Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 17

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Vendeana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


(De vieja raza).


A cada salto de la carreta en los baches de las calles enlodadas y sucias, las sentencias a muerte se estremecían y cruzaban largas miradas de infinito terror. Sí, preciso es confesarlo: las infelices mujeres no querían que las degollasen. Aunque por entonces se ejercitaba una especie de gimnasia estoica y se aprendía a sonreír y hasta lucir el ingenio soltando agudezas frente a la guillotina, en esto, como en todo, las provincias se quedaban atrasadas de moda, y los que presentaban su cabeza al verdugo en aquella ciudad de Poitou no solían hacerlo con el elegante desdén de los de la «hornada» parisiense. Además, las víctimas hacinadas en la carreta no se contaban en el número de las viriles amazonas del ejército de Lescure, ni habían galopado trabuco en bandolera con las partidas del Gars y de Cathelineau. Señoras pacíficas sorprendidas en sus castillos hereditarios por la revolución y la guerra, briznas de paja arrebatadas por el torrente, no se daban cuenta exacta de por qué era preciso beber tan amargo cáliz. Ellas ¿qué habían hecho? Nacer en una clase social determinada. Ser aristócratas, como se decía entonces. Nada más. Los cuatro cuarteles de su escudo las empujaban al cadalso. No lo encontraban justo. No comprendían. Eran «sospechosas», al decir del tribunal; «malas patriotas». ¿Por qué? Ellas deseaban a su patria toda clase de bienes: jamás habían conspirado. No entendían de política. ¡Y dentro de un cuarto de hora…!


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4 págs. / 7 minutos / 42 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sueños Regios

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Es de noche. Temperatura, veinte bajo cero. Fuera no se escucha el menor ruido. La nevada, cayendo en finos copos delicadísimos que mullen la atmósfera, contribuye a sostener el silencio absoluto, ahogado, que pesa sobre los jardines blancos con blancura fantástica. La nieve ha perfilado primorosamente la traza de las calles de árboles, de los macizos, de los boquetes, de los estanques cuajados por el hielo, y cuya superficie lisa rayaron los patines en la última sesión de patinaje que tanto divirtió a la Corte, porque el príncipe de Circasia se dio unas costaladas regulares.

Las estatuas parecen temblar y lucen aderezos de carámbanos. Las coníferas son témpanos bordados y esculpidos. En el alcázar, las cornisas, las balconadas, las torrecillas, la monumental ornamentación de la fachada, el reloj sostenido por Genios que representan los destinos de la casa imperial, venciendo al Tiempo, van desapareciendo bajo la suave acolchadura blanca.

Los centinelas, en su garita, tiritando, sintiendo que el aliento se les cristaliza primero y se les liquida después dentro del alto cuello de sus capotes militares, hieren el suelo con el pie, se acuerdan del cuerpo de guardia donde arde la estufa y se puede echar un trago de lo fermentado, y de tiempo en tiempo lanzan, al través de la nieve, su «¡Alerta!» gutural.

El decorativo reloj da las doce, pausadamente, como si la hora contada por él fuese más solemne que las otras. Al reloj de fuera contestan los de dentro desde las consolas; tienen vocecillas aflautadas y bien moduladas de palaciegos.


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5 págs. / 10 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Operación

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—Los primeros años de mi juventud —dijo el opulento capitalista que nos había ofrecido una comida indudablemente superior a las famosas de Lúculo, las cuales tenían al margen el vomitorium y la indigestión a la vuelta— los pasé en la mayor miseria, en la estrechez más angustiosa. Aquí donde ustedes me ven —y con una ojeada circular parecía indicarnos toda la riqueza que le rodeaba—, yo he saltado de martes a jueves sin tropezar en un garbanzo siquiera; yo he bostezado de hambre frente a los surtidos escaparates de las pastelerías y los bodegones; yo me he enjabonado y lavado mi camisa (única que poseía), en el rigor del invierno, en una buhardilla desmantelada que no podía pagar, y de la cual me despidieron al fin, poniéndome de patitas en la calle, en mitad de una noche de diciembre. ¡Qué tiempos, señores! Aquélla fue la pobreza negra, la edad heroica de la pobreza.

—¿Y eso duró mucho?

