Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 10

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles


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Vocación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Román subía la escalera de casa de su novia con la alegre presteza habitual. Sus ágiles piernas de veintiséis años salvaban dos a dos los escalones, cuando gritos salvajes de dolor, seguidos de otros agudísimos, que traducían infinito espanto, le hicieron dispararse en galope loco al descanso del inmediato piso. El cuadro que se le apareció le dejó petrificado un segundo. En el suelo, su Irene se retorcía, se revolcaba, envuelta en llamas; ardía su ligera ropa, ardían sus cabellos rubios. Alrededor de la víctima, un grupo: madre, hermana, criado —hipnotizados, inmóviles a fuerza de horror—, dejándola morir en aquel suplicio. Instantáneamente Román comprendió; instantáneamente se arrojó sobre la joven, revolcándose a su vez con voluntaria brutalidad, extinguiendo por medio del peso de su cuerpo las vivas llamas. Sus manos —para quienes eran sagradas aquellas vírgenes formas— las palpaban ahora sin consideraciones de falso pudor, apagando el incendio como podían, a puñados, arrancando a jirones telas y puntillas inflamadas aún. La madre y la hermana, a ejemplo de Román, desgarraban traje y enaguas, desnudaban a la mártir su túnica de Neso. Al fin, consiguieron recogerla desvanecida —pero respirando aún— y transportarla a su alcoba, depositándola sobre la cama, mientras el sirviente corría a la Casa de Socorro a buscar un médico.


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3 págs. / 6 minutos / 38 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

La Paloma Azul

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Un día, mirando hacia el tejado del cual habíanse apoderado las palomas, vi una cosa que me dejó aturdida de emoción: Una paloma nueva, desconocida, pero del mismo color, exactamente del mismo color del trozo de cielo. Una paloma de plumaje turquesas, un ave que parecía una flor, un ser divino. He dicho antes que la niñez no razona muchas cosas, pero su instinto es cualidad maravillosa mal estudiada aún. ¿Quién me había enseñado a mí que una paloma azul no existía en la realidad, que sólo podía venir del infinito?

Los colores de las palomas eran variadísimos. Las había verde metálico, gris perla, nacaradas, con tonos y cambiantes, cobrizos… ¡Pero aquel azul! Aquél era exactamente el matiz de mi alma, era la nota de mis ensueños, mi mismo ser, impregnado, bañado en el fluido de las lejanías misteriosas y la onda clara de los dilatados mares…

Y la paloma de plumaje de turquesa aleteaba dentro de mí, y yo suponía que, después de aparecérseme un instante iba a levantar el vuelo, perdiéndose otra vez en su elemento propio, la bóveda de turquesa también, que se extendía sobre los prosaicos tejados, justificando la copla popular:


«El cielo de Marianeda
está cubierto de azul…».


Con gran sorpresa mía la sobrenatural paloma se confundió entre las demás vulgares; púsose a seguir a una hembra feúcha, gris pizarra y porque se atravesó un palomo canelo, le atizó un feroz picotazo, que le arrancó plumas tintas en sangre.

A todo esto la familia había acudido, y asombrada del color de la paloma, resolvió su captura. Cuando vi que iban a recluir en una jaula a la paloma azul, ¡qué ardiente deseo me entró de que huyese, de que levantase el vuelo y se perdiese, ligera flor cerúlea, en el abismo del firmamento! Porque me parecía un sacrilegio ponerle la mano encima y resolví liberarla, abrir su cárcel, restituirla a su esfera propia.


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1 pág. / 3 minutos / 178 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Los Santos Reyes

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras atravesaban el desierto, al zanquilargueo cachazudo de sus camellos, sólo acelerado por un sobresalto de miedo cuando el aire de la noche traía una tufarada del bravío hedor de los chacales y las hienas, los que dejaron su reino por seguir a una estrella singular, más fúlgida que todas, conferenciaban desahogando las preocupaciones y esperanzas que sugería la aventura.

—En verdad, sabio Baltasar —murmuraba Melchor el etíope—, que no sabemos a dónde vamos, ni quién sea ese Rey, más grande que nosotros, más grande que cuantos existen, al cual llevamos tan espléndido tributo de oro de Ofir, mirra de Arabia e incienso índico.

—No lo barruntamos siquiera —confirmó Gaspar el guerrero—, cuyas armas lucientes refractaban los destellos del astro guía.

El monarca de la barba de plata hilada, semejante a las aguas de un río, no contestó al pronto. Reflexionaba, como suelen los ancianos prudentes, antes de opinar. Al cabo, mirando no sin recelo hacia el horizonte escueto e interminable, sobre el cual la bóveda del firmamento era un casquete de metal sombrío, respondió pausadamente:


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 49 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Engendro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Invitado por los alegres amigos a comer las uvas y festejar la entrada del año joven en un hotel de los de moda y lujo, allá me fui a las diez de la noche, de frac y gardenia en el ojal, como buen mundano.

