Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán disponibles | pág. 24

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La Careta Rosa

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era aquel un matrimonio dichosísimo. Las circunstancias habían reunido en él elementos de ventura y de esta satisfacción que da la posición bien sentada y el porvenir asegurado. Se agradaban lo suficiente para que sus horas conyugales fuesen de amor sabroso y sazón de azúcar, como fruto otoñal. Se entendían en todo lo que han menester entenderse los esposos, y sobre cosas y personas solían estar conformes, quitándose a veces la palabra para expresar un mismo juicio. Ella llevaba su casa con acierto y gusto, y el amor propio de él no tenía nunca que resentirse de un roce mortificante: todo alrededor suyo era grato, halagador y honroso. Y la gente les envidiaba, con envidia sana, que es la que reconoce los méritos, y, al hacerlo, reconoce también el derecho a la felicidad.

Años hacía que disfrutaban de ella, y la había completado una niña, rubio angelote al principio, hoy espigada colegiada, viva y cariñosa, nuevo encanto del hogar cuando venía a alborotarlo con sus monerías y caprichos. Con la enseñanza del colegio y todo, Jacinta, la pequeña, no estaba muy bien educada, y tal vez hubiese sido menos simpática si lo estuviese. Corría toda la casa de punta a cabo, se metía en la cocina, torneaba zanahorias, cogía el plumero y limpiaba muebles, y en el jardinillo del hotel hacía herejías con los arbustos, a pretexto de podarlos, según lo practicaban las monjas. Su delicia era revolver en los armarios de su madre. Lo malo era que algunos estaban cerrados siempre.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Sirena

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No es posible pintar el cuidado y desvelo con que la ratona madre atendió a su camada de ratoncillos. Gordos y lucios los crió, y alegres y vivarachos, y con un pelaje ceniciento tan brillante que daba gozo; y no queriendo dejar lo divino por lo humano, prodigó a sus vástagos avisos morales, sabios y rectos, y los puso en guardia contra las asechanzas y peligros del pícaro mundo. «Serán unos ratones de seso y buen juicio», decía para sí la ratona, al ver cuan atentamente la oían y cómo fruncían plácidamente el hociquillo en señal de gustosa aprobación.

Mas yo os contaré aquí, muy en secreto, que los ratoncillos se mostraban tan formales porque aún no habían asomado la cabeza fuera del agujero donde los agasajaba su mamá. Practicada en el tronco de un árbol la madriguera, los cobijaba a maravilla, y era abrigada en invierno y fresca en verano, mullida siempre, y tan oculta, que los chiquillos de la escuela ni sospechaban que allí habitase una familia ratonil.

Sin embargo, de los tres de la nidada, uno ya empezaba a desear sacar el hocico, a soñar con retozos, deportes y correteos por el verde prado que al pie del árbol se extendía alegre e incitante, esmaltado de varias flores y bullente de insectos, mariposas y reptiles. «Me gustaría por los gustares bajar ahí», pensaba el joven ratón, sin atreverse a decirlo en voz alta, de puro miedo, a su madre. Un día que se le escapó alguna señal de su deseo, la madre exclamó trémula de espanto: «Ni en broma lo digas, criatura. Si no quieres que me disguste mucho, no vuelvas a hablar de salir al prado».


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Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Azar

Emilia Pardo Bazán


Cuento


No había conocido Micaela, la de Estivaliz, otro colegio, otros profesores, otras maestras de costura. Cuanto sabía era aprendido allí, ante aquella mesa y haciendo funcionar aquella máquina. Y, naturalmente, sabía poco. Sin embargo, la adoctrinaba en varias cosas, malas y buenas, exaltándole la sensibilidad, el cinematógrafo, su recreo del domingo.

Por las enseñanzas del cinematógrafo había llegado la obrerita de apretadas trenzas a comprender, o a figurarse que comprendía, el uso de lo que fabricaba durante la semana entera. Del taller, donde, mezclados los alientos, juntas las rodillas y los hombros, trabajaban sobre sesenta obreras más, casi todas mozas o chicuelas de catorce a veinte, salían naipes y naipes, lindos, lustrosos, satinados, franceses y españoles, de vivos colorines, de claros tonos. Primero recibían la impresión cromolitográfica; después, los anchos pliegos eran guillotinados. Micaela manejaba la acicalada cuchilla. Al margen del acero colocaba tranquilamente las yemas de sus dedos bien torneados, y la fría hoja caía sin tocar las manos morenas de Micaela, ágiles y activas en la labor.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