—Dos o tres años..., los primeros que pasé en el mundo, huérfano y desamparado de todos. Después principié a aletear... Pero ¡qué triste y aburrido aleteo! Me contaba más dichoso antes, al soplarme los dedos y hacerme una cruz sobre el estómago. Mi aleteo consistía en un puesto inferior en una gran casa de comercio, ocupación que me sublevaba y repugnaba profundamente, pues mientras hacía números o despachaba la árida correspondencia de negocios mi fantasía volaba por los espacios y mi corazón latía henchido de savia juvenil...

—¡Qué bien se explica! —dijo, quedito, la señora de Huete a su amiga la baronesa de Torre del Trueno.

—No sé qué tiene el pícaro dinero, que es capaz de volver elocuente a un guardacantón —suspiró la baronesa clavando sus angelicales ojos azules en el ricacho. Éste, sin advertirlo, prosiguió:


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Morito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Se habló un poco de él, cuando vino aquella embajada del Sultán, que se dio en Madrid buena vida, tan pronto a su manera como a la nuestra, largos meses.

Era este moro bello ejemplar de raza, alto, cenceño, de acusadas y correctas facciones semíticas, de ojos como pájaros sombríos y de pies chicos como cascos de corcel árabe; las blancas telas que envolvían su cuerpo formaban alrededor de él una aureola de limpieza elegante, porque Hafiz, así le llamábamos sus amigos españoles, era moro currutaco, dado a abluciones y cuidados de tocador, sin que para ello hubiese menester acordarse de los preceptos del Profeta.

He dicho sus amigos españoles, y lo repito, porque los tuvo aquí a docenas a poco de su llegada. Hablaba nuestra lengua con acento dulce, caídas graciosas y ligeras imperfecciones; no ignoraba el francés, y se puso de moda, porque demostró, desde el primer momento, vivo deseo de enterarse de nuestras costumbres, de empaparse en nuestra civilización. Lo que iba viendo le sugería dichos oportunos, críticas sin dureza que todos celebrábamos, y a las cuales muchas veces asentíamos. Así es que Hafiz, convidado y sin gastar un céntimo, iba a todas partes y había siempre sitio para él en palcos y coches.

Naturalmente, dada nuestra manera de ser nada nos preocupaba como la cuestión de amoríos. Hafiz tenía partido con las mujeres, pero ya se adivina con cuales. Dígase lo que se diga, las señoras no suelen beber los vientos por moros ni por gente exótica, y Hafiz, si recogió en los salones amables sonrisas y ojeadas de curiosidad, no cosechó la flor de granado del amor de la cristiana, caso digno de ser contado en romances y llorado en endechas. Pero, en otras esferas, no pudo quejarse el infiel. Es decir, le oímos un día lamentarse, sí, del exceso de felicidad… Y como le dijésemos:


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4 págs. / 8 minutos / 41 visitas.

Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Un Sistema

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los que sostienen que no existe la felicidad deben fijarse en don Olimpio, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Antiquis.

En primer lugar, nadie suponga que repito el lugar común de personificar la bienandanza en un canónigo. Nada de eso. Hoy los canónigos son funcionarios modestísimamente retribuidos, que para sostener el decoro de sus funciones necesitan echar muchas cuentas. Hay zapatos de lustre y manteos de reluz que escatimaron tocino al puchero. Pero en todo caben excepciones, y don Olimpio, que «tiene algo por su casa», o, mejor dicho, por la de un pariente oportuno en morir habiéndose acordado antes (claro está) de don Olimpio en sus disposiciones testamentarias, puede comer opimamente con lo propio, guardando la canonjía para la regalada cena.

El primer elemento de dicha de don Olimpio no es, sin embargo, el dinero, sino la tontería… Entendámonos: don Olimpio goza de una de esas tonterías relativas que no vacilo en proclamar infinitamente más útiles y cómodas que las brillantes inteligencias inadaptadas. La tontería de don Olimpio se asemeja a un paraguas de algodón. ¿Conocéis nada más deslucido que un paraguas de algodón? Pero, en lucha con la intemperie, el paraguas de algodón presta doble servicio que el de seda rica. Don Olimpio, tonto de capirote, en cuanto no le interesa directamente, es, en lo que puede convenirle, uno de los seres más sagaces que he conocido.

Confieso que, al pronto, no lo creía. Fue necesario que otro canónigo me lo demostrase, refiriéndome cómo había logrado don Olimpio su puesto en el coro de la Catedral de Antiquis, una de las ciudades más apacibles, sanas, baratas y de grata residencia en España toda.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Buen Tirito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Para que se supiese por qué voy a pegarme un buen tirito en la sien —pensó Rafael Marco— muy pocas horas antes de poner por obra su funesta resolución tendrían que estar dentro de mí, haberme seguido paso a paso, y sólo así se convencerían del incomprensible encarnizamiento y perseverancia con que me persigue la mala suerte.

