Textos más populares este mes de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 6

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autor: Emilia Pardo Bazán textos disponibles


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Champagne

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al destaparse la botella de dorado casco, se oscurecieron los ojos de la compañera momentánea de Raimundo Valdés, y aquella sombra de dolor o de recuerdo despertó la curiosidad del joven, que se propuso inquirir por qué una hembra que hacía profesión de jovialidad se permitía mostrar sentimientos tristes, lujo reservado solamente a las mujeres honradas, dueñas y señoras de su espíritu y su corazón.

Solicitó una confidencia y, sin duda, «la prójima» se encontraba en uno de esos instantes en que se necesita expansión, y se le dice al primero que llega lo que más hondamente puede afectarnos, pues sin dificultades ni remilgos contestó, pasándose las manos por los ojos:

—Me conmueve siempre ver abrir una botella de champagne, porque ese vino me costó muy caro… el día de mi boda.

—Pero ¿tú te has casado alguna vez… ante un cura? —preguntó Raimundo con festiva insolencia.

—Ojalá no —repuso ella con el acento de la verdad, con franqueza impetuosa—. Por haberme casado, ando como me ves.

—Vamos, ¿tu marido será algún tramposo, algún pillo?

—Nada de eso. Administra muy bien lo que tiene y posee miles de duros… Miles, sí, o cientos de miles.

—Chica, ¡cuántos duros! En ese caso… ¿Te daba mala vida? ¿Tenía líos? ¿Te pegaba?

—Ni me dio mala vida, ni me pegó, ni tuvo líos, que yo sepa… ¡Después sí que me han pegado! Lo que hay es que le faltó tiempo para darme vida mala ni buena, porque estuvimos juntos, ya casados, un par de horas nada más.

—¡Ah! —murmuró Valdés, presintiendo una aventura interesante.


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3 págs. / 6 minutos / 115 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Agravante

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ya conocéis la historia de aquella dama del abanico, aquella viudita del Celeste Imperio que, no pudiendo contraer segundas nupcias hasta ver seca y dura la fresca tierra que cubría la fosa del primer esposo, se pasaba los días abanicándola a fin de que se secase más presto. La conducta de tan inconstante viuda arranca severas censuras a ciertas personas rígidas; pero sabed que en las mismas páginas de papel de arroz donde con tinta china escribió un letrado la aventura del abanico, se conserva el relato de otra más terrible, demostración de que el santo Fo —a quien los indios llaman el Buda o Saquiamuni— aún reprueba con mayor energía a los hipócritas intolerantes que a los débiles pecadores.

Recordaréis que mientras la viudita no daba paz al abanico, acertaron a pasar por allí un filósofo y su esposa. Y el filósofo, al enterarse del fin de tanto abaniqueo, sacó su abanico correspondiente —sin abanico no hay chino— y ayudó a la viudita a secar la tierra. Por cuanto la esposa del filósofo, al verle tan complaciente, se irguió vibrando lo mismo que una víbora, y a pesar de que su marido le hacía señas de que se reportase, hartó de vituperios a la abanicadora, poniéndola como solo dicen dueñas irritadas y picadas del aguijón de la virtuosa envidia. Tal fue la sarta de denuestos y tantas las alharacas de constancia inexpugnable y honestidad invencible de la matrona, que por primera vez su esposo, hombre asaz distraído, a fuer de sabio, y mejor versado en las doctrinas del I-King que en las máculas y triquiñuelas del corazón, concibió ciertas dudas crueles y se planteó el problema de si lo que más se cacarea es lo más real y positivo; por lo cual, y siendo de suyo propenso a la investigación, resolvió someter a prueba la constancia de la esposa modelo, que acababa de abrumar y sacar los colores a la tornadiza viuda.


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 116 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Accidente

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Bajo el sol —que ya empieza a hacer de las suyas, porque estamos en junio—, los tres operarios trabajan, sin volver la cara a la derecha ni a la izquierda. Con movimiento isócrono, exhalando a cada piquetazo el mismo ¡a hum! de esfuerzo y de ansia, van arrancando pellones de tierra de la trinchera, tierra densa, compacta, rojiza, que forma en torno de ellos montones movedizos, en los cuales se sepultan sus desnudos pies. Porque todos tres están descalzos, lo mismo las mujeres que el rapaz desmedrado y consumido, que representa once años a lo sumo, aunque ha cumplido trece. La boina, una vieja de su padre, se la cala hasta las sienes, y aumenta sus trazas de mezquindad, lo ruin de su aspecto.

