Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 18

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Compatibles

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El criado entró con una bandejilla, y en ella una tarjeta.

—¡Ah! ¿Este señor? Que pase.

Tres minutos después, el visitante se inclinaba ante Irene. Pero ella, irónica y afectuosa, le rió con los ojos:

—Nada de cumplidos. Creo que nos conocemos bastante, perdulario.

Era él un hombre aún joven, como de treinta y seis a treinta y ocho años, con ligeros toques de blanco en la obscura cabellera, peinada a la última moda, de un modo sobrio y recogido.

El cuerpo gallardo, la cara simpática, morena y expresiva, sin hacer del visitante un Adonis, le incluían entre los tipos que atraen a primera vista y explican cualquier desvarío amoroso.

Irene le indicó a su lado una silla.

—¡Qué guapa estás! ¡Más que nunca! —murmuró él.

Y envalentonado por la buena acogida, trató de apoderarse de una mano de la dama. Ella, sin esquivez, la retiró, diciendo:

—Hablemos formalmente, ¿eh?

—¿A qué llamas hablar formalmente?

—A que sepamos a qué atenernos desde el primer instante. Yo no contaba con tu visita, lo cual no quiere decir que no la reciba con mucho gusto. Pero conviene que sepas que no pienso volver a casarme.

Él sonrió con sorna, mortificado por el prematuro desahucio.

—¿Y de dónde sacas, niña, que yo vine a hablarte de casamiento?

—Está bien —repuso ella—. Entonces, si de eso no se trataba...


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 99 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

Cometaria

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Lo decían los astrónomos desde todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo...; es decir, nuestro planeta, la Tierra. O, para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido sustituido dondequiera por la templanza infecunda...

Desde el primer momento, lo creí firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes habitada, del globo?


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 307 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Caja de Oro

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Siempre la había visto sobre su mesa, al alcance de su mano bonita, que a veces se entretenía en acariciar la tapa suavemente; pero no me era posible averiguar lo que encerraba aquella caja de filigrana de oro con esmaltes finísimos, porque apenas intentaba apoderarme del juguete, su dueña lo escondía precipitada y nerviosamente en los bolsillos de la bata, o en lugares todavía más recónditos, dentro del seno, haciéndola así inaccesible.

Y cuanto más la ocultaba su dueña, mayor era mi afán por enterarme de lo que la caja contenía. ¡Misterio irritante y tentador! ¿Qué guardaba el artístico chirimbolo? ¿Bombones? ¿Polvos de arroz? ¿Esencias? Si encerraba alguna de estas cosas tan inofensivas, ¿a qué venía la ocultación? ¿Encubría un retrato, una flor seca, pelo? Imposible: tales prendas, o se llevan mucho más cerca, o se custodian mucho más lejos: o descansan sobre el corazón o se archivan en un secrétaire bien cerrado, bien seguro… No eran despojos de amorosa historia los que dormían en la cajita de oro, esmaltada de azules quimeras, fantásticas rosas y volutas de verde ojiacanto.

Califiquen como gusten mi conducta los incapaces de seguir la pista a una historia, tal vez a una novela. Llámenme enhorabuena indiscreto, antojadizo y, por contera, entremetido y fisgón impertinente. Lo cierto es que la cajita me volvía tarumba, y agotados los medios legales, puse en juego los ilícitos, y heroicos… Mostréme perdidamente enamorado de la dueña, cuando sólo lo estaba de la cajita de oro; cortejé en apariencia a una mujer, cuando sólo cortejaba a un secreto; hice como si persiguiese la dicha… cuando sólo perseguía la satisfacción de la curiosidad. Y la suerte, que acaso me negaría la victoria si la victoria realmente me importase, me la concedió… , por lo mismo que al concedérmela me echaba encima un remordimiento.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 123 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Bicha

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—¿Han leído ustedes a Selgas? —preguntó la discreta viuda, cerrando su abanico antiguo de vernis Martín, una de esas joyas que para todo sirven, excepto para abanicarse—. ¿Han leído a Selgas?