En el Presidio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El hombre era como un susto de feo, y con esa fealdad siniestra que escribe sobre el semblante lo sombrío del corazón. Cuadrado el rostro y marcada de viruelas la piel, sus ojos, pequeños, sepultados en las órbitas, despedían cortas chispas de ferocidad. La boca era bestial; la nariz, chata y aplastada en su arranque. De las orejas y de las manos mucho tendrían que contar los señores que se dedican a estudios criminológicos. Hablarían del asa y del lóbulo, de los repliegues y de las concavidades, de la forma del pulgar y de la magnitud, verdaderamente alarmante, de aquellas extremidades velludas, cuyos nudillos semejaban, cada uno, una seca nuez. Dirían, por remate, que los brazos eran más largos de lo que correspondía a la estatura. En fin, dibujarían el tipo del criminal nato, que sin duda era el presidiario a quien veíamos tejer con tal cachaza hilos de paja de colores, que destinaba a una petaca, labor inútil y primorosa, impropia de aquellas garras de gorila.

El director del penal, que me acompañaba, me llevó a su despacho con objeto de referirme la historia del individuo.

—¡Un crimen del género espeluznante! Lo que suele admirarme en casos como el de este Juanote, que así le llamaban en su pueblo, es eso de que toda una familia se ponga de acuerdo para cometer algo tan enorme y no la arredre consideración alguna. Se comprende más lo que haga una persona sola. Unirse en sentimientos y exaltaciones tales tiene algo de extraño; pero el caso es que sucede.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Premio Gordo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Allá en tiempo de Godoy, el caudal de los Torres-nobles de Fuencar se contaba entre los más saneados y poderosos de la monarquía española. Fueron mermando sus rentas las vicisitudes políticas y otros contratiempos, y acabó de desbaratarlas la conducta del último marqués de Torres-nobles, calaverón despilfarrado que dió mucho que hablar en la corte cuando Narváez era mozo. Próximo ya á los sesenta años, el marqués de Torres-nobles adoptó la resolución de retirarse á su hacienda de Fuencar, única propiedad que no tenía hipotecada. Allí se dedicó exclusivamente á cuidar de su cuerpo, no menos arruinado que su casa; y como Fuencar le producía aún lo bastante para gozar de un mediano desahogo, organizó su servicio de modo que ninguna comodidad le faltase. Tuvo un capellán que amén de decirle la misa los domingos y fiestas de guardar, le hacía la partida de brisca, burro y dosillo (tales sencilleces divertían mucho al ex-conquistador), y le leía y comentaba los periódicos políticos más reaccionarios; un mayordomo ó capataz que cobraba á toca-teja y dirigía hábilmente las faenas agrícolas; un cochero obeso y flemático que gobernaba solemnemente las dos mulas de su ancha carretela; un ama de llaves silenciosa, solícita, no tan moza que tentase ni tan vieja que diese asco; un ayuda de cámara traído de Madrid, resto y reliquia de la mala vida pasada, convertido ahora á la buena como su amo, y discreto y puntual ahora y antes; y por último, una cocinera limpia como el oro, con primorosas manos para todos los guisos de aquella antigua cocina nacional, que satisfacía el estómago sin irritarlo y lisonjeaba el paladar sin pervertirlo. Con ruedas tan excelentes, la casa del marqués funcionaba como un reloj bien arreglado, y el señor se regocijaba cada vez más de haber salido del golfo de Madrid á tomar puerto y carenarse en Fuencar.


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Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

El Enemigo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El día en que por primera vez vestí el uniforme fui, ante todo, a visitar a mi tía Flora, que en cierto modo me había servido de madre. Entré pavoneándome, y ella me tendió sus brazos flacos y sus labios marchitos.

—Estás muy guapo, Fermín. ¡Vas a hacer muchas conquistas!

Se levantó, abrió un escritorio antiguo en que brillaban bronces y, caída la curva tapa de un cajoncillo, sacó un rollo envuelto en papel de seda. Eran centenes... Siempre a ración de dinero, que mi tutor me regateaba, me alegraron las pajarillas aquellas monedas de oro. ¡Al fin podría probar fortuna en el juego! De todas las tentaciones que acometen a la juventud, ésta era la única que latía en mis venas, impetuosa. Sentía una inexplicable corazonada; estaba seguro de ganar, de ganar sin tino, apenas arriesgase la aventura. Mi tía vio la emoción que me causaba su regalo, y con inquietud, dándome cariñosa bofetadita, me preguntó:

—¿Qué pensamos hacer con ese dinero? ¿Calaveradas?