Es el primer día que trabaja a jornal, y está algo engreído, porque un real diario parece poca cosa, pero al cabo de la semana son ¡seis reales!, y la madre le ha dicho que los espera, que le hacen mucha falta.

Hablando, hablando, a la hora del desayuno se lo ha contado a las compañeras, una mujer ya anciana, aguardentosa de voz, seca de calcañares, amarimachada, que fuma tagarnina, y una mozallona dura de carnes, tuerta del derecho, con magnífico pelo rubio todo empolvado y salpicado de motas de tierra, a causa de la labor.

—Somos nueve hermanos pequeños —ha dicho el jornalerillo—, y por lo de ahora, ninguno, no siendo yo, lo puede ganar. Ya el zapatero de la Ramela me tomaba de aprendís; solamente que, ¡ay carambo!, me quería tener tres años lo menos sin me dar una perra... Aquí, desde luego se gana.

—En casa éramos doce —corrobora la tuerta, con tono de indefinible vanidad—, y mi madre baldada, y yo cuidando de la patulea, porque fui la más grande. ¡Me hicieron pasar mucho! Peleaba con ellos desde l'amanecere. A fe, más quiero arrancar terrones. Había un chiquillo de siete años que era el pecado. Estando yo dormida me metió un palo de punta por este ojo y me lo echó fuera...


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4 págs. / 7 minutos / 212 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

La Puñalada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.

Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de paseo y volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y armonioso que sólo llevan los amantes.

Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros ojazos, de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y fuerte, de aborrascados rizos, de hercúleos puños —un bruto laborioso y apasionado—. De su buen jornal sacaba lo indispensable para las atenciones más precisas; el resto lo invertía en finezas para su Claudia. Aunque tosco y mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, obsequios bonitos. Hoy un imperdible, mañana un ramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Claudia, mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa, se moría por regalos. En el obrador de su maestra los lucía, causando dentera a sus compañeritas, que rabiaban por «un novio» como Onofre.

«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no ya lo de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un lecho porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un hermano chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se hubiese llevado a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la modista, asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en momentos de tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o cosa para él equivalente, Claudia, respingando, contestaba de enojo y susto:

—¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, ¿va a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite de la cabeza!


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5 págs. / 9 minutos / 234 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Doña Milagros

Emilia Pardo Bazán


Novela


Prólogo en el cielo

EL HÉROE.— (Deteniéndose en el umbral de la gloria.) Señor de cielos y tierra, ¿es verdad que voy a entrar en la mansión de los escogidos? Apenas me atrevo a creer tamaña ventura. ¿Cuáles han sido mis merecimientos, Señor, para que te dignes mirar con indulgencia a tu siervo? ¿Yo en la gloria? ¿Yo entre santos, mártires, confesores y vírgenes, tronos, jerarquías, potestades y dominaciones?

VOZ DEL ESPÍRITU DE DIOS.— (Que sale de una ardiente nube.) No estarás entre los santos, ni entre los vírgenes, porque no lo eres. Entre los mártires y confesores bien podrías, pues algún martirio padeciste y algunas veces me confesaste. Si sólo los santos entrasen en el cielo, muy solitaria se hallaría mi mansión. La santidad, como el genio luminoso y la belleza soberana, es patrimonio de pocos. ¿Has imaginado tú que Yo crie, perfeccioné y redimí al género humano para destinarle a condenación eterna, verle retorcerse en el fuego del Purgatorio o aullar en los braseros del Infierno?

EL HÉROE.— (Transportado de alegría.) Señor, es cierto que si pequé, mi corazón no es el de un malvado. Yo deseaba guardar tus mandamientos, aunque no los he guardado siempre, y en Ti he creído y esperado con firmeza. Nunca, aun en medio de las pruebas que te dignaste enviarme, se entregó mi alma a la negra desesperación, ni osó desconfiar de Tu providencia, ni censurar Tu obra, ni renegar del don precioso de la vida que otorgaste a Tus criaturas. No te serví con el celo y fervor que debiera, pero Tú sabes que no he sido impío. Sin embargo, estoy confuso… Nada hice bueno, y algo malo sí… ¡Algo muy malo!…


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220 págs. / 6 horas, 25 minutos / 269 visitas.