Los que formábamos peñita en la estufa, huyendo de los sofocados y atestados salones, movimos la cabeza. ¿Selgas? Un autor a quien, como suele decirse, «le ha pasado el sol por la puerta»… Nombre casi borrado ya…

—Pues era ingenioso —declaró la vuidita—, y a mí me divertía muchísimo… En no sé que libro suyo —las citas exactas, allá para sabihondos— sienta una teoría sustanciosa, no crean ustedes. A propósito del sistema parlamentario, que le fastidiaba mucho, dice que mientras nadie se queja de lo que no escoge, todo el mundo rabia con lo que escogió; que rara vez nos mostramos descontentos de nuestros padres ni de nuestros hijos, pero que de los cónyuges y de los criados siempre hay algo malo que contar. ¿Verdad que es gracioso? Sólo que en ese capítulo de la elección conyugal le faltó distinguir… Se le olvidó decir que sólo los hombres eligen, mientras las mujeres toman lo que se presenta… Y el caso es que la elección conyugal confirma la teoría de Selgas: los hombres, que escogen amplia y libremente, son los que escogen peor.

Esta afirmación de la viuda armó un barullo de humorísticas protestas entre el elemento masculino en la peñita.

—No hay que amontonarse —exclamó la señora intrépidamente—. Los hombres que aciertan, aciertan como «el consabido» de la fábula… : por casualidad. Y, si no… , a la prueba. Todos los jueves que nos reunamos aquí, en este rincón, a la sombra de estos pandanos tan colosales, cerca de esta fuente tan bonita con la luz eléctrica, me ofrezco a contarles a ustedes una historia de elección conyugal masculina… , que les parecerá increíble. Empezaremos ahora mismo… Ahí va la de hoy.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Martina

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hija única de cariñosos padres, que la habían criado con blandura, sin un regaño ni un castigo, Martina fue la alegría del honrado hogar donde nació y creció. Cuando se puso de largo, la gente empezó a decir que era bonita, y la madre, llena de inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla para que resaltase su hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes, en el paseo de las tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea entre las señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto en las aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que todos eran buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos y mieles en la boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro dichas mayores, más ricas y profundas, que debían empezar el día en que se enamorase. Ninguno de los caballeretes que revoloteaban en torno de Martina, atraídos por la juventud y la buena cara, unidas a no despreciable hacienda, mereció que la muchacha fijase en él las grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese minuto, más que las prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina sus defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de sus pretendientes, obedeciendo a ese instinto de hostilidad burlona que caracteriza el primer período de la juventud.

Así pasaron tres o cuatro inviernos; en Marineda empezó a susurrarse que Martina era delicada de gusto, que picaba alto y que encontrar su media naranja le sería difícil.


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Dominio público
6 págs. / 11 minutos / 65 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Guija

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el pacífico pueblecito ribereño de Areal fue enorme el rebullicio causado por el misterioso episodio de la desaparición del chicuelo.¡Un niño tan guapo, tan sano, tan alegre! ¡Y no saberse nada de él desde que a la caída de la tarde se le había visto en el playazo jugando a las guijas o pelouros.

La madre, robusta sardinera llamada la Camarona, partía el corazón. Llorando a gritos, mesándose a puñados las greñas incultas, pedía justicia, misericordia..., en fin, ¡malaña!, que encontrasen a su hijo, su Tomasiño, su joya, su amor. Su padre, el patrón Tomás, cerrando los puños, inyectados los ojos, amenazaba... ¿A quién? ¿A qué? ¡Ahí está lo negro! A nadie... Porque no pasaban de conjeturas vagas, muy vagas, las que podían hacerse. O a Tomasiño se lo había tragado el mar, o lo habían robado. Si lo primero, ¿cómo no aparecía el cuerpo? Si lo segundo, ¿cómo no se encontraba rastro del vil ladrón?