Y además de estar dentro de mí tendrían ¡cómo les desprecio!, que poder comprender lo que no comprenden jamás: que no hay males grandes ni pequeños, que el mal y el bien lo creamos nosotros, y que si nos persiguen a pinchazos, es peor que si, de una vez, nos hincan un cuchillo bien afilado en la espalda, entre los dos omóplatos…

Así, capaces serían de reírse si se les contase, por ejemplo, mi jornada de ayer, ¡qué no ha sido de las peores! Desperté con la boca más amarga que hiel y el estómago revuelto. Fui a tomar mi dosis de magnesia efervescente, y se había acabado la víspera. Envié a la botica a mi criada. ¡Oh la responsabilidad que a mi criada le corresponde en mi botiquín! ¡Y me trajo limonada gaseosa! Salté de la cama, y, al hacerlo, resbalé arrastrando conmigo el alfombrín, y fui a dar contra la cómoda, haciéndome un chichón en la frente.

Se reveló el dolor de cabeza.… Es mi compañero acostumbrado, y ya parece que sin él no me entiendo. Me conozco a mí mismo. Vivo bajo la sensación continua de una especie de mareo de mar, la angustia del comienzo de las náuseas. Mientras me ponía un perro gordo sujeto con un pañuelo sobre el chichón, luchaba con el deseo de que una escoba me barriese por dentro, enérgicamente, el estómago…


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Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Sustitución

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No hay nadie que no se haya visto en el caso de tener que dar, con suma precaución y en la forma que menos duela, una mala noticia. A mí me encomendaron por primera vez esta desagradable tarea cuando falleció repentinamente la viuda de Lasmarcas, única hermana de don Ambrosio Corchado.

Yo no conocía a don Ambrosio; en cambio, era uno de los tres o cuatro amigos fieles del difunto Lasmarcas, y que visitaban con asiduidad a su viuda, recibiendo siempre acogida franca y cariñosa. Las noches de invierno nos servía de asilo la salita de la señora, donde ardía un brasero bien pasado, y las dobles cortinas y las recias maderas no dejaban penetrar ni corrientes de aire ni el ruido de la lluvia. Instalado cada cual en el asiento y en el rincón que prefería, charlábamos animadamente hasta la hora de un té modesto y fino, con galletas y bollos hechos en casa, tal vez por razones de economía.

Nos sabía a gloria el té casero, y concluíamos la velada satisfechos y en paz, porque la viuda de Lasmarcas era una mujer de excelente trato, ni encogida, ni entremetida, ni maliciosa en extremo, ni neciamente cándida, y en cuanto amiga, segura y leal como, ¡ojalá!, fuesen todos los hombres. Al saber que había aparecido muerta en su cama, fulminada por un derrame seroso, sentimos el frío penetrante del «más allá», el estremecimiento que causa una ráfaga de aire glacial que nos azota el rostro al entrar en un panteón. ¡Así nos vamos, así se desvanece en un soplo nuestra vida, al parecer tan activa y tan llena de planes, de esperanzas y de tenaces intereses! Precisamente la noche anterior habíamos ido de tertulia a casa de la señora de Lasmarcas; aún nos parecía verla ofreciéndonos un trozo de bizcochada, que alababa asegurando ser receta dada por las monjas de la Anunciación…


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

El Paraguas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Estaba siempre allí, en el ángulo de la humilde salita, arrinconado, y todos los sábados lo desempolvaba Ángeles cuidadosamente. Era un magnífico paraguas, cuyo origen británico no podía ponerse en duda, y que tenía ese aspecto confortable que caracteriza a los productos de la industria inglesa; y lo elegante del puño, lo rico de la seda, lo recio y bien modelado de las bellotas que, pendientes de un cordón, decoraban el mango, producían una impresión de lujo.

Lo que rodeaba, en cambio, transcendía a pobreza vergonzante. Muebles marchitos y estropeados, que vanamente intentaban recomponer doña Máxima y Ángeles, vestidas también ellas, no diré de andrajos, pero de trapitos ala de mosca —vueltos, recosidos y rezurcidos—, y sujetas a régimen de patatas y sardinas, lo más barato que por entonces salía a la plaza.