Publicado el 8 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Cuentos de la Patria

Emilia Pardo Bazán


Cuentos


Vengadora

En aquellos días de angustia y zozobra, surcados por relámpagos de entusiasmo a los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, a pesar de su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje a Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, a mis espaldas, gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que se sirven desayunos, vi de pie a una mujer a quien insultaban dos o tres mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía a carcajadas. Al punto comprendí: el marcado tipo extranjero de la viajera me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí a situarme al lado de la insultada, y grité resuelto:

—¿Qué tienen ustedes que decir a esta señora? Porque a mí pueden dirigirse.

Dos se retiraron, tartamudeando; otro, colérico, me replicó:

—Mejor haría usted, ¡barajas!, en defender a su país que a los espías que andan por él sacando dibujos y tomando notas.

Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y a bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea exacta de lo que sucedió después; recuerdo que nos separaron, que la campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé a la viajera entre un compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él a codazos, que le ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese a mi departamento; que ya el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos o tres silbidos, procedentes del grupo...


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Dominio público
42 págs. / 1 hora, 14 minutos / 177 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

Sor Aparición

Emilia Pardo Bazán


Cuento


En el convento de las Clarisas de S***, al través de la doble reja baja, vi a una monja postrada, adorando. Estaba de frente al altar mayor, pero tenía el rostro pegado al suelo, los brazos extendidos en cruz y guardaba inmovilidad absoluta. No parecía más viva que los yacentes bultos de una reina y una infanta, cuyos mausoleos de alabastro adornaban el coro. De pronto, la monja prosternada se incorporó, sin duda para respirar, y pude distinguir sus facciones. Se notaba que había debido de ser muy hermosa en sus juventudes, como se conoce que unos paredones derruidos fueron palacios espléndidos. Lo mismo podría contar la monja ochenta años que noventa. Su cara, de una amarillez sepulcral, su temblorosa cabeza, su boca consumida, sus cejas blancas, revelaban ese grado sumo de la senectud en que hasta es insensible el paso del tiempo.

Lo singular de aquella cara espectral, que ya pertenecía al otro mundo, eran los ojos. Desafiando a la edad, conservaban, por caso extraño, su fuego, su intenso negror, y una violenta expresión apasionada y dramática. La mirada de tales ojos no podía olvidarse nunca. Semejantes ojos volcánicos serían inexplicables en monja que hubiese ingresado en el claustro ofreciendo a Dios un corazón inocente; delataban un pasado borrascoso; despedían la luz siniestra de algún terrible recuerdo. Sentí ardiente curiosidad, sin esperar que la suerte me deparase a alguien conocedor del secreto de la religiosa.

Sirvióme la casualidad a medida del deseo. La misma noche, en la mesa redonda de la posada, trabé conversación con un caballero machucho, muy comunicativo y más que medianalmente perspicaz, de esos que gozan cuando enteran a un forastero. Halagado por mi interés, me abrió de par en par el archivo de su feliz memoria. Apenas nombré el convento de las Claras e indiqué la especial impresión que me causaba el mirar de la monja, mi guía exclamó:


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Dominio público
5 págs. / 10 minutos / 107 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Sordica

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las cuatro de la tarde ya y aún no se ha levantado un soplo de brisa. El calor solar, que agrieta la tierra, derrite y liquida a los negruzcos segadores encorvados sobre el mar de oro de la mies sazonada. Uno sobre todo, Selmo, que por primera vez se dedica a tan ruda faena, siéntese desfallecer: el sudor se enfría en sus sienes y un vértigo paraliza su corazón.

¡Ay, si no fuese la vergüenza! ¡Qué dirán los compañeros si tira la hoz y se echa al surco!

Ya se han reído de él a carcajadas porque se abalanzó al botijón vacío que los demás habían apurado…

Maquinalmente, el brazo derecho de Anselmo baja y sube; reluce la hoz, aplomando mies, descubriendo la tierra negra y requemada, sobre la cual, al desaparecer el trigo que las amparaba, languidecen y se agostan aprisa las amapolas sangrientas y la manzanilla de acre perfume. La terca voluntad del segadorcillo mueve el brazo; pero un sufrimiento cada vez mayor hace doloroso el esfuerzo.