Bien pensado, cuando la pena dio espacio a que se reflexionase, lo de haberse ahogado Tomasiño no era ni pizca de verosímil. El rapaz nadaba lo mismo que un barco; hacía cada cole que aturdía; y que hubiese tormenta, que no la hubiese, él salía a la playa después de una o dos horas de chapuzón, tan fresco y tan colorado. El mar era su elemento, no la tierra. Lo juraba el patrón: no tenía la culpa el mar.


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2 págs. / 4 minutos / 255 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

¿Cobardía?

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era en el café acabado de abrir en Marineda, el que les puso la ceniza en la frente a los demás, desplegando suntuosidad asombrosa para una capital de segundo orden. Nos tenía deslumbrados a todos la riqueza de las vidrieras con cifras y arabescos; las doradas columnas; los casetones del techo, con sus pinturas de angelitos de rosado traserín y azules alas y, particularmente, la profusión de espejos que revestían de alto a bajo las paredes; enormes lunas biseladas, venidas de Saint-Gobain (nos constaba, habíamos visto el resguardo de la Aduana), y que copiaban centuplicándolos, los mecheros de gas, las cuadradas mesas de mármol y los semblantes de las bellezas marinedinas, cuando venían muy emperifolladas en las apacibles tardes del verano, a sorber por barquillo un medio de fresa.

Es de advertir que nosotros no ocupábamos el vasto salón principal, sino otro más chico bien alhajado, arrendado por los miembros de la aristocrática Sociedad La Pecera, que, por si ustedes no lo saben, es el Veloz Club marinedino (tengo la honra de pertenecer a su Junta directiva). La Pecera, por lo mismo que no admite sino peces gordos, es poco numerosa y no puede sufragar los gastos de un local suyo. Bástale el saloncillo del café, forrado todo de azogadas lunas, cerrado por vidrieras clarísimas que caen a dos fachadas: la que da a la calle Mayor y la del paseo del Terraplén. A este derroche de cristalería se debió el mote puesto a nuestra Sociedad por la gente maleante. Algunos divanes y mesas de juego, un biombo completaban los trastos de aquel observatorio, donde se reunía por las tardes y durante las primeras horas nocturnas el «todo Marineda» masculino y selecto.


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6 págs. / 11 minutos / 88 visitas.

Publicado el 13 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Consuelos

Emilia Pardo Bazán


Cuento


María Vicenta, la costurera, alzó la cabeza, que tenía caída sobre el pecho, y momentáneamente llevó sus hinchados y extraviados ojos hacia la puerta de entrada. Se oía ruido. Era que traían la caja comprada en Areal, y Selme, el cantero, que se había encargado de la adquisición, la depositaba en el suelo, refunfuñando:

—Veintitrés reales... Ni una condenada perra menos... Es de las superiores, bien pintada...

En efecto, el cajón donde iban a guardar para siempre al niño de María Vicenta lucía simétricas listas azules sobre fondo blanco, e interiormente un forro chillón de percalina rosa. No se hacía en Areal nada más elegante. Con extrañeza notó Selme que la costurera no admiraba el pequeño féretro. Acababa de fijar ahincadamente la vista en el jergón donde reposaba el cuerpecito, amortajado con el traje de los días de fiesta y la marmota de lana blanca y moños de colores. Sobre la cara diminuta, pálida, se veían manchas amoratadas, señales de besos furiosos. Selme se creyó en el caso de repetir y ampliar su relación.

—Vengo cansado como un raposo. De Areal aquí hay la carreriña de un can. No me paré a resollar ni tan siquiera un menuto, porque te corría prisa la caja, mujer. Decíame Ramón el de la taberna: «Hombre, echa un vaso, que un vaso en un estante se echa». Pero ni eso, diaño. Ya sabrás que sólo me diste dazaocho reales. Cinco los puse yo de mi dinero...