Y como yo balbuciese no sé qué, añadió maternalmente:

—No creas que soy una vieja rara... Ya sé que los muchachos han de divertirse; es muy natural... Lo único que te encargo es que no entre en tus diversiones el juego, ¿entiendes?

Me estremecí. Sin duda, aquella señora, alejada del mundo y candorosa como una monjita recoleta, leía en mi pensamiento, presentía lo no realizado aún...

Haciéndome sentar en una poltrona deslucida, de rico Aubusson, se dispuso a continuar la plática:

—El juego —declaró enfáticamente— es una cosa en que interviene el Enemigo. ¿No lo crees? ¿Eres escéptico, Fermín? Mira que te lo digo hoy, en una ocasión para ti señalada, cuando estrenas tu uniforme y contraes el deber de ser cristiano y caballero. No dejes que el Enemigo se apodere de ti. Andará a tu alrededor, de seguro, rondando y olfateando presa.


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Publicado el 1 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

El Cáliz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Ante la amenaza de que, como entonces se decía, los de Napoladrón llegasen de un momento a otro, el abad del Monasterio de Sangreiro pensó en la necesidad de esconder el tesoro monacal. Y con tal fin llamó a su sobrino Ramón, mozo de empuje, gran cazador, familiarizado con los rincones de la sierra.

Vino, y encerrose con el tío en la celda abacial. Duró la conferencia cerca de una hora, y cuenta que ni uno ni otro gustaban de perder el tiempo. Se discutieron los pormenores, y aun cuando al pronto el abad era partidario de que el sitio fuese conocido de alguien más que del encargado de la ocultación, acabaron por convenir en que secreto entre tres ya no es secreto y por acordar que sólo Ramón lo supiese. Así que los invasores se retirasen, se desenterraría el depósito.

Claro es que el escondrijo había de ser en los montes. De noche, portearían los mismos monjes a un lugar convenido los sacos, y los iría transportando después Ramón. La soledad de aquellos lugares, fragosos y cortados por precipicios, aseguraba la reserva.


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Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Casa del Sueño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Curado

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al salir el médico rural, bien arropado en su capote porque diluviaba; al afianzarle el estribo para que montase en su jaco, la mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de Dios, que tenían en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cuatro pesos gastados en cosas de la botica! ¡Y a más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, a ver si hacía un milagriño!

El enfermo, cada día a peor, a peor... Se abría a vómitos. No guardaba en el cuerpo migaja que le diesen; era una compasión haber cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo a la gallina negra, tan hermosa, ¡con una enjundia!, y haber comprado en Areal una libra entera de chocolate, ocho reales que embolsó el ladrón del Bonito, el del almacén... Ende sanando, bien empleado todo..., a vender la camisa!... pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los ojos!... ¡Y era el hijo mayor, el que trabajaba el lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escribir nunca! ¡Qué iba a ser de todos! ¡A los caminos, a pedir limosna!

Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la mujerona entró, cerró la cancilla, no sin arrojar una mirada de odio al médico que, indiferente, se alejaba al trotecillo animado de su yegua. Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de trigo anual; no costaban nada sus visitas..., pero, ¡cata!, ellos se hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad, si cuadra..., ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel, otra recitiña, que sabe Dios lo que importaría, además del viaje a Areal, rompiendo zapatos y mojándose hasta los huesos.


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Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Cuesta Abajo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


A la feria caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella, guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le alcanzó y se paró a mirarle.

Y si decimos la verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del mastín de la taberna.

—¿D'ónde eres? —preguntó él, así que logró antecoger al marranito.

Antes que el nombre, en la aldea se inquiere la parroquia; luego, los padres.

—De Santa Gueda de Marbían. ¿Y tú?

—De Las Morlas.

—¿Cara a Areal?

—Sí, mujer. Soy el hijo del tío Santiago, el cohetero.

—Yo soy nieta de la tía Margarida de Leite.

—¡Por muchos años! —exclamó el zagal, lleno de cortesía rústica.

—¿Cómo te llamas, rapaza?

—Margaridiña.

—Yo, Esteban. Vas a la feria, mujer? —añadió, aunque comprendía que la pregunta estaba de más.

—Por sabido. A vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los libre de la mala envidia, amén.


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3 págs. / 6 minutos / 96 visitas.

Publicado el 14 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

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