La mesa, reservada desde cuatro o cinco días antes (andaban solicitadísimas), lucía, un centro de grandes y desflecados crisantemos amarillos. El anfitrión, Gerardo Martí, opulento banquero, debía de estar nervioso, porque ante los crisantemos se puso como un grifo, alegando que le recordaban el cementerio y las adornadas sepulturas, y que esa flor de muertos no debe figurar en banquete alguno. Yo pensaba como él; pero, de esas rarezas que hay, se me antojó llevarle la contraria y declarar que los crisantemos «daban una nota de color» preciosa. Martí, naturalmente colérico, contestó entre dientes un refunfuño desagradable, envuelto en forzada sonrisa. Ya con esto la bisque me cayó mal. Todo el mundo estaba cohibido y faltaba expansión.

Por renegar de algo y de alguien, Martí comenzó a decir pestes del año que concluía. ¡Año fatal, funesto, de hambre y miseria, de guerra con careta de paz, de malestar universal, de epidemias obscuras y traidoras, de ruina de haciendas y de crímenes sin castigo! ¡Año que debiera borrarse de la Historia! La voz irónica de Angelito Comején, siempre guasón, se alzó murmurando:

—Sí, año fatal... Y también de bonitos dividendos, ¿no, amigo Martí?

El hombre de banca se contrajo, porque era directo y acertado el golpe. Renegaba del año ya expirante; pero se guardaba de decir cómo había crecido en él su fortuna, cual espuma en batida chocolatera, a favor de las mismas calamidades que lamentaba. Se volvió hacia Angelito, como si le hubiesen pisado, y gruñó:

—Veo que recogen ustedes las paparruchas del vulgo... ¡Si estaré cansado de oír...!


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4 págs. / 8 minutos / 100 visitas.

Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Alma de Sirena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya los cipreses del campo santo no resaltaban sobre fondo de púrpura, sino sobre el lánguido matiz de agua marina que precede a la obscuridad. Leonelo, llevando en un cestillo su cosecha de flores de muerte, salió del recinto, y por el sendero, apenas abierto entre la hierba húmeda, se dirigió a la quinta, en cuyas vidrieras aún espejeaba el último rayo del sol poniente.

Llenaban y acentuaban la soledad ruidos extraños, cadencias amortiguadas, suaves, que sugerían algo no perceptible para los sentidos. Eran quizás susurros de follaje estremecido por los dedos de sombra de la noche; revueltos de aves acomodándose en el nidal, para dormir erizando sus plumas; quejas flébiles del agua, que en las horas nocturnas solloza libremente, sin tener que reprimirse ante la alegre y burlona mirada del sol; resonancias del mar en la no lejana playa, propagadas en el aire tranquilo, con fúnebre solemnidad de hondo canto gregoriano, y, transmitidas de eco en eco, estrofas de cantares pastoriles, allá en el monte, donde se recogían al establo los lentos bueyes y las vacas de temblantes ubres. Leonelo se detuvo un instante, acortado de aliento, y se sentó en una piedra vieja, toda mullida de musgo, a escuchar aquel concierto vagamente difundido por los ámbitos del aire sosegado ya. De la cestilla ascendía aroma: Leonelo, al aspirarlo, sintió una embriaguez de recuerdos. Se levantó y continuó su camino.


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3 págs. / 6 minutos / 130 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Adopción

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó:

—Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma... Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente.

—Pero los indios no se tatúan —objeté.


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4 págs. / 8 minutos / 85 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Alma de Cándido

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al separarse del cuerpo, aquel alma iba satisfecha; casi me atrevo a decir que le retozaba la alegría. ¡Por fin! Había llegado el instante venturoso de recoger el premio de una vida entera de virtudes. A Cándido, en la tierra, le llamaban «el santo». Y los santos, es al morir cuando hacen el negocio.

Así discurría el alma, ascendiendo suavemente hacia el empíreo por campos de luz y praderías de estrellas. El solo hecho de no ser arrastrada al profundo abismo anunciaba ya la próxima beatitud. Subía, subía, sin esfuerzo, como si, por debajo de los brazos, la empujasen manos cariñosas. Eran, sin duda, los ángeles de su guarda, pues aquel alma creía tener más de uno, requisito sin el cual la santidad es doblemente difícil de conseguir.

Descansando algún ratito en vellones de nubes, columpiándose en el anillo de un astro, el alma iba acercándose al luminoso centro del primer cielo, que gira en torno del segundo como rueda de oro incandescente. Y a la puerta de entrada de aquel brillante espacio, que era un arco gigantesco de fuego puro y fijo, el alma vio realmente a un ángel, sin duda el portero, de cuya voluntad dependía que se le franquease el ingreso en el paraíso.

