alegre gente moza, que me rodeaba y que no sabía entretener el tiempo, solía dedicarse a tirar de la lengua a la perdida, a quien conocían por la Corpana; y celebraban los traviesos, con carcajadas estrepitosas, los insultos tabernarios que le hipaba a la faz.

Cuando me encontraba en la calle a la beoda, volvía el rostro por no mirar a aquel ser degradado. No solamente degradado en lo moral, sino en lo físico también. Daban horror su cara bulbosa, amorotada; sus greñas estropajosas, de un negro mate y polvoriento; su seno protuberante e informe; los andrajos tiesos de puro sucios que mal cubrían unas carnes color de ocre; y sobre todo la alcohólica tufarada que esparcía la sentina de la boca. Y, sin embargo, en medio de su evidente miseria, no pedía limosna la Corpana... Aquella mano negruzca no se tendía para implorar.


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Lumbrarada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el mismo lindero del monte se encontraron, mirándose con sorpresa, porque no se conocían... Y en la aldea, eso de no conocer a un cristiano es cosa que pasma.

A la extrañeza iba unida cierta hostilidad, el mal temple del que, dirigiéndose a un sitio dado para un fin concreto, tropieza con otra persona que va al propio sitio llevando idéntico fin. No cabía duda; armados ambos de un hacha corta, en día tan señalado como aquel, sólo podían proponerse picar leña al objeto de encender la lumbrarada de San Juan... Así es que prontamente, desechando el pasajero enojo, su juventud estalló en risa. Ella reía con un torongueo de paloma que arrulla, columpiando el talle y el seno; él reía enseñando los dientes de lobo entre el oro retostado del bigote.

—Entonces, ¿viene por rama? —preguntó ella, así que la risa le permitió formar palabras.

—¿Y por qué había de venir, aserrana, no siendo por eso?

—¿Yo qué sé? También se podía venir paseando.

—¿Paseando con la macheta?

—Bueno, cada persona tiene su gusto...

Mientras tocaban estas dicherías se examinaban, ya medio reconciliados, llenos de curiosidad, creyendo reconocerse y no lográndolo. ¿Dónde había visto ella aquellos ojos color del mar cuando está bravo y se quiere tragar las lanchas pescadoras? ¿Dónde habían reído otra vez para él aquellos labios de cereza partida, infladitos, bermejos y pequeños? ¿Dónde, dónde?

—¿Tienes la casa muy lejos?

—¿Por qué me lo pregunta? —articuló ella súbitamente recelosa—. ¡Hay tanto pillo capaz de burlarse de las mozas si las topa solitas en un monte cubierto de pinos, cuando no se oye más ruido que el del viento zumbando en la copas y no se ve más cosa viviente que las pegas blanquinegras saltando entre la hojarasca podrida!

—Lo preguntaba al tenor de que le pesará el fajo para carretarlo allá a cuestas.


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La Advertencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Oyendo llorar al pequeño, el de cuatro meses, la madre corrió a la cuna, desabrochándose ya el justillo de ruda estopa para que la criatura no esperase. Acurrucada en el suelo, delante de la puerta, a la sombra de la parra, cargada de racimos maduros, dio de mamar con esa placidez física tan grande y tan dulce que acompaña a la vital función. Creía sentir que un raudal tibio e impetuoso salía de ella para perderse en el niño, cuyos labios inflados y redondos atraían tenazmente la vida de la madre. La tarde era bonita, otoñal, silenciosa. Sólo se oía el silbido de un mirlo, que rondaba las uvas, y el goloso glu-glu del paso de la leche materna por la gorja infantil.

Sobre el sendero pedregoso resonaron aparatosas las herraduras de un caballo. Resbalaban en las lages, y sin duda arrancaban chispas. La aldeana conoció el trote del jamelgo: era el del médico, don Calixto. Y gritó obsequiosamente:

—Vaya muy dichoso.

El doctor, en vez de pasar de largo, como solía, paró el jaco a la puerta de la casuca y descabalgó.

—Buenas tardes nos dé Dios, Maripepiña de Norla... ¿Qué tal el rapaz? Se cría rollizo, ¿eh?

La madre, con orgullo, alzó al mamón la ropa y enseñó sus carnes, regordetas, rosadas, no demasiado limpias.

—¿Ve, señor?... Hecho de manteca parece.

—Mujer, me alegro... De eso me alegro mucho, mujer... Porque has de oírme: he recibido carta de los señores, ¿entiendes?, de los señores, los amos... Que les mande allá una moza de fundamento, y de buena gente, y sana, y bonita, y que tenga leche de primera, para amamantarles el hijo que les acaba de nacer... Y con estas señas no veo en la aldea, sino a ti, Maripepiña.

Un asombro, una curiosidad atónita, se marcaron en el rostro algo amondongado, pero fresco y lindo, de la aldeana.

—¿Yo, don Caliste? ¿A mí...?


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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