Un día, mirando hacia el tejado del cual habíanse apoderado las
palomas, vi una cosa que me dejó aturdida de emoción: Una paloma nueva,
desconocida, pero del mismo color, exactamente del mismo color del trozo
de cielo. Una paloma de plumaje turquesas, un ave que parecía una flor,
un ser divino. He dicho antes que la niñez no razona muchas cosas, pero
su instinto es cualidad maravillosa mal estudiada aún. ¿Quién me había
enseñado a mí que una paloma azul no existía en la realidad, que sólo
podía venir del infinito?
Los colores de las palomas eran variadísimos. Las había verde
metálico, gris perla, nacaradas, con tonos y cambiantes, cobrizos… ¡Pero
aquel azul! Aquél era exactamente el matiz de mi alma, era la nota de
mis ensueños, mi mismo ser, impregnado, bañado en el fluido de las
lejanías misteriosas y la onda clara de los dilatados mares…
Y la paloma de plumaje de turquesa aleteaba dentro de mí, y yo
suponía que, después de aparecérseme un instante iba a levantar el
vuelo, perdiéndose otra vez en su elemento propio, la bóveda de turquesa
también, que se extendía sobre los prosaicos tejados, justificando la
copla popular:
«El cielo de Marianeda
está cubierto de azul…».
Con gran sorpresa mía la sobrenatural paloma se confundió entre
las demás vulgares; púsose a seguir a una hembra feúcha, gris pizarra y
porque se atravesó un palomo canelo, le atizó un feroz picotazo, que le
arrancó plumas tintas en sangre.
A todo esto la familia había acudido, y asombrada del color de la
paloma, resolvió su captura. Cuando vi que iban a recluir en una jaula a
la paloma azul, ¡qué ardiente deseo me entró de que huyese, de que
levantase el vuelo y se perdiese, ligera flor cerúlea, en el abismo del
firmamento! Porque me parecía un sacrilegio ponerle la mano encima y
resolví liberarla, abrir su cárcel, restituirla a su esfera propia.
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