Incorporóse María Vicenta, andando como una autómata; fue al cajón de su máquina de coser y, de entre carretes revueltos y retales de indiana arrugados, sacó un envoltorio de papel que contenía calderilla.

—Ahí tienes —dijo, de un modo inexpresivo, al cantero.

Selme desdobló el papel y contó escrupulosamente la suma. Sobraban unas perras; las devolvió, echándolas en el regazo de la costurera, que había vuelto a sentarse.


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4 págs. / 7 minutos / 50 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Confidencia

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca me había sido posible adivinar qué oculto dolor consumía a Ricardo de Solís, imprimiendo en sus facciones una huella tan visible de siniestra amargura.

Todos cuantos le veían experimentaban la misma curiosidad punzante, igual deseo de conocer el secreto —que había secreto saltaba a los ojos— de por qué aquel hombre parecía la tétrica imagen de la pena.

Los más sagaces ni presumían siquiera dónde podría hallarse la clave del misterio. Ricardo de Solís era soltero; su hacienda, mucha; limpia y noble su ascendencia; vigorosa su complexión; su presencia, gallarda. Alguien atribuyó su abatimiento a males físicos; su médico lo desmintió, asegurando que nada le dolía a Solís. Las damas cuchichearon no sé qué de amores imposibles y secretos lazos ilegales; púsose en acecho la malicia, fisgoneando como entremetida dueña, y sólo descubrió patentes indicios de una indiferencia suprema en cuestiones femeniles.

Se habló de pérdidas en Bolsa, de deudas, de usuras, de atolladeros sin salida; pero el agente que manejaba fondos de Solís, su abogado, sus proveedores, sus compañeros de Casino, desmintieron tales voces, declarando que no existían en Madrid cien fortunas tan saneadas ni tan bien regidas como la de don Ricardo. Por ninguna parte se veía el punto negro, y justamente el no verlo excitaba más la sed de saber y enterarse de lo que a nadie importa, sed que aflige y caracteriza a los desocupados e inútiles, o sea, a la mayoría social.


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5 págs. / 9 minutos / 51 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Paloma Negra

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Sobre el cielo, de un azul turquí resplandeciente, se agrupaban nubes cirrosas, de topacio y carmín, que el sol, antes de ocultarse detrás del escueto perfil de la cordillera líbica, tiñe e inflama con tonos de incendio. Ni un soplo de aire estremece las ramas de los espinos; parecen arbustos de metal, y el desierto de arena se extiende como playazo amarillento, sin fin.

Los solitarios, que ya han rezado las oraciones vespertinas, entretejido buen pedazo de estera y paseado lentamente desde el oasis al montecillo, rodean ahora al santo monje del monasterio de Tabenas, su director espiritual, el que vino a instruirlos en vida penitente y meritoria a los ojos de Dios. De él han aprendido a dormir sobre guijarros, a levantarse con el alba, a castigar la gula con el ayuno, a sustentarse de un puñado de hierbas sazonadas con ceniza, a usar el áspero cilicio, a disciplinarse con correas de piel de onagro y permanecer horas enteras inmóviles sobre la estela de granito, con los brazos en cruz y todo el peso del cuerpo gravitando sobre una pierna. De él reciben también el consuelo y el valor que exigen tan recias mortificaciones: él, a la hora melancólica del anochecer, cuando el enemigo ronda entre las tinieblas, los entretiene y reanima contándoles doradas y dulces historias y hablándoles del fervor de las patricias romanas, que se retiraron al monte Aventino para cultivar dos virtudes: la castidad y la limosna. Al oír estos prodigios del amor divinal, los solitarios olvidan la tristeza, y la concupiscencia, domada, lanza espumarajos por sus fauces de dragón.

Pendientes de la palabra del santo monje, los solitarios no advierten que una aparición, bien extraña en el desierto, baja del montecillo y se les aproxima. Una carcajada fresca, argentina y musical como un arpegio, los hace saltar atónitos. Quien se ríe es una hermosa mujer.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 41 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

1617181920