Llena de confianza se acercó el alma, suponiendo que no tropezaría con la menor dificultad; pero el ángel, no risueño y gracioso, sino severo y esclavo de la consigna, la detuvo con sólo un blandir de la espada sinuosa que serpenteaba y centelleaba en su diestra.

—Alto ahí —ordenó el vigilante—. No se pasa hasta que esté averiguado tu derecho. Aquí hay jueces de las almas. Vas a comparecer ante su tribunal.

El alma, segura de sí misma, hizo una señal de aquiescencia, y al punto los jueces, vestidos de togas verdes y provistos de balanza y platillos, se presentaron, rígidos y en fila, en el umbral.


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4 págs. / 7 minutos / 101 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Por el Arte

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mientras residí en la corte desempeñando mi modesto empleo de doce mil en las oficinas de Hacienda, pocas noches recuerdo haber faltado al paraíso del teatro Real. La módica suma de una peseta cincuenta, sin contrapeso de gasto de guantes ni camisa planchada —porque en aquella penumbra discreta y bienhechora no se echan de ver ciertos detalles—, me proporcionaba horas tan dulces, que las cuento entre las mejores de mi vida.


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29 págs. / 52 minutos / 51 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Afra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La primera vez que asistí al teatro de Marineda —cuando me destinaron con mi regimiento a la guarnición de esta bonita capital de provincia recuerdo que asesté los gemelos a la triple hilera de palcos para enterarme bien del mujerío y las esperanzas que en él podía cifrar un muchacho de veinticinco años no cabales.

Gozan las marinedinas fama de hermosas, y vi que no usurpaba. Observé también que su belleza consiste, principalmente, en el color. Blancas (por obra de Naturaleza, no del perfumista), de bermejos labios, de floridas mejillas y mórbidas carnes, las marinedinas me parecieron una guirnalda de rosas tendida sobre un barandal de terciopelo oscuro. De pronto, en el cristal de los anteojos que yo paseaba lentamente por la susodicha guirnalda, se encuadró un rostro que me fijó los gemelos en la dirección que entonces tenían. Y no es que aquel rostro sobrepujase en hermosura a los demás, sino que se diferenciaba de todos por la expresión y el carácter.

En vez de una fresca encarnadura y un plácido y picaresco gesto vi un rostro descolorido, de líneas enérgicas, de ojos verdes, coronados por cejas negrísimas, casi juntas, que les prestaban una severidad singular; de nariz delicada y bien diseñada, pero de alas movibles, reveladoras de la pasión vehemente; una cara de corte severo, casi viril, que coronaba un casco de trenzas de un negro de tinta; pesada cabellera que debía de absorber los jugos vitales y causar daño a su poseedora… Aquella fisonomía, sin dejar de atraer, alarmaba, pues era de las que dicen a las claras desde el primer momento a quien las contempla: «Soy una voluntad. Puedo torcerme, pero no quebrantarme. Debajo del elegante maniquí femenino escondo el acerado resorte de un alma.»


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4 págs. / 8 minutos / 122 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Maldición de Gitana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre que se trata, entre gente con pretensiones de instruida, de agorerías y supersticiones, no hay nadie que no se declare exento de miedos pueriles, y punto menos desenfadado que Don Juan frente a las estatuas de sus víctimas. No obstante, transcurridos los diez minutos consagrados a alardear de espíritu fuerte, cada cual sabe alguna historia rara, algún sucedido inexplicable, una «coincidencia». (Las coincidencias hacen el gasto).

La ocasión más frecuente de hacer esta observación de superticiones la ofrecen los convites. De los catorce o quince invitados se excusan uno o dos. Al sentarse a la mesa, alguien nota que son trece los comensales, y al punto decae la animación, óyense forzadas risas y chanzas poco sinceras y los amos de la casa se ven precisados a buscar, aunque sea en los infiernos, un número catorce. Conjurado ya el mal sino renace el contento. Las risitas de las señoras tienen un sonido franco. Se ve que los pulmones respiran a gusto. ¿Quién no ha asistido a un episodio de esta índole?

En el último que presencié pude observar que Gustavo Lizana, mozo asaz despreocupado, era el más carilargo al contar trece y el que más desfrunció el gesto cuando fuimos catorce. No hacía yo tan supersticioso a aquel infatigable cazador y sportsman, y extrañándome verle hasta demudado en los primeros momentos, a la hora del café le llevé hacia un ángulo del saloncillo japonés, y le interrogué directamente:

—Una coincidencia —respondió, como era de presumir.

Y al ver que yo sonreía, me ofreció con un ademán el sofá bordado, en cuyos cojines una bandada de grullas blancas con patitas rosa volaba sobre un cañaveral de oro, nacido en fantástica laguna. Se sentó él en una silla de bambú y, rápidamente, entrecortando la narración con agitados movimientos, me refirió su «coincidencia» del número fatídico.


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Dominio público
5 págs. / 8 minutos / 63 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

89101112