Se asfixia; lo que respira es fuego, lluvia de brasas que le calcina la boca y le retuesta los pulmones. ¿A que se deja caer? ¿A que rompe a llorar?

Tímidamente, a hurtadas, como el que comete un delito, se dirige al segador más próximo:

—¿No trairán agua? Tú, di, ¿no trairán?

—¡Suerte has tenido, borrego! Ahí viene justo con ella La Sordica…

Anselmo alza la cabeza, y, a lo lejos sobre un horizonte de un amarillo anaranjado, cegador, ve recortarse la figura airosa de la mozuela, portadora del odre, cuya sola vista le refrigera el alma.

De la fuente de los Almendrucos es el agua cristalina que La Sordica trae; agua más helada cuanto más ardorosa es la temperatura; sorbete que la Naturaleza preparó allá en sus misteriosos laboratorios, para consolar al trabajador en los crueles días caniculares.


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1 pág. / 2 minutos / 148 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Cuentos Antiguos

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección


La paloma

A nuestro padre el zar.

Cuando nació el príncipe Durvati primogénito del gran Ramasinda, famoso entre los monarcas indianos, vencedor de los divos, de los monstruos y de los genios; cuando nació, digo, este príncipe, se pensó en educarle convenientemente para que no desdijese de su prosapia, toda de héroes y conquistadores. En vez de confiar al tierno infante a mujeres cariñosas, confiáronle a ciertas amazonas hircanas, no menos aguerridas que las de Libia, que formaban parte de la guardia real; y estas hembras varoniles se encargaron de destetar y zagalear a Durvati, endureciendo su cuerpo y su alma para el ejercicio de la guerra. Practicaban las tales amazonas la costumbre de secarse y allanarse el pecho por medio de ungüentos y emplastos; y al buscar el niño instintivamente el calor del seno femenil, sólo encontraba la lisura y la frialdad metálica de la coraza. El único agasajo que le permitieron sus niñeras fue reclinarse sobre el costado de una tigresa domesticada, que a veces, como en fiesta, daba al principito un zarpazo; y decían las amazonas que así era bueno pues se familiarizaba Durvati con la sangre y el dolor, inseparable de la gloria.


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38 págs. / 1 hora, 8 minutos / 376 visitas.

Publicado el 15 de diciembre de 2016 por Edu Robsy.

Cuentos Trágicos

Emilia Pardo Bazán


Cuentos, Colección


El Pozo de la Vida

La caravana se alejó, dejando al camellero enfermo abandonado al pie del pozo.

Allí las caravanas hacen alto siempre, por la fama del agua, de la cual se refieren mil consejas. Según unos, al gustarla se restaura la energía; según otros, hay en ella algo terrible, algo siniestro.

Los devotos de Alí, yerno y continuador de la obra religiosa y política de Mohamed, profesan respeto especial a este pozo; dicen que en él apagó su sed el generoso y desventurado príncipe, en el día de su decisiva victoria contra las huestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viuda del Profeta. Como no ignoran los fieles creyentes, en esta batalla cayó del camello que montaba la profetisa, y fue respetada y perdonada por Alí, que la mandó conducir a La Meca otra vez. Aseguran que de tal episodio histórico procede la discusión sobre las cualidades del agua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la ilustre, una de las cuatro mujeres incomparables que han existido en el mundo, al acercar a sus labios el agua cuando la llevaban prisionera y vencida, aseguró que tenía insoportable sabor.

El camellero no pensaba entonces en el gusto del agua. Miraba desvanecerse la nube de polvo de la caravana alejándose, y se veía como náufrago en el mar de arena del desierto.

Verdad que el pozo se encontraba enclavado en lo que llaman un oasis; diez o doce palmeras, una reducida construcción de yeso y ladrillo destinada a bebedero de los camellos y albergue mezquino y transitorio para los peregrinos que se dirigían a la mezquita lejana; a esto se reducía el oasis solitario. Devorado por la calentura, que secaba la sangre en sus venas, el camellero, frugal y sobrio siempre, ahora apenas se acercaba al alimento, a las provisiones de harina y dátiles. Su sostén era el agua del pozo.

—No en balde se llama el Pozo de la Vida... Bebiendo sanaré.


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Dominio público
132 págs. / 3 horas, 52 minutos / 260 visitas.

Publicado el 13 de septiembre de 2018 por Edu Robsy.

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