Llevaban las señoritas de Broade, que tal era su apellido, con suma dignidad su triste situación. Las había reducido a ella un caso singular: la desaparición del padre y esposo, que tanto pábulo dio a las conversaciones; como que no se extinguió el alboroto en la ciudad hasta pasado un año. El señor Broade, el desaparecido, empleado en el escritorio de una importante casa de banca, era un hombre del cual nada malo se dijo nunca. Una tarde salió, como otras muchas, a dar su paseíto higiénico, y paseíto fue, que iban transcurridos largos años sin que el paseante hubiese vuelto a su domicilio.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Testigo Irrecusable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


La encontré —dijo Gil Antúnez— en una situación tan triste, que mi amor se fundó en la piedad. Su familia la torturaba para que se prestase a combinaciones indignas. Y, si he de ser justo, ella resistía con heroísmo. El viejo que visitaba la casa, atraído por la belleza vernal de la niña, recibió de ella tales sofiones, que no volvió.

Empecé a interesarme, y un día, cuando ya quiso buenamente (sólo así la hubiese aceptado) la instalé en un pisito que amueblé y decoré con elegancia. Me complací en consultarla para todo, y observé que tenía un buen gusto natural, un innato sentido de la belleza. Le revelé el encanto de las flores que pueden vivir bajo techado, y el de las que se enraman en los balcones, y la magia de las lucientes porcelanas y las telas flexibles, de pliegues delicados, y el deslumbramiento de las gotas de brillantes colgando de la oreja diminuta, y la caricia del hilo de perlas sobre el raso de la tabla del pecho. Gracias a mí, sus oídos se inundaron de música, en el Teatro Real y en los conciertos, y su vista gozó de las playas orladas de espuma y de los bosques rumorosos, cuando la hube enviado a veranear, porque la encontraba paliducha y decaída. Como cuidaría a una hija un padre, o a la hermanilla el hermano mayor, pensé en su salud, me preocupé de rehacerle un cuerpo robusto y una tez de arrebol, unos ojos húmedos y brillantes, una boca carnosa, de coral vivo, un reír alegre, un apetito normal y despierto. Le di a conocer sabores gustosos; hice abrir para ella el nácar de la ostra y tajar el vivo limón y aderezar la becada con su propio hígado, y la enseñé a estimar el negro perfumado de la trufa, el oro claro de los vinos ligeros, el espumar del Pomery. Y ella repetía, constantemente, que me debía cuanto era, su felicidad, su inteligencia misma; que yo podía pedirle sangre, y que se abriría la vena del brazo.


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Un Solo Cabello

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mil gracias, condesa —pronunció en tono respetuoso y visiblemente conmovido el embajador—. No sabe usted qué reconocido quedo a sus bondades, no conmigo, sino con este muchacho. Leoncio, da las gracias a nuestra buena amiga, que ha tenido la amabilidad de ponerte en relación con la señorita de Uribarri, a quien tanto deseabas tratar.

Correcto, sonriente, Leoncio, entre una reverencia y un murmurio de veneración, tomó la mano de la condesa de Morla, cuya piel, ya arrugada, se traslucía por un mitón de rico encaje blanco, y la besó con ahínco y gratitud. Un ligero tinte de rubor se esparció por las mejillas marchitas de la señora, que para ocultar la turbación repentina, se puso a charlar vivamente.

—Yo sí que me alegro de haber hecho esta presentación, y no sé por qué espero mucho bueno de ella. ¡Sarita Uribarri reúne tantas cualidades! En primer lugar, y digan lo que quieran las envidiosas, es muy bonita, y su inmensa fortuna, circunstancia no despreciable…

El joven hizo un ademán, como el que desvía una importuna mosca, y recogió sólo la primera parte de la conversación.

—Es una mujer encantadora. Sentado a su lado, por bondades de usted, en la mesa, he podido apreciar que tiene talento, ilustración. Salgo…, ¿a qué negarlo?, un poco impresionado, condesa.

—Pues no nos haga usted el cumplido: váyase corriendo al Real, donde volverá usted a encontrarla. Hoy cantan Walkyria, ópera muy larga; todavía tiene usted tiempo… Y usted, amigo mío, acompáñele si gusta…

—Si usted no pensaba retirarse, me quedaré un instante, condesa —murmuró el diplomático.

—No suelo acostarme antes de la una… Acaso venga todavía alguien desde algún teatro a concluir la noche.

Leoncio se despidió con igual rendimiento, y apenas su elegante silueta hubo desaparecido detrás del biombo de seda brochada, el embajador, acercándose familiarmente a la condesa, exclamó:


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Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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